El conflicto por “el tono” de la conmemoración de los 50 años
¿Cuál debe ser el tono de la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado? Es la pregunta que expertos y políticos se hicieron al diseñar el slogan de la conmemoración oficial de nuestra dolorosa ruptura democrática.
Es la pregunta que intentó responder Patricio Fernández, el ex delegado presidencial a cargo de esta tarea y cuyo esbozo de respuesta le costó la renuncia a ese mismo cargo. En su intento vano de hacer abstracción del sentido de esta fecha y situarse en un rol de observador externo e imparcial, terminó disociando el golpe de Estado de sus consecuencias posteriores en la sociedad chilena. El conflicto que su renuncia desató después ya lo conocemos.
“Sectarismo, purismo, cancelación, autoritarismo de la izquierda más radical”, se han aventurado a decir algunas voces de Chile Vamos y también, algunos militantes socialistas que defendieron a Fernández e interpretan su salida como el desperdicio de una gran oportunidad de construir una narrativa conciliatoria y de unidad nacional, en la que incluso los partidos de derecha estarían dispuestos a participar, siempre y cuando, la conmemoración mantenga ciertos bordes, para usar la nomenclatura del proceso constitucional, hoy controlado por la ultra derecha.
En este contexto, es importante señalar que las razones de la desconfianza de las organizaciones de Derechos Humanos hacia la figura de Fernández (y no sólo hacia él), no tienen nada que ver con su gestión ni con sus dichos más recientes. Son mucho más profundas.
Una vez más, el Estado chileno creyó que podía imponer una narrativa de la reconciliación que incluya a todos los actores (incluso a los que nunca han querido reconocer que en Chile hubo una dictadura), sin haber generado las condiciones institucionales necesarias para avanzar en un acuerdo civilizatorio mínimo en materia de Derechos Humanos.
Así, el relato que impone el slogan de la conmemoración Memoria, democracia y futuro es conflictivo por varias razones que es preciso comentar en detalle:
¿De qué memoria estamos hablando? Hasta ahora, el Estado chileno jamás ha diseñado una política oficial de memoria y educación en Derechos Humanos que defina los contenidos de una conmemoración tan importante. Han pasado 50 años del Golpe de Estado y seguimos sin ley que condene el negacionismo y la desaparición forzada todavía no está tipificada como delito en nuestra legislación.
¿Cuántas personas en Chile conocen el calvario que pasaron los familiares de detenidos desaparecidos que no podían declarar su muerte presunta para no afectar los procesos judiciales basados en la figura del “secuestro calificado”? ¿Cuántas personas saben que, aun en los casos que constaban en el Informe Rettig, los propios familiares de las víctimas debían probar la desaparición ante un juez para poder hacer cualquier otro trámite en la justicia civil? (Entiéndase Posesión Efectiva, matrimonio civil, compra y venta de bienes, etc.).
Ese vacío legal duró hasta septiembre 2009, cuando por fin la Ley 20.377 les permitió declarar la ausencia por desaparición forzada. Sin embargo, para que la ley aplique, la ausencia debe ser solicitada ante un juez que la declare “admisible”. En Chile los desaparecidos están ausentes, pero no están legalmente muertos. No sólo no tienen una tumba donde sus familiares los puedan llorar y recordar. Tampoco tienen certificado de defunción.
¿De qué democracia hablamos? Tras el fracaso del proceso constituyente, seguimos presos de las instituciones autoritarias y el sector que apoyó el golpe de Estado lo sigue justificado. La derecha chilena jamás ha asumido su responsabilidad política y material en la desestabilización del país durante el gobierno de Allende. Tampoco asumen el rol central que jugaron en la consolidación institucional de la dictadura y cuya condición de posibilidad fue la mantención de su dispositivo de represión.
¿Será la derecha capaz de reconocer que el ocultamiento de los crímenes de lesa humanidad no fue exclusiva responsabilidad de los servicios de seguridad de Pinochet? ¿Están dispuestos a declarar públicamente que las violaciones a los derechos humanos fueron responsabilidad de todo el “gobierno militar” (como ellos prefieren designarlo) y, por lo tanto, también de sus ministros y funcionarios?
¿Qué democracia queremos proteger? La que tenemos hoy es una democracia de mayorías circunstanciales, donde quienes ganan las elecciones pretenden borrar todas las discusiones previas de sus adversarios y así, imponer su propia agenda política. Una democracia donde las acusaciones constitucionales se ha convertido en la estrategia de la oposición para obstruir el gobierno. ¿Queremos proteger la democracia donde las encuestadoras pagadas nos imponen los temas públicos a debatir? ¿La democracia twittera y de las noticias falsas, donde el voto popular se convierte un barómetro de los miedos que administran quienes tienen el monopolio de los medios de comunicación?
¿Qué futuro se vislumbra si los hechos del pasado son todavía desconocidos para las nuevas generaciones y para mucha gente que, habiendo vivido en dictadura, parece ignorar las consecuencias de este capítulo de nuestra historia? ¿Cuántos escolares y ciudadanos comunes, sobre todo, los que declaran en las encuestas que les da igual vivir en un régimen autoritario-, conocen el contenido y la diferencia entre el Informe Rettig y los Informes Valech I y II? ¿Qué imagen de la violencia política es posible elaborar cuando los testimonios de las víctimas y los nombres de los perpetradores tienen un secreto de 50 años?
Mientras el clima político se enrarece y la apología al autoritarismo revive, las víctimas de las violaciones a los derechos humanos y sus familiares son llamadas, una vez más, a contribuir a la reconciliación nacional como si fueran los años 90. Tras largas décadas de lucha y de espera por el reconocimiento genuino de sus demandas; después de aguantar múltiples formas de revictimización por la ausencia de una legislación moderna en materia de derechos humanos, sin saber dónde están sus muertos, sin haber recibido ni verdad, ni justicia, ni la reparación que el Estado tiene la obligación de garantizarles, son llamadas a la mesura y cooperar con el clima de unidad nacional.
Se les pide incluir a todos los sectores y a todas las voces, incluso a las que nunca se levantaron en defensa de los derechos humanos. Les piden que se sienten al lado del mismo sector político que se mofó de su sufrimiento y que aún relativizan los crímenes de sus amigos, parejas y familiares. Ese mismo Estado democrático fallido, que tantas veces los dejó esperando, les pide a las víctimas que hagan un gesto democrático y acepten su “tono conmemorativo”.
¿Tiene el Estado y sus elites políticas el derecho decirles a las víctimas cómo se deben sentir después de 50 años de injusticias?
¿Tienen los técnicos y los expertos, la autoridad moral para pedirles a las víctimas que se guarden la rabia y la frustración que han acumulado durante décadas de esfuerzos infructuosos por saber la verdad?
¿Es posible que haya columnistas que se atrevan a pedirles a los familiares de las víctimas que dejen de lado la nostalgia y se abstengan de expresar el dolor del duelo por sus asesinados?
¿Se puede cerrar el duelo en un país donde los asesinados no están muertos?
¿Cuánta indolencia más deben aguantar las víctimas antes de ser realmente comprendidas?
El anuncio del Plan Nacional de búsqueda de los detenidos desaparecidos y la entrada de Manuel Guerrero Antequera como encargado de contendidos en La Moneda, parece ser la última oportunidad de enmendar el rumbo de esta triste conmemoración. Como sociólogo experto en el estudio de la violencia política, pero también como hijo de un ejecutado político, Manuel Guerrero puede contribuir a una reflexión real y profunda sobre las causas y consecuencias sociales del terrorismo de Estado.
Hasta ahora, los ejes contemplados en el diseño del Plan Nacional de Búsqueda no señalan claramente cuál será el rol de las Fuerzas Armadas en el esclarecimiento de las desapariciones y en la búsqueda de restos. ¿Qué podemos esperar de la Armada, el Ejército y la Fuerza Aérea? ¿Entregarán información fidedigna o mentirán como lo hicieron en la fallida Mesa de Diálogo del año 2001 y como lo han hecho, hasta ahora, en los procesos judiciales de derechos humanos? No hay garantías de que cooperarán de manera genuina con los distintos ministerios.
Este fin de semana, el presidente Boric hace un nuevo intento e invita a todos los partidos políticos a suscribir una declaración conjunta de repudio al Golpe de Estado. Espera que esta declaración sea el inicio de un “acuerdo civilizatorio” y un compromiso público con el Nunca Más. Una parte de la derecha le da un portazo y la otra, le dice lo mismo de siempre. Que lo firmarán sólo si la izquierda dice lo que ellos quieren: que el golpe de Estado se justifica por el gobierno de la Unidad Popular. O sea, una declaración “civilizatoria” que vuelve a responsabilizar a las víctimas de su masacre.
En este clima enrarecido por la regresión autoritaria, es lamentable constatar que ninguna de las preguntas que plantea esta columna parece tener una respuesta ética y política clara en el Chile del año 2023. Sin un reconocimiento público de la masacre que significó el golpe de Estado y sin una política integral de memoria y educación en Derechos Humanos, las conmemoraciones están condenadas al fracaso. Son sólo un slogan que no tiene sentido ni para las víctimas, ni para el resto de la sociedad.