18-O: Los nombres ominosos de la revuelta chilena
La historia muestra con prístina claridad que todo proceso de ruptura está sucedido por un momento de estabilización del discurso. Cuando la ruptura no consigue su cometido, dicha estabilización se da por la vía de una regresión conservadora que se sirve de los medios disponibles para construir retrospectivamente el momento insurreccional como acontecimiento ominoso.
Ocurrió, por ejemplo, cuando los periódicos londinenses de comienzos del XIX retrataron a Ned Ludd, el mítico líder de las primeras revueltas obreras de la industria textil, como un borracho travestido y enajenado mental que llamaba a la desobediencia. Otro caso igualmente señero ocurrió después de la semana sangrienta de la Comuna de París, cuando la clase alta de Versalles encargó al fotógrafo Jules Raudniz el montaje de una muestra que retrataba al periodo de la Comuna como el jolgorio de comuneros vestidos como demonios y arrojados en un espiral de locura.
A punto de cumplirse ya cinco años desde el levantamiento de octubre, Chile hoy vive su propio proceso de estabilización del discurso y construcción retrospectiva de la revuelta como un momento aberrante. El denominado estallido social de 2019 ha pasado a llamarse ‘estallido delictual’, en un intento de acicatear la memoria colectiva y cargarla de un arrepentimiento culposo.
La construcción de relatos negativos, en todo caso, no se agota en los adjetivos endilgados a la revuelta. Las derechas han sabido aprovechar el clima general de desafección política para nutrir el relato con otras narrativas que suministran comprensiones del pasado y que le han permitido a este grupo comparecer como intérpretes preferentes de la historia de Chile.
Después de todo, no es para nada casual la enorme difusión que tuvo Daniel Mansuy durante 2023 y que sirvió para que el escritor pudiese fijar la interpretación epocal del gobierno de la Unidad Popular en el debate público, precisamente en el momento en que se conmemoraban 50 años del golpe de Estado.
Las revueltas son, ante todo, momentos de suspensión histórica; por ello, en tanto eventos suspensivos, deben necesariamente dar paso a una reanudación del decurso político. Andrea Cavalleti observó con agudeza este fenómeno y señaló que “(...) la horda en apariencia incontrolable pronto será normalizada, si en lo más recóndito de la psiquis resiste de todos modos la individualidad social”.
El retorno a la ‘normalidad’, en todo caso, no es sinónimo de la estabilización y reposo de la consciencia. Como nos recuerda Georges Didi-Huberman, el tiempo de la revuelta, el momento insurreccional es “potencia de deseo” y, en tanto tal, persigue un horizonte que nos desborda, pues se alimenta de lo que fue negado en el pasado como también de aquello que se anhela, pero que no se avizora con claridad en el futuro.
El presente deseante de la revuelta es un hiato en la conciencia social (si es que realmente hay algo así como una consciencia social) y lo que a esta sigue es un clima de confusión y aturdimiento. Es por esto que las revueltas siempre han sido acusadas de no tener programa político y de perseguir un pathos de la inmediatez, como agudamente observa Donatella di Cesare.
Es un error asumir, por tanto, que el levantamiento de octubre fue un plan premeditado de delincuencia organizada o una sedición contra el gobierno legítimamente constituido. Ningún plan se puede diseñar en medio de la confusión y el aturdimiento, pues a duras penas el sujeto logra discernir internamente lo que está pasando a su alrededor.
Las derechas han trabajado afanosamente para construir un relato acerca del carácter delictivo del levantamiento de octubre. Debemos leer estas narrativas con sumo cuidado y permitirnos dudar. ¿Qué fue lo que ocurrió realmente en octubre? ¿De dónde provino aquel encono, aquella rabia?
El clima de sugestión que movilizó a la revuelta de octubre no se generó espontáneamente, pues cada quien puso su pequeña cuota personal de frustración al servicio de una tesitura conflictiva. Después de la revuelta y de dos procesos constituyentes fallidos, la cuota de frustración ha crecido en intereses y a nadie parece importarle.
En lugar de prestar tanta atención a la explosión violenta de octubre, deberíamos también prestar atención a la implosión que ocurre cotidianamente en cada sujeto, pues las frustraciones que alguna vez fueron exhibidas en la calle hoy están emplazadas en la intimidad de la vivencia subjetiva del agobio cotidiano.
Si la revuelta de octubre alcanzó una escala considerable de violencia no fue debido a un programa colectivo que apuntara a la violencia, sino a una psique agobiada que cargó de sentimientos antipódicos de rabia y esperanza a la revuelta, como parte del fenómeno de la sugestión.
Esto no es algo novedoso; ya fue observado por Freud hace cien años en el texto ‘Psicología de las masas y análisis del yo’. Y en esa línea cabe preguntarse, ¿dónde y en qué condiciones está hoy la cuota personal de frustración de cada quien? Esa debería ser la pregunta para el 18 de octubre de 2024.