
La moderación en los tiempos de crisis
Desde el fracaso del primer proceso constitucional, distintas vocerías han intentado instalar que Chile ha vuelto a optar por el camino de la moderación y abandonado definitivamente las aventuras refundacionales.
El concepto de moderación pareciera además haberse posicionado como un pilar central en la narrativa que rodea las elecciones presidenciales de este año, con varias candidaturas compitiendo por representar ese renovado sentido común en torno al cual se agruparía la mayoría del país.
Tampoco es primera vez que la moderación hace su aparición estelar en una contienda electoral. De hecho, fue uno de los grandes argumentos esgrimidos para justificar la separación del oficialismo en dos listas de cara a la elección de consejerías constitucionales de 2023, con los resultados ya conocidos.
A pesar de que hay varios elementos que aparentemente favorecen a este concepto, quizás el error detrás de estas narrativas sea el estar asimilando el pragmatismo y rechazo hacia los extremos ideológicos instalados en la ciudadanía chilena con una moderación entendida como un giro hacia el centro político, con todo el peso simbólico que eso conlleva.
Son pocos los estudios actualmente disponibles que indaguen en el nuevo panorama electoral chileno tras la introducción del voto obligatorio. No obstante, a finales de 2024 la Fundación Nodo XXI lanzó un estudio original explorando la relación entre los nuevos votantes de sectores populares -sector social mayoritario dentro de los nuevos votantes- y la política, titulado “Ganar sin perder: El pragmatismo político de las y los nuevos votantes de sectores populares en Chile”.
A partir de dicho informe, el Chile actual podría describirse como un país decepcionado. Los procesos constitucionales supusieron una inversión de tiempo, recursos y esperanzas que finalmente no decantaron ni en una nueva constitución ni en soluciones concretas a las múltiples precariedades materiales a las que se enfrenta el grueso de la población.
A lo anterior se suman el aumento en los costos de la vida, los múltiples coletazos de la pandemia, la crisis de seguridad y una economía que simplemente no ofrece suficientes empleos y oportunidades, eso sin mencionar la perpetuación de las muchas desigualdades que desde siempre han caracterizado a Chile.
El resultado es una sensación colectiva de frustración y de que el país se encuentra en una situación de desorden y empantanamiento, lo anterior además potenciado con una renovada hostilidad hacia todo lo que huela a política institucional.
En dicho contexto, es correcto afirmar que el país no está disponible para nuevas aventuras “refundacionales” que pongan en peligro las pocas o no tan pocas conquistas materiales alcanzadas por las personas y sus familias. Por el contrario, la baja identificación ideológica evidenciada en prácticamente todos los sondeos nacionales tiene su asidero en un pragmatismo popular que prioriza soluciones concretas -por sobre todo- en la dimensión material de la vida, independiente del color político de la administración de turno.
No obstante, contrario al discurso gradualista y de carácter centrista que está primando de cara a las elecciones presidenciales, el pragmatismo propio de los votantes chilenos se traduce más bien en demandas por reformas profundas, que permitan resolver problemas identificados como urgentes en materia de seguridad social, seguridad pública, economía, infancia y pensiones.
A lo anterior se suma un rechazo persistente entre el electorado a todo lo que se asimile a la política tradicional. A pesar de que existe una demanda por candidaturas con experiencia y con capacidades para cumplir sus promesas de campaña, de igual forma subsiste un sentido común en el cual el político tradicional se asocia con decepciones pasadas o malas prácticas.
Varias conclusiones pueden extraerse en base a este escenario de cara a las elecciones presidenciales. Quizás un primer paso sea cuestionar la asimilación hoy presente en varias narrativas electorales entre pragmatismo y moderación. El escenario post fracasos constitucionales, marcado además por la introducción del voto obligatorio y por una crisis que se expresa en varias dimensiones, requiere un esfuerzo mayor por entender las prioridades y sentidos comunes presentes en el electorado chileno.
En esa dirección, una apuesta basada en un discurso moderado, gradualista y sustentado en soluciones identificadas como insuficientes, puede no terminar haciendo sentido entre el nuevo electorado chileno, más cuando quienes promueven dichos discursos son percibidos como parte de la política tradicional.
Por otro lado, la demanda por soluciones visibles en la dimensión material de la vida supone además un ejercicio complejo y desafiante para la izquierda. Las fuerzas progresistas deberán saber balancear un programa que continúe la senda del crecimiento económico - con el objetivo consciente de estimular el empleo formal, sobre todo para las mujeres- con una agenda que permita avanzar en reformas orientadas a fortalecer la seguridad social y combatir la desigualdad socioeconómica que todavía persiste en el país.
Consecuentemente, de manera responsable el progresismo tiene la tarea de ofrecer al país un programa de desarrollo económico y social propio que se presente como alternativa al camino de austeridad fiscal y recortes en el gasto social promovidos por los candidatos de derecha, inspirados en la reciente experiencia argentina a la que saludan y felicitan como si el empobrecimiento de dicha población a niveles extremos fuera un dato irrelevante.
En resumen, hay elementos para plantear dudas de que la mera moderación, despojada de un programa de reformas profundas, sea el camino para conectar con el nuevo votante chileno, menos ante opciones más radicales que expresan de mejor manera el sentido de urgencia, renovación y rechazo hacia la política tradicional que hoy parecieran determinar el escenario electoral.