Educación y creatividad: Más allá (o más acá) de la ideología de la innovación disruptiva
De aquí a un tiempo la educación se relaciona con lo que se denomina de modo más o menos ambiguo, creatividad. Cultivar el espíritu creativo, ser un espacio de creación, la creatividad como dimensión formativa de los jóvenes, parecen ser eslóganes de moda que cruzan todo tipo de instancias o espacios formativos.
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Pero ¿por qué creatividad? ¿Cómo se relaciona la creatividad con la educación? ¿Por qué los procesos formativos son, de modo privilegiado, procesos creativos? ¿Qué se juega en esta relación? En general -no siempre-, la palabra creatividad aparece relacionada con esta otra que también aparece en la constelación de conceptos de época: innovación.
Ambas palabras parecen ir de la mano con una disposición a buscar nuevas oportunidades o nuevos escenarios, lo más disruptivos posibles, dado que los héroes contemporáneos parecen ser aquellos que golpean con más fuerza el tablero cambiando las reglas del juego (o carrera) de la vida.
Pero ¿es el cambio disruptivo algo válido en sí mismo? ¿Es la autosuperación permanente, con aroma de maratón financiada por la banca, el horizonte más alto de la realización humana? ¿Es la «innovación» el sentido íntimo de toda práctica creativa relacionada con lo educativo? ¿Es esta una obligación, necesaria para sobrevivir en los tiempos que corren? ¿Existe un imperativo galáctico que obliga –como una fuerza misteriosa e incuestionable– a personas que viven prácticamente de la misma forma que sus abuelos y bisabuelos a cambiar sus modos de vivir, de pensar y de hacer? ¿No es esta ideología de la innovación creativo-destructiva lo que se está comiendo los ecosistemas naturales y psíquicos, teniéndonos hoy al filo del apocalipsis? ¿O es que podemos también relacionar educación y creatividad desde otro lugar, desde un centro de gravedad más amable, fecundo y -de otro modo- creativo?
Ensayo unas palabras, que no llegan siquiera a hipótesis.
La creatividad, lo creativo, es lo generador, lo fecundo, lo que conmueve a nacer y, por lo mismo, lo que resiste a la desintegración, a la degeneración, a la muerte y a la entropía. La creatividad es una fuerza, o mejor, un tacto, que hace crecer, el roce que engendra más vida, más mundo, más belleza, verdad, justicia. La ausencia de creación y de generación, como no se cansa de señalar Nietzsche, es el desierto de lo homogéneo, de lo indiferente y de la indiferencia, de lo igual.
La creatividad, entonces, no sólo modela el mundo al antojo del Sujeto Creador, sino que lo conmueve a renacer siempre diverso, a sostenerse y transformarse en derivas singulares e imprevisibles, irreductibles a toda voluntad de planificación o programación de lo esperado.
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Por «mundo» puede entenderse aquella trama de líneas y nudos en cuya inscripción las cosas nos hacen o no sentido, desde dónde la vida nos importa de una cierta manera y no de otra. Tiene que ver, sí, con los instrumentos y el modo cómo os utilizamos, con los roles que jugamos, con las relaciones que establecemos a nivel pragmático, pero también con los vínculos que cultivamos individual y colectivamente con el cosmos, con su hondura y la superficie enigmática de la piel de la tierra. Dicho en breve: el mundo es un orden consistente que nos orienta a vivir con una forma, es la condición de posibilidad de que la vida florezca. Lo contrario al mundo es lo inmundo, es decir, el caos, el desorden, la violencia, la agresividad, la guerra.
La creatividad es aquello que resiste a la desintegración conmoviendo a la emergencia y sostenibilidad de un mundo en continua reelaboración. Pero ¿la creatividad abre mundos desde la nada? Los mundos son más bien tejidos y líneas que se pasan de generación en generación, pasar que, más que estar arraigado en la transmisión «neutra» de información, se encarna en gestos, ritmos, balbuceos, cantos y silencios, en modos de atender y cuidar aquello que (sin por qué) una forma de vida que se estira de generación en generación considera importante cuidar y atender.
Por eso, este traspaso de mano en mano, de generación en generación, no consiste en un proceso a través del cual los adultos llenan de información las cabezas vacías de los «recién llegados». Se trata, sobre todo, de un gesto generoso, de compartir líneas, tejidos, mundos en común, desde los cuales y en los cuales, cada cual se constituye en un sin fin de nuevos comienzos, de nuevas líneas, de nuevas articulaciones de sentidos, de distinciones y de prácticas abiertas a lo por venir.
La Escuela, en su amplio sentido, ha sido un espacio y un tiempo que la vida humana se ha dado -mal o bien- para el traspaso y creación de mundos. Por lo mismo, se puede comprender que está relación entre educación y creatividad hoy tan en boga, no sólo apela a dar continuidad a los ciclos de destrucción creativa del tecnocapitalismo, sino que se ancla en el sentido más íntimo del vínculo educativo. Y que hoy se renueva tensado por una urgencia de índole inédita: la constatación de que el modo de habitar sostenido en la idea de Sujeto Dominador, Creador y Poderoso ha agotado sus posibilidades, y que con él el mundo está aceleradamente en vías de transformarse en una cosa inmunda.
Esta constatación no implica de ninguna manera el fin de la diversidad de mundos posibles que laten en los hiatos y fracturas del presente. Pues, asumir incuestionadamente que por el hecho de que el mundo occidental se esté devorando a sí mismo toda posibilidad de mundo ha llegado a su fin es repetir la misma soberbia que ha sostenido a la metafísica y, sobre todo, a la subjetividad moderna.
Por esto, quizás hoy más que nunca, la creatividad que conmueve a la generación de mundos se hace necesaria para abrir nuevas derivas de sentido. No desde la nada, pues esta es la base de toda la soberbia moderna: crear desde la nada, imponer, dominar.
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Crear para conmover nuevas vibraciones y aperturas de mundos quizá sea un gesto más austero. No más allá del mundo, sino al interior del mundo mismo. Atendiendo de un modo cuidadoso las derivas que en nuestro presente palpitan en el fulgor de lo que podría llegar a ser de otro modo.