
La contaminación informativa está socavando el progreso climático
La devastación causada por las inundaciones repentinas de 2024 en Valencia, España, fue tan surrealista que algunas imágenes suscitaron un debate global sobre su autenticidad. En una época en la que la tecnología de IA puede producir falsificaciones hiperrealistas, las imágenes que mostraban coches apilados desordenadamente unos encima de otros en calles estrechas y llenas de barro parecían demasiado impactantes para ser ciertas. Trágicamente, estas imágenes eran demasiado reales.
Durante años, los activistas climáticos creían que, una vez que el impacto directo del cambio climático se hiciera innegable -no solo en el Sur Global, sino en todas partes-, la presión popular para una acción política y empresarial aumentaría.
Y, de hecho, las encuestas muestran un apoyo público abrumador de medidas climáticas audaces. Pero ahora que ha llegado este momento tan anticipado, ha surgido un reto igualmente urgente: el ecosistema de información del que dependemos para entender el mundo se ha contaminado peligrosamente.
La metáfora de la contaminación es adecuada porque capta la naturaleza caótica y tóxica del panorama informativo actual, controlado por un puñado de empresas poderosas que mercantilizan la atención e inundan nuestros feeds con “basura de IA” -contenidos de baja calidad generados por máquinas y diseñados para engañar, distraer y distorsionar.
En ninguna parte esto es más evidente que en el debate sobre el cambio climático. Aunque la desinformación sobre el clima ha sido motivo de preocupación durante mucho tiempo, a menudo mutando en teorías lisa y llanamente conspirativas, la situación se ha deteriorado hasta tal punto que el término “desinformación” ya no refleja la magnitud, la complejidad o la urgencia de la amenaza, y mucho menos apunta a posibles soluciones.
Se suele decir que las tecnologías necesarias para combatir el cambio climático ya existen, y que lo que falta es la voluntad política para implementarlas. Pero, si bien la tecnología se puede vender como la clave para resolver la crisis, también se la está utilizando para frenar el impulso necesario para hacerle frente.
Los oligarcas tecnológicos, con profundos vínculos gubernamentales e intereses financieros creados, controlan las plataformas que conforman la opinión pública -desde X (antes Twitter), de Elon Musk, hasta el Washington Post, de Jeff Bezos-, lo que les permite influir no solo en la política ambiental, sino también en lo que se dice sobre ella.
A medida que la IA acelera la crisis global de información, los problemas climáticos se ven cada vez más envueltos en guerras culturales. Esto se ve alimentado aún más por los intermediarios de datos que utilizan las opiniones de los usuarios sobre el cambio climático como indicadores de identidad política, reforzando así las cámaras de resonancia y profundizando la polarización para vender publicidad dirigida.
Durante la temporada de huracanes de 2024 en el Atlántico, los contenidos generados por los usuarios en Instagram y TikTok pasaron de documentar la destrucción a amplificar las teorías conspirativas sobre la manipulación del clima y los proyectos secretos de geoingeniería, atizando el miedo y desestabilizando un entorno informativo ya de por sí frágil.
Una dinámica similar se produjo durante los recientes apagones en España y Portugal, donde las narrativas engañosas que culpaban a las fuentes de energía renovables se propagaron rápidamente antes de que alguna investigación oficial pudiera determinar la causa. Estos rumores a menudo derivan en amenazas y acoso a científicos y activistas, lo que genera un efecto disuasorio en la investigación y la defensa de los derechos humanos, incluso cuando el apoyo público a la acción climática sigue siendo sólido.
Sin duda, la retórica contraria a la acción climática procede de una minoría ruidosa. Pero está siendo amplificada por un entorno mediático que se nutre de la indignación. Peor aún, la convergencia de intereses entre los ideólogos de extrema derecha, las Grandes Tecnológicas y las Grandes Petroleras -que se benefician del caos climático, la contaminación de la información y la inestabilidad política- está contribuyendo al auge de la “tecnología sucia” y acelerando la erosión de la democracia y del estado de derecho.
En Estados Unidos, la creciente proximidad del sector tecnológico a la política de extrema derecha ha puesto de relieve el papel de las plataformas que configuran el discurso público y, por extensión, el futuro de la acción climática. Los grupos de la sociedad civil que se centran en los derechos digitales y la defensa democrática llevan años lidiando con estas cuestiones. Sin embargo, al igual que los microplásticos, el problema se ha fragmentado en innumerables trozos más pequeños, lo que lo hace mucho más difícil de contener.
Con el poder concentrado en manos de quienes se benefician de la contaminación informativa, puede parecer que nos encontramos en un callejón sin salida. Pero por muy desorientador que sea el ecosistema actual de las redes sociales, las fuentes -al igual que las de la contaminación ambiental- pueden identificarse, lo que permite exigir responsabilidades.
La nueva normativa digital europea, que incluye legislación reciente sobre servicios digitales, competencia, protección de datos e inteligencia artificial, así como la reciente propuesta de un “Escudo Europeo de la Democracia" para contrarrestar la interferencia informativa extranjera, son primeros pasos vitales para abordar los efectos sistémicos de la desinformación y el impacto de los modelos de negocios de las Grandes Tecnológicas en el debate público.
Sin embargo, aún está por verse la eficacia de estas normativas y, dado que su aplicación se detiene actualmente en las fronteras de Europa, es necesario adoptar nuevas medidas. La desmonetización de la desinformación climática y la aplicación del principio de “quien contamina paga” al ámbito digital podrían ayudar a responsabilizar a las empresas tecnológicas y a los anunciantes del daño que infligen al ecosistema de la información climática.
Proteger la libertad de expresión significa defender tanto el derecho a hablar libremente como el derecho a recibir información veraz y no distorsionada. Si no confrontamos la contaminación informativa, corremos el riesgo no solo de frenar el progreso climático, sino de revertirlo por completo.
Dicho esto, la buena información no se impone por sí sola. Quienes luchan contra el cambio climático y se oponen a soluciones tecnológicas especulativas como la geoingeniería ya no pueden confiar únicamente en llegar a un público más amplio o en refinar su mensaje.
En su lugar, los activistas climáticos deben aunar fuerzas con los defensores de la democracia digital para desafiar los modelos de negocios basados en algoritmos que alimentan la doble crisis del colapso climático y la contaminación informativa. Las plenas consecuencias de estas crisis convergentes recién están saliendo a la luz, pero si no se actúa de forma concertada, el futuro está escrito.
Esta columna es parte del Project Syndicate, 2025 (Copyright).
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