
Insistamos con el laicismo
Con motivo de cumplirse 100 años de la separación entre Iglesia y Estado en nuestro país –separación ratificada en la Constitución de 1925– y cuya conmemoración ha sido hasta ahora demasiado tibia en nuestros medios, quiero redactar unas palabras en esta columna.
Pido excusas si repito ideas ya sabidas y, sobre todo, ideas que he expresado yo mismo en varias otras ocasiones (incluso en este medio). Pero en esto me apoyo en Voltaire, quien cuando le reprochaban que se repetía respondía: “Me repetiré hasta que me entiendan”. Con la obligada humildad que debo mostrar ante este ilustrado pensador, debo decir que mis reiteraciones no serán tan afortunadas como las suyas aunque sin duda son igual de necesarias.
A un siglo de establecido este principio constitucional y redefinido nuestro Estado chileno como laico, neutral en materia religiosa (sin religión oficial) y aconfesional (garante de la libertad de culto), se debe reconocer que todavía no se cumple cabalmente con esto. Reglamentariamente aún, las sesiones del Congreso nacional se abren “en nombre de Dios”. Y nuestras autoridades políticas van puntualmente y en su calidad de tales, en el mes de septiembre, a los Te Deum organizados por las Iglesias.
Por otro lado, la avasalladora vocación política de las Iglesias católica y evangélica –manifestada en la intromisión constante de obispos y pastores en las cuestiones cívicas– no cesa. Un ejemplo reciente lo encontramos en los encendidos discursos de Chomalí contra el proyecto gubernamental de aborto legal, que hace en representación de la Iglesia católica (por último, a título personal podría aceptarse que lo hiciera… como un ciudadano cualquiera).
Esta permanente injerencia eclesial en los asuntos públicos reproduce –a un siglo de distancia– la porfiada actitud de quien fuera arzobispo en tiempos de Alessandri Palma, de quien se cuenta que habría expresado tercamente: “El Estado se separa de la Iglesia, pero la Iglesia jamás se separa del Estado”.
Asumir la doctrina del laicismo en nuestra sociedad –como es muy necesario que lo hagamos de una vez por todas– no implica solamente limitar la práctica religiosa a los lugares de culto y a los hogares de los creyentes, avalando las creencias devotas como un derecho de cada cual pero no como un deber de todos, sino levantar una filosofía sobre la naturaleza del poder del Estado. Y, principalmente, en el terreno de la educación.
El Estado debe cautelar la educación laica no solo en los liceos públicos, sino en todo tipo de establecimientos educacionales. La enseñanza no es solo un asunto que incumba al estudiante y su familia, sino que tiene efectos en la convivencia social por muy privado que sea el centro en que se imparta.
Independientemente de la instrucción religiosa o ideológica que los padres quieran dar a sus hijos (siempre que no vaya contra leyes y principios constitucionales), el Estado debe garantizar la enseñanza a todos los niños y adolescentes de un temario curricular que asegure los principios laicistas, temario que debe enseñarse en colegios públicos, subvencionados y privados, y que incentive a alumnos y alumnas a distinguir entre hechos y creencias, a examinar y debatir todas las convicciones, a pensar libremente sin temor a lo desconocido, a rechazar dogmas irracionales frente a evidencias científicas, a asumir un compromiso pleno con la verdad, la solidaridad, la libertad y la responsabilidad.
El laicismo, también, está contra toda tiranía o dictadura. Para esta corriente de pensamiento lo sagrado es el ser humano y sus derechos fundamentales que siempre deben respetarse.
El laicismo es la salvaguardia del pluralismo en la democracia. Al contrario de las religiones organizadas cuyo propósito es formar feligreses, el Estado laico debe ocuparse por formar ciudadanos. Y velar porque todo ciudadano sea libre de elegir lo que desee creer o no creer en relación con su vida espiritual y que, por ello, no sea discriminado ni social, ni laboral, ni política ni culturalmente.