La soledad de António Guterres
Desde hace algún tiempo, António Guterres, secretario general de la ONU, viene expresando, generalmente con vehemencia, su preocupación frente a la crisis ecológica en marcha. En 2021 afirmó que el mundo "nunca ha estado tan amenazado ni tan dividido. El mundo debe despertar. Estamos al borde de un abismo y moviéndonos en la dirección equivocada".
En noviembre de 2022 aseguró que "nos estamos acercando al infierno climático, cuando aún tenemos el pie en el acelerador", y mostró dos opciones: la ayuda mutua o el "suicidio colectivo".
En julio del año pasado dijo que "hemos pasado de la era del calentamiento global a la de la ebullición global. El aire es irrespirable. El calor es insoportable. Y el nivel de ganancia de los combustibles fósiles y la inacción climática es inaceptable". Ahora, un año después, afirma que el calor extremo "mata a casi medio millón de personas al año, treinta veces más que los huracanes".
Pero la voz de António Guterres, pese a la enorme evidencia científica que la sustenta, clama en el desierto de la indiferencia social y política. Nadie parece escucharlo ni menos hacer caso a sus advertencias. Todos miran hacia otro lado.
Uno de los signos de estos tiempos revueltos es la proliferación de “poderes sin autoridad” o la “pérdida de autoridad de las autoridades”, valga este pseudo retruécano. La crisis de legitimidad de las instituciones es una evidencia y un drama porque da lugar a la aparición de nuevas y peligrosas legitimidades basadas en otros criterios y otras éticas. Algunas de ellas perversas, como las neofascistas y las delincuenciales.
Esto sucede dentro de los Estados nacionales con el desprestigio de la política y en el plano internacional con el debilitamiento de las instituciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial. La ONU era una de las principales y tenía como objetivo mediar entre las potencias de la Guerra Fría, avanzar hacia una cierta gobernanza mundial y ayudar a los países más necesitados en sus múltiples catástrofes.
Creó un cierto espacio de neutralidad y apoyo humanitario a los países periféricos, siempre insuficiente pero real, en medio de los interminables conflictos bélicos y desastres naturales que nunca han dejado de golpear al mundo. La ONU nunca fue tan eficaz como debería haber sido y hay muchas sombras en su funcionamiento, entre ellas la creación de una burocracia internacional de élite alejada de cualquier principio de austeridad razonable. Además, fue desarrollando una estructura que no reflejaba los nuevos equilibrios y desequilibrios de poder en un mundo multipolar.
También ha exhibido en la actualidad ineficacia y debilidad para influir en la detención de importantes conflictos como los de Gaza y Ucrania. En particular, en el caso del genocidio palestino, donde desde hace décadas las resoluciones contra Israel caen en saco roto y no se ha tenido con este Estado asesino la misma actitud que en su momento se tuvo con la Sudáfrica racista.
Y, por supuesto, todos los congresos, acuerdos, pactos climáticos no han servido para detener la emisión desbordada de dióxido de carbono, principal causante del efecto invernadero, que no sólo no ha disminuido, sino que ha aumentado en las últimas décadas.
Sin embargo, la ONU contenía la promesa de crear una entidad de mediación supranacional que permitiera la resolución de los permanentes conflictos y problemas que acechan al mundo. Muchos de los relacionados con la crisis ecológica y civilizacional en la que estamos requieren, necesariamente, de acuerdos internacionales para hacerles frente.
La paradoja es que mientras más avanza la globalización y la interconexión de la vida en el planeta, más debilitada queda esa promesa. Mientras más se extiende el nuevo desorden mundial, menos presencia tienen los interfaces comunes de arbitraje y resolución de conflictos. Los espacios de frágil consenso alcanzado décadas atrás se han convertido en espacios de constante disenso y disputa en un mundo que está construyendo una mundialización fragmentada, unida principalmente por las tecnologías y el mercado.
La ONU ha sido objeto desde hace unos años de una feroz campaña de desprestigio en las patológicas redes sociales donde proliferan los negacionismos ignorantes y fascistoides, valga la redundancia. Las extremas derechas han desarrollado una paranoica ofensiva contra la Agenda 2030, acusándola de feminista, izquierdista, igualitarista, comunista, pro-abortista… basada en una estrategia de “control planetario” que pasaría por la destrucción de los Estados nacionales.
Por estos pagos, Katz promovió la “salida de la ONU” argumentando que en esta institución participan países que no creen en la democracia y que violan permanentemente los derechos humanos, como Corea del Norte, Venezuela y Nicaragua, siguiendo similares argumentos del inefable Trump que propuso la salida de su país de la OMS.
Hay una estrategia general de la ultraderecha, masificada en las redes sociales, que apunta a la destrucción final de las instituciones políticas liberales y las instituciones del bienestar socialdemócrata, creando un sentido común pro-mercado, al mismo tiempo antiestatal y anticomunitario.
Guterres y la ONU siguen apostando por los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS), aunque reconocen que “sólo el 17 por ciento” de las metas fijadas están ahora mismo al alcance, mientras que “en una tercera parte los avances se han estancado o incluso han retrocedido”. En nuestra opinión, los ODS deben ser objeto de crítica, no por los argumentos falsos y enfermizos de la ultraderecha, sino por su apuesta por un desarrollo que no cuestiona las bases de un modelo económico depredador que hace mucho tiempo demostró estar en guerra contra la biosfera.
La batalla política prioritaria actual debe enfocarse, simultáneamente, contra los avances, por una parte, de la intolerancia y la irracionalidad fascista que amenaza la libertad, la solidaridad y la igualdad y, por otra parte, la extensión de una crisis ecológica que cuestiona la supervivencia de muchas formas de vida en el planeta, incluyendo, por supuesto, la nuestra. Hay que acompañar a Guterres, pero su soledad seguirá presente mientras exista la enorme distancia entre la radicalidad de sus diagnósticos y la moderación y parsimonia de las políticas contenidas en los ODS.
Crédito de las fotos: Agencia Uno