
¿De qué hablamos cuando decimos que el poder corrompe?
El poder se asocia con los políticos, quienes suelen ser muy mal evaluados porque buena parte de ellos -movidos por sus propios intereses y los de quienes los respaldan-, utilizan a la gente para que les den su voto, desconociendo después tanto las necesidades de sus votantes, como todas las promesas que hicieron durante la campaña.
La corrupción puede surgir cuando, en favor del beneficio personal, se desdibuja la función de servicio a quien otorgó ese poder: los votantes.
Pero el poder, y su posible deriva hacia la corrupción, impregna a TODA relación, y acompaña -por decirlo así- a todas las acciones de la vida diaria. Por ejemplo, cuando usted lee este texto, hay poder: usted podría ser influido por lo que yo planteo.
Una dimensión mental del poder
Consideremos “el poder” como una variable presente en la relación entre dos figuras (sean personas o grupos) y consiste en la posibilidad de que una influya sobre la otra. Influencia que opera al menos en el ámbito de los sentimientos y de las conductas, es decir que una figura afecta el estado mental de la otra figura, de manera muy dinámica. Además, porque una figura (que llamaremos 1) influye sobre otra (2), esa otra, sea cual sea su respuesta, influye a su vez sobre (1).
Me centraré en los aspectos inconscientes de quien ostenta el poder, o sea aquéllos de los que solemos no darnos cuenta y que operan permanentemente. En esa línea, cada persona parece tener su propia “configuración interna” sobre la relación entre sí misma y los demás; algo así como softwares: el programa relación de pareja, relación con un jefe, etc.; programas creados desde una suerte de pre-formato que traemos del nacimiento y que se completa con las primeras experiencias con la madre o con quien desempeñe ese rol.
Estos programas se actualizan permanentemente según lo que vamos viviendo. Si ahora, le digo “lea este artículo”, ocurriría que por debajo (inconscientemente) “corre” en usted algo así como el programa “tengo que leer”, evocando sin darse cuenta lo que sintió cuando la mamá o el papá le dio una orden similar, pudiendo haberse configurado en usted el aceptar automáticamente, por ejemplo, o podría sentir que tiene que someterse, acatar o rebelarse.
Uno de estos registros lo denominamos Narcisista (Narciso se ve sólo a sí mismo dado que se enamora de su rostro reflejado en el agua), por lo que el conflicto surgiría cuando no haces lo que espero que hagas, porque evidencia que eres otra persona, y me frustro porque te opones a lo que yo deseo.
Aquí la variable “poder” (cómo influir uno en el otro), puede llevar a que, en un extremo, quiera obligarte a cumplir mi deseo (autoritarismo) o, en el otro extremo, hagamos lo que tú digas (yo me someto a ti), pero entre ambos extremos hay una amplia gama de alternativas. Aquí estaría el “ejercicio del poder”: cómo persuadir al otro para satisfacer el deseo propio.
Por lo tanto, detrás de la realidad, en forma silente, se ejecutaría al menos este software o “programa” del narcisismo. La corrupción entra -por decirlo así- cuando en el ejercicio del poder prima la satisfacción personal desconociendo al otro y, aún, transgrediendo normas mínimas de respeto por esa otra figura.
¿Y qué podemos hacer?
En la actualidad parece primar el narcisismo, fomentado por las redes sociales y sus algoritmos que generan el llamado “sesgo de confirmación” (las personas reciben datos que respaldan sus puntos de vista) lo que puede estimular a imponer a los demás las propias ideas, facilitando la polarización, debido a la seductora gratificación de sentirse superior.
Quizá podríamos evitar que entre en escena la corrupción si abrimos el espacio para conversar sobre el poder, como seres civilizados que también somos, permitiéndonos pensar que estamos ante un semejante más que un “diferente-contrincante-adversario-enemigo”. Para ello, también habría que acordar poner “en pausa” el deseo de ambos de someter el uno al otro.
Un problema mayor ocurre cuando surgen y se organizan grupos de personas unidas por las intensas y aparentemente irrenunciables (¿adictivas?) gratificaciones narcisistas que otorga el ejercicio del poder, problema que por ahora sólo dejaremos enunciado.
Un intento de respuesta
“¿De qué hablamos cuando decimos que el poder corrompe?” No es “el poder” el que corrompe, sino que se corrompe quien ostenta el poder cuando busca gratificar su narcisismo al punto que el otro pierde valor, llegando incluso a despreciarlo, dejando de respetar sus derechos, su autonomía, sin importar la transgresión de la ley.