El lado místico-religioso de la Inteligencia Artificial y la alta tecnología

El lado místico-religioso de la Inteligencia Artificial y la alta tecnología

Por: Roberto Pizarro Contreras | 04.05.2024
No porque un fenómeno o entidad posea un orden de magnitud superior al del individuo, y aparezca como algo que puede conllevar consecuencias negativas a quienes se le resistan, el individuo debe asumir que es imbatible o todopoderoso, ni que más vale entregarse a sus imposiciones, más bien que ofrecer oposición.

Hace quinientos años, cuando el conquistador español Hernán Cortés arribó en el norte de América (sus sobrinos, los hermanos Pizarro, lo harían en el sur algunos años más tarde), se dice que los aztecas lo confundieron con el dios-serpiente Quetzalcóatl, cuyo regreso por mar había sido profetizado, augurando el fin del ancestral imperio americano.

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Los historiadores debaten si el emperador azteca Moctezuma II y su corte de sacerdotes creyeron en esta profecía, o si, por el contrario, tuvieron que hacer frente a las consecuencias derivadas de un descontento mezclado con la ignorancia generalizada de sus gentes. Lo que resulta fascinante es que esta confusión pudo haber sido alimentada por el aura mística que rodeaba a Cortés: su brillante armadura, su espada, sus huestes armadas y los pertrechos que portaban. De hecho, el Mural sobre la Batalla de Centla y la conquista de Tabasco, ubicado en el municipio mexicano del mismo nombre, plasma magistralmente esta visión, mostrando a Don Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano a caballo ceñido por el fuego del Quetzalcóatl, como transmutándose, en una de las escenas más icónicas de esta obra.

Siglos después de la conquista del imperio Mexica, en 1853, el comodoro Matthew C. Perry, al mando de una escuadra estadounidense, navegó hacia la bahía de Edo (actual Tokio) con una misión crucial: obligar a los shogunes -gobernantes militares que controlaban al emperador, quien en ese entonces tenía un rol más simbólico que político- a abrir las puertas de Japón al mundo exterior, tras dos siglos de aislamiento autoimpuesto. Los japoneses, desconcertados por la llegada del barco a vapor -una tecnología sin precedentes para ellos-, retrataron cual demonio la nave insignia de Perry en una famosa postal, que hoy reside en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y que refleja el choque cultural que se produjo entre dos mundos tan distintos.

La escena, llena de ironía, encuentra un eco en el videojuego Mystical Ninja Starring Goemon (Konami, 1997). En este título, dos extravagantes shogunes, Dancin y Lily, llegan a Tokio en una nave espacial con el objetivo de conquistar el Japón medieval y convertirlo en un escenario pop de la cultura occidental. Esta invasión genera consternación entre los conservadores señores feudales y el pueblo japonés. Goemon, el legendario ninja, se ve obligado entonces a librar una épica batalla, que terminará en el espacio exterior por defender a su país de una "afeminada" y absurda occidentalización.

Al final, derrota a los invasores y sus súbditos –unas muñecas robóticas vacías que insinúan el vacío del ciudadano occidental contemporáneo–, enviándolos de regreso al universo ignoto del que provenían. El videojuego, a través de la sátira y la fantasía, explora las tensiones y el miedo que generó la apertura de Japón al mundo occidental, así como la lucha por preservar la identidad cultural frente a la influencia extranjera.

En su obra clásica Lo Santo: Lo racional y lo irracional en la idea de lo divino (1917), el teólogo alemán Rudolf Otto parece explicar estas cosas en la experiencia de “lo numinoso”, presente en todas las religiones y en los misterios insondables de la realidad, como la idea del infinito en las matemáticas. Otto identifica tres elementos clave en esta experiencia:

  • Mysterium tremendum (misterio tremendo): Provoca un sentimiento de temor y asombro ante lo misterioso, una sensación de pequeñez y reverencia ante algo que nos supera.
  • Mysterium fascinans (misterio fascinante): Atrae y cautiva al individuo, lo seduce con su grandiosidad.
  • Mysterium tremendum et fascinans (misterio tremendo y fascinante): Combina ambos elementos, generando una mezcla de temor y fascinación que nos paraliza y hace sentir vulnerables.

Para ilustrar este concepto, podemos remitirnos a la famosa obra Copérnico del pintor polaco Jan Matejko. En ella, se observa al celebérrimo astrónomo polaco-prusiano atónito y completamente desbordado por la grandeza del universo, que parece serle revelada por obra y gracia de su modelo heliocéntrico.

De igual manera, la tecnología, en su constante evolución y complejidad, también puede generar este tipo de experiencias numinosas.

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La inmensidad de datos, la velocidad de procesamiento, la IA y la interconectividad global pueden provocar sentimientos de asombro, admiración e incluso miedo en algunos individuos. Es como si estuviéramos ante una nueva dimensión de la realidad, un poder inmenso que nos supera y parece obligarnos a reconsiderar nuestro lugar en el mundo.

El filósofo francés Éric Sadin, en su obra La Inteligencia Artificial o el Desafío del Siglo (2020), plantea una idea similar: la IA, en un giro "religioso" de la tecnología, podría estar reemplazando la verdad revelada del dios cristiano -vigente por más de 2000 años- por una "verdad numérica y algorítmica".

En otras palabras, la IA se erige como un nuevo sistema de verdad, desplazando la fe tradicional. Antes, la verdad era atribuida a Dios; ahora, "la tiene el Sistema". Este "régimen algorítmico-numérico de verdad" nos seduce por su complejidad y utilidad mágica, llevando a muchos a "entregarse" a él sin cuestionarlo.

Pero no sería solo cuestión de la IA. Todos los sistemas (sociales, políticos, económicos, académicos, jurídicos, empresariales, educativos, ecológicos, de comunicación, de transporte, de salud etc.) pueden ejercer una fascinación similar a la de una "verdad revelada".

Thomas Hobbes, en su obra "Leviatán" (1651), lo ilustra a la perfección. Hobbes, utilizando la metáfora bíblica del Leviatán -el monstruo más grande del mundo, que habita en el fondo del mar-, no solo aboga por la creación de sistemas que, aparentando omnipotencia, controlen a las personas mediante el miedo, sino que también emplea este símbolo para magnificar su propia teoría política, como se lee en su tratado más famoso: Leviatán, o La materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil.

Siglos después, la naviera White Star Line repitió este patrón al promocionar el Titanic como un barco "insumergible", atrayendo a miles de pasajeros que, trágicamente, encontraron su destino en las profundidades del océano Atlántico. Diría Hobbes, acariciando su bestia como a un gato: "Como el Leviatán, no hay quien se le parezca. De su grandeza tienen temor los fuertes. Impera sobre todos los narcisistas, resentidos y soberbios de este planeta".

Con todo, hay que advertir que lo anterior presupone incurrir en una falacia -aun no formalizada en lógica-, digamos, la de la “supremacía absoluta”. Esta nos enseña que no porque un fenómeno o entidad posea un orden de magnitud superior al del individuo, y aparezca como algo que puede conllevar consecuencias negativas a quienes se le resistan, el individuo debe asumir que es imbatible o todopoderoso, ni que más vale entregarse a sus imposiciones, más bien que ofrecer oposición.

Precisamente sería este error lógico el que en parte importante estaría facilitando ahora mismo -de la mano de la suerte de efecto numinoso que lo catapulta- la aceptación y transición incondicionales de la IA, y de toda la alta tecnología que está haciendo posible, a nuestros mundos de la vida, para su colonización y transformación irreversible.

Y no tan solo ya por su lógica enrevesada, que sobrepasa las mentes de los sujetos ordinarios, sino también por el efecto de grandeza que tiene el clamor popular que la soporta, que llama al futuro ¡ahora ya!, haciéndonos pensar que sí o sí se va a instalar y que no hay nada que podamos hacer, que toda rebelión es contraintuitiva, propia de idiotas. Pero los idiotas son los que cometen la falacia y nos están precipitando a un abismo de consecuencias imprevisibles.

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Los verdaderos idiotas son los que en cada época se quedan con las manos abiertas y mirando al cielo como Copérnico, preguntándose paralizados y cobardes ante los órdenes que los guían y estandarizan: “Pero ¿qué puedo (en mi inferioridad) hacer yo (contra ese Leviatán que es la realidad fáctica)? ¿No debo acaso acomodarme? ¿Si no puedo contra eso, unírmele?”.