
Chile: La política del desencanto y la nostalgia sin futuro
Carolina Tohá ha tomado la posta. Con la negativa de Michelle Bachelet a candidatearse, la exalcaldesa de Santiago y exministra del Interior asume como abanderada de un oficialismo que parece navegar sin brújula en aguas cada vez más turbulentas.
Su lanzamiento, sin embargo, no despierta entusiasmos, sino preguntas incómodas: ¿Cómo una figura con un 70% de rechazo (según CADEM) y un ministerio cuestionado por el alza de homicidios pretende liderar un país que clama seguridad y esperanza?
¿Qué agenda puede ofrecer una candidata cuyo propio gobierno la mira con frialdad, como lo demuestran las ambiguas declaraciones de la ministra Antonia Orellana, quien, tras desearle “lo mejor”, dejó claro que la lealtad en la coalición es un bien escaso? Tohá encarna el peor pecado de la política chilena actual: la incapacidad de leer el malestar.
Mientras ella insiste en minimizar los problemas -como si el aumento de asaltos, el narcotráfico y la sensación de desprotección fueran ilusiones ópticas-, la ciudadanía vive realidades que ningún discurso puede maquillar.
Pero el suyo no es el único proyecto en crisis. A la izquierda del oficialismo, el Frente Amplio y el Partido Comunista (PC) se debaten entre la lealtad a un gobierno y la tentación de lanzar sus propias candidaturas. En el PC, las facciones se reparten entre Daniel Jadue -exalcalde de Recoleta, símbolo de una izquierda municipal que prometió cambios y terminó enredada en polémicas- y Jannette Jara, ministra que intenta capitalizar el descontento sin ofrecer una alternativa clara.
Mientras, el Frente Amplio, otrora adalid de la renovación, hoy parece más ocupado en disputas internas que en construir un relato convincente. La pregunta es inevitable: ¿Puede una izquierda fragmentada y sin ideas nuevas representar a quienes exigen justicia social, en un país aún marcado por las heridas del estallido?
En la derecha, el panorama no es más alentador. Evelyn Matthei, con su candidatura lanzada en el Teatro Oriente entre rostros del piñerismo sin Piñera, ofrece un menú de lugares comunes: más cárceles en el desierto, expulsión masiva de migrantes, reducción del gasto público y una defensa del libre mercado que sus propios aliados contradicen al pactar con grandes empresarios.
Su campaña, dirigida por el historiador Juan Luis Ossa, parece una colección de recortes de periódicos de los 90: seguridad, permisología, listas de espera. Nada sobre cómo enfrentar la desigualdad estructural, la crisis climática o el colapso de los servicios públicos. Matthei, estancada en las encuestas, encarna una derecha que no ha entendido -o no quiere entender- que el Chile del “orden y progreso” murió en octubre de 2019.
Detrás de ella desfilan nombres como Gloria Hutt, la ministra que se negó a congelar las tarifas del transporte antes de la revuelta, o Karla Rubilar, símbolo de una tecnocracia desconectada de las urgencias populares. Es la misma élite que, ante la protesta social, respondió con represión y luego con un plebiscito constitucional que terminó en derrota.
¿Y las otras derechas? José Antonio Kast y Johannes Kaiser repiten el libreto monotemático de la seguridad, como si bastara con más policías y menos garantías para resolver problemas complejos. Sus propuestas son eslóganes, no programas; sus equipos, una incógnita.
Mientras, en regiones como Coquimbo -mi “hogar” en la actualidad-, miles viven en ciudades sin infraestructura digna, con hospitales colapsados, transporte público deficiente, cesantía, sin industria, y calles sin pavimentar. La política nacional, obsesionada con el eje Santiago-Valparaíso, parece olvidar que Chile existe más allá de la Ruta 5.
En este escenario desolador, la ciudadanía se enfrenta a una elección sin opciones transformadoras. Tohá, Matthei, Jadue, Jara: todos representan, en mayor o menor medida, las lógicas de un sistema que gira en círculos.
La centroizquierda apela a la nostalgia de los gobiernos de la Concertación, pero sin Bachelet ni Lagos, sin relato ni credibilidad. La derecha revive el gremialismo de los 70 y 80, pero sin Jaime Guzmán ni un proyecto país. Y la izquierda radical, que hace cinco años encendió las calles, hoy se consume en disputas internas y candidaturas testimoniales.
El problema de fondo es la desconexión entre las élites políticas y la vida cotidiana de los chilenos. Mientras Tohá habla de seguridad sin asumir su responsabilidad ministerial, Matthei promete cárceles en el desierto como si el hacinamiento carcelario se resolviera con cemento en vez de políticas de reinserción.
Mientras el PC debate si apoyar a Jadue o Jara, en Recoleta los vecinos sufren la misma falta de inversión que en cualquier comuna pobre. Y mientras los think tanks diseñan campañas en oficinas de Santiago, en Coquimbo seguimos esperando que el Estado llegue con soluciones reales, no con promesas.
Chile está atrapado en un laberinto de mediocridad. Los candidatos actuales no son líderes, sino administradores de crisis; no ofrecen futuro, sino versiones edulcoradas del pasado. Y en medio de esta parálisis, el malestar crece. Porque la gente no pide cárceles más grandes ni discursos sobre “eficiencia”: pide dignidad, seguridad en sus barrios, salud oportuna, educación que no endeude. Pide, en definitiva, que la política deje de ser un teatro de sombras y se convierta en herramienta de cambio.
La elección de 2025 podría ser un punto de inflexión, pero hoy parece más bien un ritual sin sentido. Sin ideas audaces, sin autocrítica, sin líderes capaces de escuchar más allá de sus círculos, Chile seguirá navegando sin rumbo. Y mientras tanto, en las regiones, en las poblaciones, en las plazas vacías de un país cansado, la pregunta seguirá flotando: ¿Cuándo llegará la política que necesitamos?