Demócratas o autócratas: Entre la política civilizada y la barbarie
Imagen dividida de una urna con alguien votando y otra con un militar de espaldas

Demócratas o autócratas: Entre la política civilizada y la barbarie

Por: Esteban Celis Vilchez | 05.08.2024
Es hora de acostumbrarnos a hablar de la izquierda democrática o de la derecha democrática. Dentro de ella, la política es civilizada y opuesta a la barbarie. Fuera de ella, viven sujetos como Pinochet, Stroessner, Videla, Ortega, Putin, Trump o Maduro, por nombrar unos pocos.

Creo que aquellos que sostienen que no son ni de derecha ni de izquierda y pretenden estar en una categoría diferente que supera esa distinción tienen un problema básico: ¿cuál sería su categoría?

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Porque, al fin y al cabo, dependiendo de sus opciones acerca del papel que deben jugar el mercado o el Estado en la vida social, desde la omnipresencia a la total ausencia de uno u otro, usted quedará irremediablemente ubicado dentro de un dial político que va desde la extrema o la ultraderecha hasta la extrema o ultraizquierda.

Sin embargo, pareciéndome válida la distinción entre izquierda y derecha, creo que hay otra distinción mucho más relevante y fundamental: demócratas o autócratas.

Ser partidario de la democracia supone compartir ciertos principios y valores que deben guiar la actividad política. En este sentido, podemos recordar los cinco criterios básicos propuestos por Robert Dahl para considerar un régimen como democrático: la participación efectiva de los ciudadanos, la igualdad de voto, el entendimiento informado, el control de la agenda política (en el sentido de poder determinar los temas políticos sobre los que se debe decidir) y la inclusión (que alude especialmente al papel de una justicia no sesgada).

Los demócratas consideran que el respeto de los derechos humanos de todos es una condición intransable para poder calificar un sistema político como democrático. Los demócratas comprenden que la libertad de expresión, el derecho a opinar en contra del poder establecido, la existencia de procesos electorales transparentes y cuyos resultados sean fácil y universalmente verificables, la estricta independencia de los poderes del Estado y el respeto de todos los derechos políticos de los ciudadanos, incluido el respeto que se debe a las minorías para participar en igualdad de condiciones en las elecciones e intentar convertirse en una mayoría y en una alternativa de gobierno, son elementos que definen a una democracia.

Los autócratas, dictadores, tiranos, usurpadores del poder y demás mamíferos dotados de una ambición desmedida, se incomodan con tantas limitaciones que la democracia impone al poder.

Es sabido que Hitler odiaba profundamente a los juristas y a todos los que asignaban especial valor al derecho para resolver los conflictos, a quienes consideraba unos “retrasados”. Stalin creó un sistema judicial hecho a su medida que se hizo famoso por desarrollar juicios falsos. Lo curioso es que ambos dictadores, posiblemente los más recordados del siglo XX, querían aparentar que había procesos judiciales sensatos y parecer demócratas. A los dictadores les encanta rodearse del aura de la democracia.

Por eso, Pinochet celebró una consulta nacional y un plebiscito. Por eso Fidel Castro y sus partidarios alegaban que el sistema cubano, de partido único, sin competencia electoral con grupos políticos disidentes, era una democracia. Por eso Nicolás Maduro insiste en ser un demócrata, en contar con los votos y el apoyo mayoritario del pueblo venezolano.

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Olvida, claro, que la reelección ininterrumpida es en sí misma una práctica anti antidemocrática. Es el mismo tipo de amnesia que afectó en su momento a Evo Morales, que aqueja a Ortega y que podemos ver en Bukele o en Putin.

Los comunistas chilenos, eternamente perseguidos, innegablemente valientes frente a la dictadura de Pinochet, son incapaces de ver dictadura o autocracia en el gobierno de Maduro. Las violaciones de derechos humanos que sufrieron en carne propia y que denunciaron con valentía durante la dictadura militar chilena, apoyándose en las condenas de la ONU y recurriendo a la OEA, ahora son fábulas del fascismo y del imperialismo americano si se refieren a Venezuela.

Lautaro Carmona nos dice que sólo le queda asumir la institucionalidad de ese país y admitir, por ello, el triunfo de maduro conforme a esa institucionalidad. Es una idea absurda, pues si por ella fuera, por ejemplo, deberíamos admitir todos que la Constitución Política de 1980 tuvo un origen válido, conforme a la institucionalidad de aquel tiempo.

A su vez, el griterío de la UDI o los emplazamientos de Evelyn Matthei a la expresidenta Bachelet para que se pronuncie sobre Venezuela resultan vergonzosos si recordamos su obsecuencia y servilismo con respecto a la dictadura militar de Pinochet.

Esas personas vivieron con alegría y felicidad una dictadura sangrienta y negaron hasta donde les fue posible la existencia de las violaciones a los derechos humanos. Su amor a la democracia no es creíble. Siguen y seguirán justificando el golpe de estado de 1973 y la dictadura.

No se puede ser demócrata a veces y solo en determinadas circunstancias.

La democracia es un sistema que enseña humildad a través de la persecución y entrega del poder, que desarrolla la capacidad de respetar la posición del otro e incluso de ser gobernado por el adversario político.

La política, para un demócrata, es un medio civilizado de resolver los conflictos y por eso sólo puede realizarse desde el derecho, no desde la fuerza. Mientras mayor es el uso de la fuerza de un gobierno, menor es la calidad de sus credenciales democráticas.

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Es hora de acostumbrarnos a hablar de la izquierda democrática o de la derecha democrática. Dentro de ella, la política es civilizada y opuesta a la barbarie. Fuera de ella, viven sujetos como Pinochet, Stroessner, Videla, Ortega, Putin, Trump o Maduro, por nombrar unos pocos.

Crédito de la fotografía: Imagen compuesta / Agencia Uno