La secuela mortífera de la policía brasileña

La secuela mortífera de la policía brasileña

Por: Fernando de la Cuadra | 20.08.2023
El aumento de la pobreza, la disminución de las garantías laborales y sociales, la fragilización del empleo y, en general, la precarización de la vida impulsados por el neoliberalismo salvaje solo ha provocado una profundización de las condiciones de sobrevivencia de la población brasileña, especialmente claro, de los habitantes más vulnerable del país. La respuesta del Estado frente este escenario ha sido la instalación de mayores grados de vigilancia y represión sobre estas comunidades, asociando a sus habitantes –especialmente los más jóvenes- a potenciales criminales.

¿Cuántos más necesitan morir para que esta guerra acabe?

Marielle Franco, un día antes de ser asesinada

 

En los últimos días, tres masacres cometidas por miembros de la Policía Militar y la Policía Civil de los Estados de Sao Paulo, Rio de Janeiro y Bahía, pusieron nuevamente en discusión la fuerza desmedida de que hacen uso las fuerzas policiales del país.

Hasta el momento, de acuerdo con la información oficial, por lo menos 56 personas fueron ultimadas en operaciones realizadas en esos Estados, aunque el número puede subir de acuerdo a defensores de los Derechos Humanos que siguen recabando informaciones sobre las víctimas. Las masacres fueron realizadas en las localidades de Guarujá en el litoral paulista (15 muertes) en Camacari, Salvador e Itatim en el Estado de Bahía (31 muertes) y en el Complexo da Penha, zona Norte de Rio de Janeiro (10 muertes).

En los tres casos, por relatos de habitantes de esas comunidades, se sabe de situaciones en que pobladores y trabajadores desarmados fueron fusilados sumariamente por la policía, sin derecho a legítima y amplia defensa. Solo en la ciudad de Rio de Janeiro, en lo que va de este año se han producido 33 masacres en favelas y áreas periféricas con 125 personas fallecidas. El perfil de la mayoría de los muertos o presos en estos “enfrentamientos” es el mismo: son jóvenes, pobres y negros.

El 6 de mayo de 2021, una tropa de la policía civil de Río de Janeiro entró en la comunidad de Jacarezinho y mató a 27 moradores, todos hombres jóvenes, negros y pobres. Según consta en las investigaciones posteriores, la mayoría de estas personas fue ejecutada sumariamente, con disparos en la nuca después de haberse rendido (La banalización de la muerte y la masacre de los pobres).

Esta enorme letalidad plantea seriamente la discusión sobre el carácter violento y extralegal que promueve el Estado brasileño para enfrentar a aquellos grupos o individuos que considera “criminales”. Es decir, dicho Estado se ha caracterizado por haber ejercido una violencia permanente sobre las poblaciones más pobres y vulnerables. La secuencia sostenida de asesinatos y masacres provocadas por agentes del Estado durante el gobierno de Bolsonaro, solo vino a confirmar la dimensión de cuanto se encuentra enquistado en el aparato público el desprecio por la vida de pobres, negros e indígenas.

En el primer año de gobierno del ex capitán, fueron más de 47 mil muertes violentas en el país, de las cuales el perfil de la mayoría de los fallecidos era similar, 74% de ellos eran negros que residían en áreas pobres y la mitad tenía entre 15 y 29 años.

Aun cuando una parte de los fallecidos en estas acciones se encuentra vinculado con actividades de tráfico de drogas, ellos forman parte de una estadística entre aquellos que fueron ejecutados por la policía y agentes de seguridad sin derecho a un juicio previo. Pero, además muchas de las muertes corresponden indudablemente a personas inocentes que fueron ejecutadas por causa de una simple sospecha o porque fueron alcanzadas por las llamadas balas perdidas.

Esta “incompetencia” de las Policías de Rio de Janeiro ya fue contabilizada por investigadores de la Universidad Federal Fluminense (UFF) que analizaron 11.323 operaciones en el Estado durante los últimos 15 años, llegando a la conclusión que, del número total de muertos, heridos y presos, en el 85% de estos casos las acciones fueron ineficientes o directamente desastrosas.

El mismo informe apunta que “las actuaciones policiales pueden ciertamente ser impulsadas por la emoción y, consecuentemente, por motivaciones que pueden extrapolar los límites del deber funcional de los policiales”. Lo anterior solo viene a confirmar la falta de preparación que poseen dichos agentes en muchos aspectos de su formación profesional.

El Estado brasileño y la criminalización de los pobres

En su análisis del Estado moderno, Max Weber definía tal Estado como una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un determinado territorio la violencia física legitima como medio de dominación.

Dicho Estado, por lo tanto, se encontraría avalado por la aceptación de la ciudadanía para ejercer el uso exclusivo de la violencia, a partir de la legitimidad que le otorgaría la propia población que decide voluntariamente obedecer a este poder por un fin superior de la sociedad.

Entonces surge la siguiente interrogante: ¿Cuál es la legitimidad que posee un Estado que traiciona la confianza de sus ciudadanos cuando reprime a los grupos más desprotegidos? En rigor, lejos de cumplir y respetar este compromiso con los habitantes del país, el Estado brasileño se ha constituido desde sus orígenes como un Estado policial, represivo, miliciano y autoritario, destinado a aplicar una violencia desmesurada e intencional sobre sus poblaciones más pobres y vulnerables.

Desde los tiempos del descubrimiento, las agencias de seguridad del Estado se han encargado de criminalizar y masacrar a los pobres, como ha sido estudiado y documentado por centenas de trabajos relativos a la violencia policial durante el Brasil Colonial, Imperial y Republicano.

A fines del siglo XIX los primeros asentamientos urbanos ubicados en los morros recibieron el nombre de “barrios africanos” y posteriormente de favelas. Con la aparición de las favelas más modernas a comienzos de los años setenta, estas áreas de la ciudad fueron consideradas un verdadero caldo de cultivo de violencia y criminalidad. El proceso de producción de los espacios de la favela fue tradicionalmente marcado por la oposición entre el mundo de la sana convivencia del asfalto (ciudad baja) y el mundo conflictivo y peligroso de los morros, foco de la criminalidad y la delincuencia.

Por lo mismo, las favelas han sido identificadas durante mucho tiempo como zonas dominadas por el miedo y por prácticas ilegales que es necesario combatir con excesivo y ejemplar rigor. Entonces, las policías fueron preparadas durante décadas para considerar a los habitantes de estas comunidades como enemigos de la Patria. Ni siquiera el Proyecto de las Unidades de la Policía Pacificadoras (UPP) logró superar esta visión de que las favelas son un espacio de terror que incuba un “enemigo interno”, reproduciendo al final el mismo padrón represivo utilizado históricamente como mecanismo de control y sumisión por la Policía Militar.

El aumento de la pobreza, la disminución de las garantías laborales y sociales, la fragilización del empleo y, en general, la precarización de la vida impulsados por el neoliberalismo salvaje solo ha provocado una profundización de las condiciones de sobrevivencia de la población brasileña, especialmente claro, de los habitantes más vulnerable del país. La respuesta del Estado frente este escenario ha sido la instalación de mayores grados de vigilancia y represión sobre estas comunidades, asociando a sus habitantes –especialmente los más jóvenes- a potenciales criminales.

En estos días, la sociedad brasileña ha recibido con estupor las noticias sobre el asesinato de un niño de 13 años a manos de la Policial Militar, que luego de estar herido en el suelo, ha sido rematado –según testigos- con un tiro en la cabeza. Este crimen alevoso fue cometido en el barrio de Ciudad de Dios, el mismo que fue conocido mundialmente a través de la película del mismo nombre.

Frente a los “excesos” de la Policía, las autoridades responden con la impunidad de los victimarios, cuando no con la displicencia de sus instituciones. Ello porque para el Estado brasileño -desde hace muchos años-, el combate a los pobres pasó a ser el combate de los pobres por medio de la penalización, la cárcel o el asesinato. Como certeramente nos advierte Loïc Wacquant, “la penalización funciona como una técnica para la invisibilización de los problemas sociales que el Estado ya no puede o no quiere tratar desde sus causas, y la cárcel actúa como un contenedor judicial donde se arrojan los desechos humanos de la sociedad de mercado”.

Y el asesinato, diríamos, opera como una estrategia del terror para propagar el miedo y la subordinación incondicional al Estado y a los designios del mercado entre la población más pobre. La consigna repetida incansables veces por la extrema derecha de que “bandido bueno es bandido muerto” se internalizó en las instituciones policiales y su consiguiente huella mortífera que se sigue arrastrando por el territorio brasileño hasta el presente momento.

¿Qué respuesta pueden dar las instituciones del Estado Democrático de Derecho y la propia sociedad? Quizás esta sea la hora más precisa para que el actual gobierno transforme sustancialmente esta realidad macabra que continúa perpetuándose al interior de las fuerzas de seguridad, muchas veces con el respaldo o la omisión aberrante del sistema judicial amparado por un ficticio Estado Democrático de Derecho.

Y, por cierto, también el conjunto de la sociedad brasileña deberá desempeñar un papel protagónico en la denuncia permanente y en la protesta activa contra las acciones de estas policías que siguen escudándose en la displicencia de los ciudadanos, así como también continúan refugiándose en la impunidad que otorgan las instituciones del Estado.