“Sobre la guerra” en Palestina: respuesta al profesor Carlos Peña
El domingo recién pasado Carlos Peña criticaba en su columna en El Mercurio, titulada “Sobre la guerra”, la posición adoptada por el Presidente Gabriel Boric, y por buena parte de quienes analizan los hechos en torno a la guerra en Israel, calificándola como la de un “espectador” que “en vez de comprometerse, hace equilibrios” al condenar los crímenes de Hamás y de Israel.
En su texto el académico realiza una lectura extremadamente superficial del fenómeno de Hamás como organización, demostrando una confusión conceptual al calificar al movimiento simplemente como jihadista y asegurar que el actual conflicto obedece fundamentalmente a “una ideología, una variante del jihadismo, que ha empujado una guerra total y absoluta contra el Estado de Israel”, con un “fanatismo y una exaltación religiosa” que buscaría “la desaparición de Israel”.
En base a esos juicios, que permiten justificar el brutal bombardeo que vemos sobre los dos millones de palestinos de la Franja de Gaza -la mitad de ellos menores de 18 años- castigados desde hace más de una década y media con un brutal bloqueo, termina sosteniendo una burda caricatura: el igualar un apoyo a la causa palestina y la crítica a los crímenes de guerra israelíes -junto a los de Hamás-, con el apoyo a “la agresión contra Israel”. Esta simplificación de la situación es parte de una tendencia mayor, que busca identificar a Hamás, y a buena parte de las facciones palestinas, como “similares al ISIS” y de tal forma, cerrar la puerta a cualquier salida negociada con ellas como si fuera posible simplemente hacerlas “desaparecer” por la fuerza.
Estas simplificaciones y caricaturas -en las que Carlos Peña no está sólo, sino que son compartidas por un amplio espectro de la intelectualidad liberal- no ayudan cuando se trata de enfrentar escenarios complejos llenos de matices y violencia, y de hecho son las que han estancado la situación en Palestina -con la idea de “administrar” el conflicto en vez de solucionarlo- hasta llegar al terrible y desgarrador escenario actual.
En primer lugar, hay que tener presente que el Movimiento de Resistencia Islámico -Hamás- es una organización relativamente nueva dentro del campo de la resistencia palestina, habiendo sido fundada en 1987 al calor de la primera Intifada, a partir de la radicalización progresiva de la rama local de los Hermanos Musulmanes a partir de 1967 y por fuera de la histórica OLP. Su carta de 1988 representa esa radicalización, con una postura extremista y antisemita, pero que se ha atemperado con el tiempo, como lo evidencia el abandono a fines de los 90 de los atentados suicidas, la relevancia cada vez mayor del nacionalismo palestino en sus posiciones en detrimento del islamismo político, y la aceptación de los límites del 67' para el futuro Estado palestino, aceptando implícitamente la existencia de Israel como Estado.
Estos elementos tienen una importancia fundamental, ya que entregan una imagen más compleja sobre la situación, y también respecto a cómo lidiar con una difícil realidad: Hamás es, hoy por hoy –-y desde hace más de 15 años- la organización que más representa al pueblo palestino, y así lo demostraron las elecciones de 2006, y por ello mismo la Autoridad Nacional Palestina (ANP) se ha negado a realizar nuevas elecciones parlamentarias, ante el temor de que ello se repita.
La decisión por parte de Israel y las grandes potencias de desconocer las elecciones de 2006 y sus resultados, y fomentar al año siguiente un golpe de Estado por parte de Fatah que destruyó la naciente democracia palestina, produjo el quiebre de las instituciones políticas y abrió el escenario para la actual guerra: la división del pueblo palestino entre Gaza y Cisjordania, el desprestigio e inmovilización de la ANP, y la paralización consiguiente de cualquier proceso de paz.
A ello se sumó una expansión cada vez mayor de la ocupación israelí, que incluye no sólo el terrible bloqueo a la Franja de Gaza, sino también la progresiva limpieza étnica de amplias zonas de la Cisjordania rural y de Jerusalén Este, con la expulsión forzosa de sus habitantes palestinos y su reemplazo por colonos judíos en asentamientos ilegales. La violencia del ejército de ocupación israelí y de grupos paramilitares de colonos, que actúan con total impunidad, llegó a su paroxismo en el pogrom que sufrió el pueblo de Huwara hace sólo algunos meses.
Con ese telón de fondo, un sistema de apartheid racial consolidado institucionalmente, que discrimina y despoja a los palestinos tanto dentro de los límites de Israel con la “Ley de la Nación Judía”, como en la Cisjordania ocupada y en Gaza, y con un número creciente de víctimas civiles en los últimos años, las señales de preocupación se extendían: los jóvenes de Cisjordania, perdida toda la fe en sus autoridades y en las promesas vacías de Israel, comenzaron a levantar sus propias organizaciones armadas, no afiliadas con ninguna de las facciones históricas.
De nada valió que Hamás instalara en 2007 un gobierno de unidad nacional que asumía los compromisos de la OLP incluyendo el reconocimiento de las fronteras para el futuro Estado palestino: la respuesta fue el golpe de Estado y el bloqueo de Gaza. Tampoco sirvió que la organización islamista modificara su Carta orgánica en 2017, abandonando el objetivo de destruir Israel como Estado y reafirmando el reconocimiento de los límites de 1967 de manera formal. Israel desperdició la posibilidad de negociar, y la ocupación militar, el bloqueo y las cíclicas guerras en torno a la Franja sólo profundizaron la crisis y el resentimiento, y por ende, la radicalización del grupo.
La horrorosa guerra que azota Palestina e Israel desde el 7 de octubre ya ha cobrado miles de víctimas, la enorme mayoría de las cuales son civiles, de ambas nacionalidades y de todos los credos religiosos, géneros y edades, en un conflicto que se arrastra desde hace décadas con crímenes de guerra que hacen que sea imposible que algún actor pueda plantear una posición de altura moral al respecto.
El error de Carlos Peña radica en repetir las mismas consignas y caricaturas que hace dos décadas alimentaron a los halcones de George Bush en sus lamentables desventuras militaristas. Si alguna lección nos entregan los horrores de las invasiones y operaciones en Afganistán, Irak y Libia, con sus decenas de miles de muertos y las sucesivas derrotas de Occidente, es que el plantear como punto de partida la “eliminación” de algún actor -ayer los talibanes, los seguidores de Hussein o de Gadafi, hoy los integrantes de Hamás- y su obligada des-humanización, sólo empeoran la situación.
En conflictos de estas características no es posible un final similar a la rendición alemana de 1945, con una victoria de película y fanfarrias para “los buenos”. Si acaso, las operaciones militares servirán sólo para que uno u otro lado tenga mejores condiciones para las obligatorias negociaciones entre ambos, por lo que alimentar irresponsablemente la ilusión extremista de una no definida “victoria total” de Israel sobre Hamás y los palestinos -que cada día que pasa deja más aislado a Tel Aviv ante el cada vez más alto número de víctimas en Gaza y sus ataques a Líbano y Siria- lo único que hace es elevar el riesgo de una guerra generalizada en toda la región.
En ese sentido, el alto al fuego y la negociación con auspicio de Naciones Unidas -a pesar de las diatribas de Israel en contra de su secretario general y su negativa a entregar visas a sus funcionarios-, el fin de la ocupación de Palestina, el retorno de los refugiados, el desmantelamiento de todos los asentamientos y el establecimiento de un Estado palestino junto al de Israel con un mutuo reconocimiento, son la única y urgente base que permitirá que los niños de Palestina e Israel puedan vivir en paz, con un futuro lejos de las alarmas antiaéreas y el sonido de los tanques como amenazante música de fondo.