Valientes soldados
Voy a ser muy sincero. La violencia me parece el epítome de la estupidez, la demostración indiscutible de la ausencia de conexiones neuronales. No entiendo que algunos amen la guerra y que en casi todas las ciudades nos encontremos con cientos y cientos de estatuas de personas que dedicaron sus vidas a las conflagraciones.
Toda la razón tenía el poeta y filósofo francés Paul Valéry al decir: “La guerra es una masacre entre personas que no se conocen, en beneficio de personas que sí se conocen, pero que no se masacran”.
La violencia en todas sus formas es un déficit intelectual y, sobre todo, emocional. A veces es transitoria y nos avergonzamos de haber sido atrapados por momentos de ira en los que nos comportamos como idiotas. Por eso algo tonto tiene que haber en pretender “profesionalizar” la violencia mediante ejércitos que compran armas para matarnos con mayor eficiencia.
No en vano, en todas las zagas de El planeta de los simios, desde la clásica, con Charlton Heston, hasta las últimas, los soldados son los “gorilas” y siempre resulta alarmante la distancia entre el cerebro de la Dra. Zira y el del belicoso “Aldo”.
Por algo, cuando Forrest Gump, en la película homónima de Zemeckis en 1994, limpia y arma obsesiva y repetitivamente, sin pensar, un rifle, es felicitado por su superior, quien le dice que ve para él un gran porvenir en el ejército y que llegará a general.
No es menor la idea de la no deliberación y la obediencia debida frente a las órdenes, que es una confesión explícita de que se trata de una institución que premia el no pensar.
En fin, nada más idiota e inmoral que la guerra, en mi opinión. Es una pérdida en vidas, en salud, en felicidad y en dinero. Y nada más absurdo que construir una institución a su servicio y destinarle recursos que podrían tener mejor uso. Nada más peligroso que entregar la fuerza y las armas a un grupo de sujetos que pronto se sienten guardianes superiores de lo que sea.
En Chile de hecho nos cuidaron del marxismo ateo, porque los menos pensantes y más fuertes entre nosotros se sintieron a cargo de todos. Para protegernos del totalitarismo imaginario nos condenaron a más de 16 años de un totalitarismo muy real.
No niego que frente a las agresiones hay que tener medios para defenderse, siempre que no interpretemos ese verbo en el sentido genocida de Netanyahu, por nombrar a alguno de los guerreros de escritorio de nuestra época.
Así que no negaré mi escasa valoración por instituciones que hacen de la violencia su leitmotiv y asumen que la guerra es algo honorable. Menos hoy, cuando los pilotos de aviones envían a distancia bombas que matan niños y civiles. Porque una de las cobardías más inconmensurables de las guerras es que los civiles, niños y mujeres incluidos, superen a los muertos de los propios ejércitos.
Guste o no, los bombardeos a Londres y la destrucción de Dresde, durante la Segunda Guerra Mundial, son actos llenos de cobardía. Lo son también los bombardeos israelíes en Gaza sobre hospitales y escuelas. Y, les guste o no, bombardear La Moneda desde aviones es el colmo de la collonería. Y ordenar el bombardeo es propio de chorompos (por suerte hay sinónimos con matices en el español).
Entrar de a diez sujetos armados con metralletas y llevarse de madrugada y en pijama al jefe de familia para luego torturarlo y lanzarlo al mar, dejando una familia destrozada, era el tipo de actos que hacía especialmente ridículo que se nos obligara a cantar la estrofa de los valientes soldados en los actos cívicos de los colegios durante la dictadura. Imagino que los jóvenes republicanos deben haber cantado a voz en cuello esta estrofa por estos días. Y la deben cantar hoy también.
Pero no quiero ser injusto. Pese a que sigo creyendo que los ejércitos indudablemente han causado muchísimos más males que beneficios, y entre otras cosas porque fueron creados precisamente para desatar infiernos, creo que de cualquier forma ha habido algunos hombres excepcionales dentro de ellos, quienes han sido valientes y justos.
En Chile, no puedo dejar de mencionar a René Schneider, a Carlos Prats, a Alberto Bachelet o a Michel Nash. Sí, ellos eran valientes soldados. En extremo valientes. El último de ellos tenía 19 años cuando murió y tenía el coraje y la integridad moral que ninguno de los golpistas podría tener jamás.
En las muertes de esos valientes estuvieron involucrados compañeros de armas, que fuera de cobardes, fueron traidores superlativos. Aquellos golpistas que se precipitaron a matar y desaparecer a civiles, a torturar detenidos indefensos, incluidos niños, serán para mí siempre seres abyectos y profundamente cobardes. Que los republicanos los celebren, añoren y sigan haciéndoles videos.
Eso habla bien claro de quiénes son y de qué debemos responsabilizarnos por cada voto que obtienen. Que Sara Concha, Agustín Romero o Stephan Schubert celebren a golpistas ya decididos a convertirse en violadores de derechos humanos es tema de ellos. Si ven valentía en las traiciones y en las torturas, pues que sigan en lo suyo.
Yo por mi parte, sé bien de quiénes hablo cuando digo “valientes soldados”.