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Una mirada desde lo psicológico y lo político: Perfil de los cuatro candidatos a la primaria
Agencia Uno

Una mirada desde lo psicológico y lo político: Perfil de los cuatro candidatos a la primaria

Por: Francisco Flores R. | 29.06.2025
Análisis de las actitudes y posicionamientos de los cuatro candidatos para las primarias del oficialismo, Gonzalo Winter, Jeannette Jara, Carolina Tohá y Jaime Mulet, desde una perspectiva psicológica-política.

GONZALO WINTER O EL IMPERATIVO DE RESPONDER

Hay en Gonzalo Winter algo que excede al simple político de nueva generación. Más que una figura, representa un modo de estar en la política actual, una manera de habitar el espacio público. Voluntarioso, idealista, deseoso de disputar el relato político no solo en el plano institucional, sino también en el simbólico. Pero como suele ocurrir con las biografías políticas que emergen al alero de las metáforas más que de los conceptos, el entusiasmo puede desbordarse en exceso retórico.

Formado al calor de las movilizaciones estudiantiles -ese laboratorio donde el deseo de transformación muchas veces se formula antes como consigna que como programa-, allí aprendió a habitar, como gustan señalarlo, el espacio simbólico de la disputa, donde las palabras no solo describen el mundo, sino que intentan transformarlo por el solo acto de pronunciarlas.

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Es, como se ha dicho, un polemista. Ese impulso atraviesa su trayectoria. En sus intervenciones parlamentarias, declaraciones o entrevistas, subyace siempre la misma estructura: la urgencia de intervenir. Se trata, entonces, de no ceder terreno, de tomar la escena discursiva como quien presiente que, en el vacío de la palabra, podría asomar algo intolerable. Y como todo síntoma eficaz, alivia una tensión sin resolverla.

Su retórica es pródiga en imágenes, giros literarios, frases emotivas. Donde otros, exhiben citas de autoridad, él prefiere el fulgor de la metáfora. Esta permite vehiculizar afectos sin someterlos a la prueba de lo real. Es un recurso que conecta eficazmente con aquellos deseosos de un lenguaje menos codificado y más vibrante. Pero la metáfora tiene un riesgo: puede deslumbrar sin esclarecer, ornamentar sin resolver, y delata, de paso, una confianza excesiva en los efectos performativos de la palabra.

La estética que encarna -el abrigo gris, el gesto circunspecto, el aire de gravedad moral- busca evocar al militante de antaño, al hombre de convicciones que no se deja atrapar por el pragmatismo. Y en parte lo logra. Pero también proyecta una imagen de solemnidad autopercibida, que resulta disonante cuando el entorno exige soluciones más que simbolismos.

Representa así una política más redentora que reformista, aquella que confía más en la pureza de sus intenciones que en la eficacia de sus medios. En ese punto, su candidatura revela una de las contradicciones actuales del progresismo: la dificultad para conciliar el deseo de transformación con las condiciones reales que permiten llevarla a cabo. No se trata de renunciar a transformar, sino de aceptar que ello exige también ceder. Porque transformar realmente, en última instancia, es reconocer que no todo puede cambiarse al unísono.

Gonzalo Winter no es, por cierto, un político menor. Tiene méritos, capacidad, ha ganado elecciones y conecta con un público que necesita referentes. Pero su desafío es otro: pasar de la réplica a la propuesta, del brillo de la forma a la densidad del contenido, empezar a proponer sin necesidad de que lo provoquen. Si quiere representar algo más que una nostalgia embellecida, deberá demostrar que también sabe habitar -sin metáforas- la áspera prosa del poder. Esa es, quizás, la diferencia decisiva entre ocupar el escenario del poder y ejercer el poder real.

JEANNETTE JARA: O LA MODERACIÓN INQUIETANTE

En tiempos donde la teatralidad se ha convertido en un componente casi obligado de la actividad política, Jeannette Jara representa una excepción: no porque carezca de convicciones, sino porque prefiere administrarlas con mesura. Militante comunista, exministra del Trabajo, su figura parece contradecir tanto los prejuicios como las expectativas. Habla bajo, gestiona con disciplina, evita el gesto que dramatiza. Y, sin embargo, inquieta.

Tal vez porque, en un contexto saturado de radicalismos performativos y gestualidades altisonantes, la moderación genera sospecha. No hay nada más perturbador que una dirigente comunista que no se presenta como amenaza. Su lenguaje es llano, sus intervenciones son breves, su gestión ha sido, en general, eficaz. Pero no todo es virtud en la mesura: cuando se vuelve excesiva, corre el riesgo de parecer evasiva o impostada.

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Jara no es una figura sin tensiones. Su rol en el gobierno ha sido valorado, pero también circunscrito. Y aunque su candidatura busca convocar al conjunto del progresismo, su capacidad de interpelar más allá de los propios está aún por demostrarse. Representa un tipo de liderazgo que incomoda porque no grita, en una época donde muchos entienden la política como una declaración constante de principios. Esa puede ser su fuerza. O su límite.

En su caso, lo que se impone no es una narrativa, ni una trayectoria cargada de símbolos, sino un rasgo. Una forma de estar que, sin decir mucho, lo dice todo: gesto contenido, tono constante, cuerpo que no dramatiza. En tiempos donde la política se juega en la intensidad de los semblantes, donde los liderazgos se construyen a partir de signos mínimos -una mueca, una palabra aguda, una pose desafiante-, su estilo discreto puede generar una identificación peculiar.

En ese sentido, encarna una identificación al rasgo: la adhesión no a una totalidad sino a una marca suficiente que condense afecto, pertenencia y sentido. Pero esa misma lógica -que puede volverla eficaz en la contienda- también encierra una amenaza: cuando la forma se vuelve contenido, se corre el riesgo de que todo lo demás resulte indiferente.

El desafío es que su estilo -sobrio, prudente, sin estridencias- sea suficiente para lo que viene. Porque lo decisivo no será lo que ocurra hoy, 29 de junio -donde probablemente voten menos de dos millones-, sino lo que vendrá después: la tarea de convencer a los otros cuatro millones que se necesitarán para disputar la presidencia en diciembre.

Jeannette Jara porta una simpatía serena, eficaz, desprovista de estridencia, como si encarnara una figura de autoridad invertida: aquella que no impone, sino que acompaña. No es menor que, en tiempos de desafección y cinismo, esa simpatía genere adhesión. El sujeto contemporáneo -cada vez más refractario a la verticalidad y demandante de reconocimiento afectivo- encuentra en ella una forma tranquilizadora de presencia.

Pero esa misma configuración plantea una interrogante: ¿no será que, en nombre de la cercanía, se renuncia a la asimetría que toda función de liderazgo exige? ¿Que la política, fascinada por la imagen del Otro amable, termina sustituyendo el conflicto de la deliberación por el confort? Tal vez la simpatía, en estos casos, sea tanto una virtud como un síntoma de época: una forma amable, para los electores, de eludir el peso que conlleva una decisión.

CAROLINA TOHÁ O EL PUDOR DEL PODER

Carolina Tohá representa una figura singular en la política chilena: sobria, contenida, rigurosa. No es casual que estuviera al lado de Ricardo Lagos en aquella noche en que alzo el dedo para desafiar a Pinochet. Esa imagen no solo la ubica en un tiempo político nítido, sino que también anticipa la forma que ha tenido de concebir el ejercicio público: una mezcla de convicción y mesura.

Su biografía, marcada por una fractura histórica encarnada -la dictadura no como relato aprendido, sino como experiencia vivida- la sitúa en un lugar particular. Hija de una izquierda que conoció el costo real de la confrontación, parece haber aprendido que el ejercicio del poder exige algo más que la afirmación entusiasta de los ideales. Exige soportar la incomodidad de lo posible.

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Hay en ella una inteligencia política poco estridente, una forma de actuar que se apoya más en lo que argumenta que en lo que proclama. Quizás por eso -como ocurre con ciertos personajes- su figura produce adhesiones templadas, pero también una forma difusa de recelo. Su cordialidad pública, correcta y precisa, parece esconder, a ratos, una incomodidad con el exceso, con el histrionismo, con el narcisismo tan frecuente en la política actual. No seduce por la vía de la identificación inmediata; persuade desde la restricción.

Pero ese estilo tiene costos. En una época en que la política se performatiza y se consume como espectáculo emocional, su tono reflexivo y su prudencia retórica pueden parecer distantes, incluso fríos. La fuerza que transmite no es la de la arenga, sino la de la advertencia. Tohá no ofrece certezas sobre lo que hay que hacer, pero sí parece tener claro lo que no puede repetirse. No es una ideóloga, pero tampoco una pragmática vacía: es una mujer que ha aprendido -a veces a golpes- que gobernar es más un ejercicio de límites que de promesas.

Como figura política, Carolina Tohá es el intento -poco común en estos tiempos- de no quedar atrapada ni en la nostalgia de lo que se logró, ni en la fascinación por lo que se promete. No se embriaga con el poder, pero tampoco lo niega. Tal vez por eso ejerce la autoridad con cierto pudor. Sabe, como lo advirtió Lacan, que no solo está loco quien se cree rey, sino también el rey que se lo cree. Por eso no se engaña: -o al menos intuye- que el poder no es más que un semblante.

No es, como se diría hoy, una oferta electoral particularmente magnética. Pero esa ausencia de magnetismo inmediato, esa negativa a entregarse al goce del espectáculo, es tal vez lo que, en el fondo, la vuelve valiosa.

Es la única de las candidaturas que ha ocupado roles protagónicos en los gobiernos de la Concertación, la Nueva Mayoría y la actual coalición. No llega desde fuera a juzgar ese recorrido: forma parte de todos esos esfuerzos. Y lo hace sin nostalgias, al menos ella, como quien conoce las luces y sombras de cada momento, pero no por ello renuncia a seguir interviniendo en lo común

Más que una figura que representa el pasado, parece encarnar una forma de atravesarlo sin quedar atrapada en él.

JAIME MULET O EL ARTE DE PERDER GANANDO

En toda primaria hay ganadores y perdedores. Pero también están aquellos que, sin aspirar realmente a la victoria, logran lo más difícil: salir mejor posicionados de lo que entraron. Jaime Mulet -abogado, exDC, fundador de partidos pequeños como el Regionalista Verde Social- es, sin duda, uno de ellos.

No ganará la primaria oficialista, y probablemente tampoco la dispute con fervor. Pero su sola presencia le otorga una visibilidad que pocos anticiparon y que muchos subestimaron. Su candidatura parece menor, no invoca la épica del pasado ni la ansiedad del porvenir, pero lo suyo es otra cosa: la persistencia paciente de quien ha hecho del margen su lugar, y de la sobrevida política, una habilidad.

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Mulet ha estado en casi todo sin estar del todo en nada. Porque si algo ha aprendido -y no sin mérito- es que, en tiempos de volatilidad ideológica, la coherencia no siempre es una virtud, y la persistencia, bien administrada, puede confundirse con convicción. Su trayectoria así lo demuestra: desde sus inicios en la Democracia Cristiana, pasando por la promoción de candidaturas independientes, hasta convertirse hoy en el abanderado de la Federación Regionalista Verde Social. Ha recorrido el mapa político con la soltura de quien no se inmuta ante los desplazamientos, sino que los convierte en método.

Su candidatura no es programática ni simbólica, es funcional. Su lógica es otra: ocupar un lugar en la escena política para asegurar que la voz del regionalismo no desaparezca del todo. Como si comprendiera, mejor que muchos, que el juego político no es solo de mayorías, sino también de relevancias relativas.

Por lo mismo, su figura no incomoda. Nadie discute su presencia. Nadie teme su avance. Nadie, tampoco, espera demasiado de él. Y eso, paradójicamente, le otorga un poder silencioso: el de ser necesario, aunque prescindible. El de garantizar que la primaria oficialista no esté compuesta solo por rostros nuevos, capitalinos y previsibles. Incluso su nombre parece haber contribuido a asegurar, sin mayores complicaciones, una cuota paritaria de apellidos.

Donde algunos buscan liderar, él parece simplemente querer estar. Ser parte.

No hay épica en su candidatura. Tampoco un cálculo desmesurado. Lo que hay es algo menos vistoso, pero igual de efectivo: la conciencia de que, en política, a veces se pierde ganando. Y que el aplauso no siempre es para el primero en llegar, sino para el último que logra quedarse. Porque siempre aparece donde hay un resquicio, un intersticio, un espacio abierto entre fuerzas más grandes.

Lo suyo no es la política de las grandes declaraciones, sino la de las pequeñas ubicaciones. No busca incendiar el tablero, apenas asegurarse un rincón en él. Y quizás ahí radique su verdadera astucia: en saber que el poder no siempre está en el centro del escenario, sino en los bordes donde nadie mira, pero todo pasa.

Y aunque llegue último habrá ganado. Porque en política -como en el ajedrez- sobrevive, a veces, quien no amenaza, pero tampoco se deja comer. Mulet ha entendido eso. Lo ha practicado. Y en estas primarias vuelve a demostrarlo: no ganará la nominación, pero su nombre ya está en la boleta. Y con eso, ya ha avanzado más que muchos.

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