La patología de nuestra normalidad y el
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La patología de nuestra normalidad y el "ejemplo" de Luis Hermosilla

Por: Francisco Letelier Troncoso | 10.09.2024
Lo imagino siempre calculando, siempre preocupado por el negocio, pensando en cómo incrementar su poder y sus redes. Y si alguna vez se toma un respiro, es con el trago en mano, pero con el teléfono al lado, por si acaso.

Hoy todos estamos hablando de Hermosilla. Hay acuerdo en que su actuación, y la de otros/as, ponen en entre dicho gravemente la confianza en las instituciones y en lo público. Pero más allá de ese consenso se desliza una suerte de elogio soterrado al poder que el abogado logró acumular, y a su destreza y laboriosidad para transformarlo todo en un buen negocio. Este elogio subterráneo habla de nosotros mismos, y de lo que consideramos importante en la vida.

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Una muestra de lo anterior es el descrédito que ha ganado en la sociedad chilena el ocio. Nuestra imagen prototípica es la de los comerciales que muestran un resort en una isla paradisíaca, con nosotros tumbados en una silla, margarita en mano. El ocio se asocia con no hacer nada, con la pereza. Pero esta es solo una visión limitada.

En una perspectiva más amplia, el ocio es mucho más que inactividad: es una necesidad humana, asociada con la creación, el disfrute, el crecimiento personal y el bienestar. No se trata solo de tirarse en el sofá a ver televisión tras el trabajo, sino de experimentar la vida en toda su amplitud, de expandir nuestros horizontes y mantener un vínculo activo con el mundo.

Para el filósofo Cicerón, el ocio (otium) era un concepto profundo, muy distinto al simple no hacer nada. El ocio, según él, era un tiempo valioso dedicado a actividades intelectuales y filosóficas, un espacio para reflexionar y crecer personalmente, fortaleciendo tanto la mente como el carácter.

Sin otium, el negotium -el tiempo para las responsabilidades públicas- se empobrece. Para Cicerón, sin ese espacio de autorrealización y cultivo personal, el negotium pierde su esencia y se reduce a un mero negocio, en el sentido actual, de búsqueda de beneficio económico.

Uno podría imaginarse que personas como Luis Hermosilla han renunciado al ocio en su sentido más noble. No lo imagino mirando una noche estrellada, respirando profundamente, admirando la inmensidad cósmica. Tampoco lo veo en conversaciones profundas o planteándose preguntas existenciales.

Lo imagino siempre calculando, siempre preocupado por el negocio, pensando en cómo incrementar su poder y sus redes. Si alguna vez se toma un respiro, es con el trago en mano, pero con el teléfono al lado, por si acaso.

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Pero, ¿acaso somos tan diferentes? ¿No hemos renunciado también, en parte, a vivir plenamente a cambio de perseguir el negocio, a veces, a toda costa? Hermosilla, al igual que otros antes que él, parece reflejar una ambición que también es nuestra, en una sociedad chilena marcada por la obsesión del éxito sin límites.

Para nada quiero minimizar la monstruosa operación que salió a la luz con los audios y que hoy se investiga, pero creo es útil observar lo que dicen casos como este acerca de nuestra sociedad y de nosotros mismos.

Erich Fromm, en su obra La Patología de la normalidad, advertía sobre cómo la sociedad aliena al ser humano de su verdadera vocación activa y creativa. Cita a Jean-Jacques Rousseau, quien ya en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres señalaba que el ciudadano moderno se consume en ocupaciones cada vez más laboriosas, mientras el ser humano natural (el salvaje) solo vive y es libre.

Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, retoma esta idea al señalar que hemos pasado de un imperativo de «deber hacer» al «poder hacer», atrapándonos en una carrera incesante.

Fromm también recupera una cita de Rousseau en El Emilio: “¡Os asusta el verle [al niño] consumir sus años primeros en no hacer nada! ¡Cómo!, ¿no es nada ser feliz?”. Esto me recuerda a mi hija, que a sus cinco o seis años defendía su derecho a tener tiempo para sí misma más allá del colegio: "¡Yo también tengo una vida!", decía.

También evoco el documental Mi maestro pulpo, que muestra bellamente la centralidad que el juego tiene para los no humanos. O esas imágenes de Instagram de animales divirtiéndose, como los perritos que juegan evitando que un globo toque el suelo.

La patología de nuestra normalidad es creer que el sentido de la vida humana es una búsqueda incesante de éxito y poder, en la que el mero vivir parece un estorbo, un paréntesis entre un ocio superficial y el business.

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Así es como imagino la vida de Hermosilla, y me aterra cuando se desliza por ahí alguna especie de elogio a su habilidad, a su talento, al poder que logró acumular, como si todo eso fuera algo valioso para vivir una buena vida.

Crédito de la fotografía: Agencia Uno