Crítica literaria| Ahora que vamos deprisa (o cómo la memoria no se detiene nunca)
¿Cómo dar cuenta de la pérdida radical? ¿Cómo hallar sentido en lo que sabemos no lo tiene? Álvaro, el narrador y protagonista de "Ahora que vamos deprisa"(Editorial Cuarto Propio, 2023) de Ignacio Dávila, realiza un recorrido –triste y hermoso, sincero y, a ratos, inefable—por su memoria, para quizá ni siquiera intentar responder esas preguntas sino solo para seguir perviviendo después de la muerte de su hija Pilar, en el momento del parto.
Este ejercicio de la memoria, que se realiza en fragmentos que atraviesan la niñez y juventud de Álvaro, da pie a un reencuentro con el pasado donde se entremezclan la vida de inmigrante en España, Francia y Brasil y los nuevos idiomas que ella implica; la propia experiencia en hospitales a causa de un accidente cerebral que, inevitable, anticipa y anuncia lo que sucederá con su hija; la realidad siempre en crisis, ya sea familiar, nacional (la muerte de Pinochet; la llegada de Bolsonaro al poder) o global (los primeros meses de la pandemia).
Todo esto, claro, es también un intento por parte del narrador de conocerse a sí mismo: la muerte del futuro hace imperiosa la necesidad de recuperar el pasado. Y será en la escritura dónde se encontrará la posibilidad de una verdad: “No hay memoria sin una imaginación activa que construya un sentido a partir de los recuerdos”, dice el narrador hacia el final. Es cierto, los recuerdos son los que posibilitan no solo la memoria sino también la construcción de un presente y futuro.
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La novela comienza con un epígrafe de Annie Ernaux en el que la Premio Nobel afirma que “la memoria no se detiene nunca”, en ella conviven los “muertos y los vivos”, los “seres reales e imaginarios, el sueño y la historia”. "Ahora que vamos deprisa" está profundamente consciente de ello –en la primera página leemos: “el problema es que ningún elemento de toda historia está exactamente donde debiera no es lo que se supone”--; pero justamente en medio del fárrago de la memoria, la escritura deviene una pausa, un oasis, que le permite al narrador (y con él, a nosotras y nosotros lectoras desocupadas) buscarse.
Aunque el lenguaje será siempre insuficiente, incapaz de explicar, “a menos que asumiese su propio fracaso”. Y es en esta doble conciencia –de la construcción de la memoria y del lenguaje que se emplea para ella—donde radica la belleza de la historia de Álvaro, pues nos obliga, permanentemente, a pensar en algo más, en algo otro a lo que leemos.
Así, la novela se construye como un espejo trizado de una realidad a la que estamos invitadas a participar. Los saltos geográficos y temporales tienen sentido, precisamente, porque la realidad de la memoria es solo asible desde ese vaivén. De esta forma, el narrador no es solo un migrante porque va de Chile a España, de España a Chile, a Francia, a Brasil, sino también porque en su ejercicio de memoria, el empleo del tiempo –su ir y su venir—da cuenta de una migración mucho más profunda y difícil de comprender: la de todos aquellos que hemos sido a lo largo de nuestra vida: “Ahora mi identidad emprendería un viaje sin un punto de llegada”, reflexiona Álvaro, sobre su vida a los catorce años. Y con él nos preguntamos si existe alguna vez un lugar al cual podamos, en definitiva, llegar.
Cierto, hay escenas mejor logradas que otras (fiestas de estudiantes que recuerdan a tantas otras en tantas novelas; malentendidos amorosos con finales imprevistos); personajes más o menos queribles; información sobre cine (lo que estudia Álvaro) o arquitectura que no nos parezca relevante; pero todo ello adquiere un sentido y un ritmo –como un concierto que se construye para su final—notables. De hecho, en mi experiencia, la lectura se fue haciendo más lenta a medida que avanzaba el relato; como si la novela misma me obligaba a bajar la velocidad en este mundo en el que vamos tan demasiado deprisa.
"Ahora que vamos deprisa" está basada en la experiencia del autor, Ignacio Dávila. Más allá (y más acá) del intento catártico que la escritura pueda haber tenido para él, la búsqueda de sentido y de identidad a la que nos invita la novela, abre la posibilidad para que cada uno y una de nosotras se enfrente a sus propios demonios. Es cierto, la ficción hace mucho que ya ha dejado de vivir en su propio mundo: ya sea se trate de autoficciones, no ficciones o, como planteara Ludmer, del fin de los resabios de la autonomía de la literatura. Sin embargo, y "Ahora que vamos deprisa" es un bello recordatorio de ello, tal vez precisamente por lo mismo, es que ella -la ficción- deviene más necesaria que nunca para revelar (y rebelarnos ante) nuestra realidad.