Piel chilena, máscara gringa: Estética de pastiche en El Conde de Larraín
A pesar de su impresionante cinematografía, a cargo de Edward Lachman, El Conde es la peor película que he visto de Pablo Larraín.
Discrepo que sea una parodia porque funciona como un pastiche, que requiere de un uso no satírico de la imitación. En apariencia el guion “ríe” mientras mezcla en serio la dirección de fotografía de Pawel Pawlikowski en Ida (2013) y la narrativa del asesino hollywoodense de El Perfume (2006). Desde una mirada ajena, que no se implica realmente en nada, la película crea capas que no agregan profundidad, sino solo fragmentación.
El Conde comete el mismo error que Ema (2019) al transformar Valparaíso en una imitación del París de Gaspar Noé. Aquí, los personajes desaparecen detrás de anécdotas redundantes, al punto en el que se vuelven irrelevantes detrás de los plots.
Sobre esta mezcolanza pastiche, me anclo en el mismo Larraín, quien cuenta que dejó esta indicación en sus notas de producción: “Vemos al vampiro Pinochet volando sobre Santiago. Él es una mezcla de Nosferatu, Batman y Superman”. Al igual que en esta frase, la conexión esta dada solo en el elemento estético, olvidando todo lo que complejiza a estos personajes por separado. Desde este régimen de exterioridad, estamos condenados a ver El Conde por partes, y vivir en su eterno presente sin espesor.
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La película comienza imitando la estética e historia del personaje Jean-Baptiste Grenouille en “El Perfume” (2006); donde una narradora nos cuenta en inglés británico, el nacimiento de un vampiro bastardo en la Francia del s. XVIII, internado bajo el nombre de “Claude Pinoche”. Claude se impresiona con la muerte de María Antonieta, decide fingir su propia muerte, se lleva la cabeza de ella como reliquia y migra a Chile para hacerse dictador.
En la condición de condenado, Pinochet debe su carácter a su condición bestial, lo que paradójicamente lo hace menos interesante de ver, porque todas las preguntas a su modo de vida, ya están contestadas. Su imagen es legible y obvia, su naturaleza es victoriana y romántica, con capacidades sobrehumanas, sádico y satánico como los vampiros de los años 50 y 60 de Estados Unidos. Es un Drácula que se adorna con una capa negra, para emanar una atmósfera gótica.
En términos plásticos, está compuesta de una serie de presentes perpetuos, donde cada escena se articula con la otra, pero no acumula afectos ni memoria. Nos bombardean de elementos textuales que no añaden novedad más que la de promover otra escena más. No conocemos a ningún personaje realmente y el arco de transformación no es totalmente predecible pero tampoco usa signos que brinden continuidad a la historia. Lo más arbitrario es la presencia tan importante de Francia en la película, que aún no me hace sentido.
Esta insistencia en una vida más significativa y larga que en Chile, fortalece la idea de que el personaje no está pensado como Pinochet, sino que solo ha adoptado características superficiales de él. Lo mismo sucede con el personaje de la monja, en cuyo desarrollo nunca entendemos porqué hace lo que hace: las escenas son como una mesa de pool, donde cada pelota reacciona a la otra. Es un personaje vacío que no adquiere espesor, más que el del manierismo de hablar como si leyera de un teleprompter.
La película está llena de momentos random y el componente “satírico” del argumento está dado por un guion que coordina a los personajes en un cinismo y negación maníaca.
Aun así, creo que vale la pena verla, sobre todo por sus tiempos contemplativos; sus travellings en paisaje, los planos contrapicados, el encandilamiento de la luz y sus encuadres. Su cinematografía es compleja y el uso del vacío, y sobre todo los vuelos, son una bocanada de oxígeno de lo que sucede en el guion de la película. Si la risa es necesaria para anestesiar al espíritu de la seriedad; y conlleva el ingreso de una porción de insensibilidad en lo trágico de la vida; en El Conde, lo contemplativo es lo que parodia a la película misma, saturada de mucho ruido y pocas nueces.