La retórica nuestra de cada día: El arte de apreciar su belleza y resistir sus engaños
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La retórica nuestra de cada día: El arte de apreciar su belleza y resistir sus engaños

Por: Rogelio Rodríguez | 22.12.2024
En los espacios de polarización ideológica, dogmatismo, fanatismo, incertidumbres vitales y relativismos de toda laya que nos circundan hay un ejemplo del uso retórico discursivo que escuchamos frecuentemente y que debe alertarnos para estar en guardia frente a las posibles trampas del lenguaje.

Recuerdo que mi maestro y amigo, el filósofo Juan Rivano, decía que nuestro país era una nación retórica. La mayoría de las cosas, en nuestros ambientes sociales, se resuelven en discursos que -bien construidos, construidos a medias o mal facturados- buscan convencer, persuadir, lograr adeptos.

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Nada ha cambiado desde que Rivano venía a echar sus vistazos a Chile (exiliado por la dictadura, estaba radicado en Suecia y en esas frías tierras falleció hace ya nueve años). Hoy, como ayer, escuchamos o leemos todos los días proclamas, notificaciones, vocerías -a través de los medios- pronunciados por figuras de la política, de la jurisprudencia, de la empresa, del comercio, de las fuerzas del orden y la seguridad, de las comunicaciones, de la cultura y del deporte, construcciones orales que nos agradan por la estructuración de las razones, o nos chocan por su tosca o débil armazón argumental. Escuchamos, vemos o leemos a una cantidad de tribunos apelando a los denominados recursos de la retórica.

¿Qué es la retórica? Una disciplina que tiene que ver con las palabras habladas o escritas. Es el arte del bien decir, de imponerse sobre una audiencia por como se expresa el contenido. Ya lo dice Aristóteles en su tratado de la Retórica, escrito en el siglo IV a.C.: “Puede definirse como la capacidad de aplicar en cualquier caso los medios disponibles de persuasión”. Ciertamente, el mismo Aristóteles se adelanta a precisar que, de los medios que se emplean para persuadir, no todos pertenecen a la retórica, sino únicamente los que recurren a la palabra.

De la persuasión que resulta de las palabras hay tres especies, indica el filósofo griego: “La que depende del carácter personal del que habla, la que depende de poner a la audiencia en cierta disposición de espíritu, y la que depende de la prueba, o prueba aparente, que suministra el discurso del orador”.

A partir de esto, Juan Rivano -en un libro que escribió justamente sobre este tema, Retórica para la audiencia (Bravo y Allende Editores)- señalaba que el buen orador, entonces, debe ser experto en tres cosas: “En moral, con vistas a producir la mejor impresión de su carácter ante la audiencia; en psicología, con vistas a identificar y suscitar en su audiencia las emociones adecuadas a la decisión que de ella espera; y en dialéctica (o lógica) con vistas a la verdad o mayor probabilidad de su discurso, construido de acuerdo a los argumentos que el caso requiera”.

La retórica es un arte respetable que se debiera cultivar en orden a saber argumentar sólidamente frente a auditorios. Pero no hay que desconocer el reverso: el empleo innoble de la retórica con el único fin de convencer a un grupo de seguir los intereses del orador.

Rivano escribió su libro para protegernos de los charlatanes retóricos, instruyéndonos en la prueba y las figuras retóricas para conocer de este arte -saber cuándo el discurso es retórico, por qué lo es y cómo- y no padecer desamparadamente sus efectos. Leer esta obra es procurarse un antídoto contra sofismas y discursos tendenciosos o sesgados.

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Un párrafo del libro de Rivano:

“Yo delego el poder en otro y lo pongo a su servicio porque este me convence con sus discursos. Simplificando, siempre hay dos que pugnan por obtener mi partícula de poder. No pugnaran estos dos si sus razones coincidieran; ni pugnaran tampoco si fuera evidente para mí que uno tiene la razón.

Si pugnan es porque yo, mientras pugnan, estoy privado de una percepción así. ¿Qué ocurre, entonces, conmigo si la pugna se decide no por los argumentos de uno de estos dos sino por la forma como les saca brillo y los expone?”.

Ciertamente, en estos tiempos de tanta información y tanta elocuencia que nos asaltan tenemos que aprender de retórica.

Finalizo estas líneas, mostrando que en los espacios de polarización ideológica, dogmatismo, fanatismo, incertidumbres vitales y relativismos de toda laya que nos circundan hay un ejemplo del uso retórico discursivo que escuchamos frecuentemente, y que debe alertarnos para estar en guardia frente a las posibles trampas del lenguaje. Se trata de la actitud retórica que juega con la sobrestimación y la subestimación verbales.

El habla se puede dividir en neutra, eulógica y dislógica. Y así, en esta época de violencia, un hecho como un homicidio puede ser considerado eulógicamente como ajusticiamiento por unos y dislógicamente como asesinato por otros. La privación de libertad de una persona unos lo llaman castigo, otros lo llaman venganza. Tomar con violencia el dinero ajeno unos lo denominan saqueo, otros expropiación. La educación es, para unos, un bien incomparable, la puerta hacia la libertad; para otros no es más que adoctrinamiento, lavado de cerebros.

Así, la propiedad es un derecho, hablando eulógicamente; es un robo, dislógicamente. La religión es una escuela de moral para unos; es el opio de los pueblos para otros. Nunca faltarán razones, entonces, para exaltar de una parte lo que, con razones igual de argumentables, podemos rebajar de la parte contraria. Incluso debiéramos preguntarnos, ante tanto discurso extremo e intolerante que nos embiste cotidianamente, si es posible la utilización del habla neutra.

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¡Ay, la retórica! Nos inunda a través de los medios todos los días. Es hora de aprender a apreciar su belleza, allí donde construye argumentos con solidez, y a resistir sus engaños, allí donde se derrama como solamente verborrea ornamental.