La “falta” de ética de los académicos: ¿Qué hago yo para cambiar las cosas?
La ética, entendida en un sentido profundo y filosófico, trasciende el cumplimiento de normas o regulaciones institucionales. Siguiendo la inspiración del filósofo lituano Emmanuel Lévinas, se concibe como un imperativo de responsabilidad hacia el otro, particularmente en un mundo que enfrenta desafíos apremiantes como el cambio climático, la desigualdad y el uso desenfrenado de la tecnología.
Esta perspectiva nos invita a reconsiderar qué significa ser un académico y, sobre todo, cómo encarnamos nuestra labor en una era en la que la pregunta por el impacto social de nuestras investigaciones es ineludible.
Durante las presentaciones en ciertos foros académicos, a menudo se señala con razón el papel del Estado y de las corporaciones como agentes de cambio en la sociedad. Sin embargo, resulta alarmante que el rol del investigador académico, no solo como un productor de conocimiento, sino como un actor social, sea frecuentemente eclipsado, creo, por él mismo.
Esta omisión plantea una paradoja: quienes tienen las herramientas para comprender problemas complejos rara vez se posicionan –por pereza o conformismo –como responsables de transformarlos más allá del ámbito de sus disciplinas específicas, o bien, son incapaces de idear los medios para tal propósito.
La academia no es un espacio precario ni desvinculado del tejido social. Por el contrario, su plataforma cuenta con un potencial extraordinario para incidir en los cambios que nuestra época demanda.
Pero ese impacto no se activa automáticamente ni se garantiza por la mera calidad o rigor del conocimiento producido, ni usando los recursos de comunicación convencionales, requiere un ejercicio deliberado de reflexión ética, el cual implique repensar los métodos y las formas en que comunicamos y difundimos nuestras ideas, asegurándonos de que lleguen más allá del círculo académico. Esta tarea es colectiva, pero no puede eludir la dimensión personal e íntima de preguntarse: "¿Qué estoy haciendo yo para cambiar las cosas?"
La pregunta ética formulada por Levinas, centrada en la responsabilidad hacia el otro, puede ser un punto de partida transformador, porque asume que no basta con señalar qué está mal; también exige tomar acción. Y es que en la praxis académica, esta pregunta parece sustituirse por otras más funcionales y normativas, como "¿Cómo optimizo mi producción científica?", "¿Cómo garantizo mi posición en el sistema académico?" o "¿Cómo aumento mi impacto medible?".
Si bien estas inquietudes responden a las lógicas sistémicas del ámbito académico, resultan insuficientes ante las crisis actuales, donde la relación entre conocimiento, acción y responsabilidad ética debe reconfigurarse con miras a la construcción de sociedades y civilizaciones cuyos ciudadanos sean conscientes de su proyecto, contribuyendo con su genio a optimizarlo y sacarlo adelante.
Este déficit ético implica un costo de oportunidad monumental. En lugar de ser catalizadores del cambio, muchos académicos se conforman con convertirse en engranajes de un sistema académico global que reproduce estructuras preexistentes. Peor aún, algunas veces el academicismo actúa como un escudo, separando la generación del conocimiento de su responsabilidad hacia las realidades que dicho conocimiento aborda.
Si bien el rigor es indispensable, no debe divorciarse de un ethos que entienda al investigador como alguien que responde no solo a preguntas epistemológicas o metafísicas, por ejemplo, sino también a las exigencias de una humanidad doliente y en transformación.
Me gusta salvar el impacto que han tenido figuras como Ayn Rand o –recientemente –Éric Sadin, cuya obra y estilo controversial, alejados de los círculos académicos tradicionales, han trascendido el ámbito filosófico especializado para convertirse en referencias culturales y mediáticas. Mientras algunos filósofos que han dedicado toda su vida a seguir los estándares establecidos permanecen en un estrecho redil de especialistas, estas figuras logran resonar ampliamente en la sociedad.
De todos modos, para ser rupturista, no hace falta el gesto provocador o el exilio académico, ya que también es posible hacerlo siendo respetuoso e ingenioso, operando dentro de los mismos circuitos y lógicas sistémico-institucionales que regulan la promoción de las ideas (Chomsky y Foucault fueron ejemplos extraordinarios de su tiempo).
El desafío, entonces, es doble. Por un lado, requiere un acto de introspección personal, que examine cómo cada académico, como individuo, contribuye a moldear las condiciones que perpetúan o cuestionan las problemáticas sociales, tecnológicas y ambientales de nuestra época.
Por otro lado, exige una reconfiguración institucional, donde las universidades y los centros de investigación promuevan una agenda que integre explícitamente los valores éticos y el compromiso social –sincero y no tan solo formal– como pilares inseparables de su misión.