El ocho de marzo. Una brújula
El Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras tiene varios comienzos. De acuerdo con algunas fuentes, se remonta a Nueva York en 1857, donde habría sido brutalmente reprimida una masiva huelga de trabajadoras textiles. Según otras, al incendio de una fábrica del mismo rubro y de la misma ciudad en una fecha indeterminada entre fines del siglo XIX y principios del XX, ocasión en la que los patrones habrían encerrado a cientos de obreras condenándolas a morir calcinadas. Estos hechos no están confirmados, pero importa poco. Nos ubicamos en un periodo en que el capitalismo se desenvolvía con tanta crudeza que la muerte en el lugar de trabajo era un destino más que frecuente para mujeres y niños.
Contamos también con otros relatos más precisos. Sabemos que en Estados Unidos comenzó a celebrarse el día de la Mujer Trabajadora el último domingo de febrero desde 1909. O que Clara Zetkin propuso en una conferencia de mujeres socialistas realizada Copenhague en 1910 que esta celebración adquiriera escala internacional. También sabemos que en 1911 se realizó el primer Día de la Mujer Trabajadora en Europa y que el 25 de marzo de ese mismo año 123 trabajadoras murieron quemadas en el incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist de Nueva York.
Además, la historia consigna que en 1914, ad portas de la Primera Guerra Mundial, las manifestaciones del Día de la Mujer Trabajadora se realizaron un 8 de marzo y que tres años más tarde, el 23 de febrero en Rusia, 8 de marzo en el calendario gregoriano, las mujeres de Petrogrado comenzaron una huelga que a los pocos días se transformaría en una insurrección popular que forzaría la abdicación del Zar y daría inicio a la Revolución Rusa. Desde ahí, la fecha quedó fijada hasta hoy.
Recordar los orígenes del Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras es un ejercicio que adquiere hoy un sentido político para las feministas, en particular para aquellas que nos reconocemos en la izquierda, pues esta nueva conmemoración nos encuentra en un momento complejo, que exige de nosotras el desarrollo de una aguda inteligencia política, análoga a la de aquellas mujeres que estuvieron a la cabeza del feminismo obrero en aquellos tiempos turbulentos, de crisis, guerras y revueltas.
En pocas palabras, podemos decir que nosotras, en menos de una década, hemos pasado de las más grandes movilizaciones feministas del siglo XXI -pensemos en la marea verde argentina que consiguió la legalización del aborto o en el mayo feminista chileno- al avance de fuerzas reaccionarias que declaran una guerra frontal nuestro movimiento. La crudeza de estos derroteros nos obliga a reflexionar acerca de cómo ha sido posible que después de movimientos de masas de tal envergadura, Argentina esté hoy gobernada por el ultraneoliberal Javier Milei y Chile pueda correr una suerte semejante. Esto, por poner solo un ejemplo de los problemas que tenemos que enfrentar.
Ante estos giros vertiginosos, tanto desde la derecha como desde algunos sectores del progresismo se han apuntado los dardos contra el feminismo acusándolo de particularismo, identitarismo, wokismo y desconexión con las mujeres populares, y si bien no tiene sentido dedicarnos a debatir con esos contendores, las feministas sí estamos llamadas a pensar con cabeza propia y hacer un análisis honesto y descarnado del proceso político del que somos parte. Qué demandas que hemos empujado estos años se conectan con los intereses de las mayorías de mujeres trabajadoras. Qué dimensiones hemos descuidado. Cómo estamos leyendo las expectativas de incorporación al mercado laboral, de autonomía económica y de libertad individual de las mujeres chilenas. Son preguntas que nadie puede responder por nosotras.
En tiempos confusos, como los que atravesamos, recordar el origen del ocho de marzo puede ser una brújula, un instrumento para no perder la orientación cuando no se ve claro el camino o cuando cae la noche. En el espíritu que animó a esas mujeres que inauguraron esta tradición se hayan algunos principios que vale la pena conservar: la lucha feminista de izquierdas es una lucha por mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías, no separa lo económico de lo político, no pierde nunca el vínculo con el resto de la clase de trabajadora, no descuida la batalla por el sentido común, por las imágenes de felicidad, de libertad y de lo que es una vida deseable, no renuncia a construir otro mundo, otras relaciones sociales.
En el plano local, porque las feministas chilenas han sido parte de esta historia, Julieta Kirkwood lo formulaba así: “el feminismo rechaza la posibilidad de realizar pequeños ajustes de horarios y de roles al orden actual […] La incorporación de las mujeres al mundo será para el movimiento feminista un proceso transformador del mundo. Se trata, entonces, de un mundo que está por hacerse y que no se construye sin destruir el antiguo”.
Construir un mundo donde la vida y el medioambiente no sean mercancías, liberar tiempo para el disfrute, organizar la cooperación social para el cuidado, son horizontes que exceden los estrechos marcos del orden actual. Aunque a veces el horizonte se oscurezca, la brújula feminista nos conduce hacia allá.