Gabriela y los pueblos indígenas, africanos y del Mediterráneo
Gabriela Mistral tiene en la naturaleza su inspiración recurrente y la disfruta con los pueblos indígenas, africanos y del Mediterráneo: los formidables manaderos espirituales y corporales de la América morena. Los pueblos que respiran la sensualidad y el misticismo de lo terrestre. Nuestros pueblos místico-sensuales, dice Gabriela. En su compañía se distancia del verbo divino, el logos enseñado en forma escolar por los blancos.
Para sus íntimos ella es naturaleza, agua, vitalidad vehemente de la Tierra. La describe Alfonso Reyes: “Montañosa y profunda como los barrancos y las arrugas graníticas de los Andes, mansa y juguetona en los deshielos que bañan con su caricia las risueñas laderas”. Laura Rodig la recuerda: “Allí en Los Andes aprendí de ella a escuchar en silencio el crecimiento del cáñamo y la espiga, o bien la fragorosa correntada del Aconcagua”. Una mujer así no se aviene con la academia europea. Cuando se entera que su obra será prologada por el filósofo y poeta francés Paul Valéry responde alarmada: “No entiendo que se haya pedido ese prólogo a Paul Valéry. […]. No puede darse un sentido de la poesía más diverso del mío que el de este hombre. Yo soy una primitiva, una hija de país de ayer, una mestiza y cien cosas más que están al margen de Valéry”.
Su intimidad con Doris Dana es una querella entre su morenidad y el modo europeo de la amada neoyorquina: “En cuanto a la cortesía de corte inglesa que tienes conmigo, casi casi me ofende, Doris. Yo te trato a ti como si hubieras nacido conmigo en el Valle de Elqui” (Carta a Doris, 1949). “[No] veo más razón para tu ruptura conmigo que el no ser yo una americana y el no ser una caucásica de raza y el tener una ideología de mestiza, de color people” (Carta a Doris, 1950).
Gabriela se identifica con los pueblos de América indígena, los incas y los mayas adoradores del sol. “A ti entraremos rectamente / según dijeron Incas Magos” (del poema “Sol del Trópico”, en Tala). Celebra la sabiduría ancestral de los Andes: “¡El amauta hacía de inspirador, pero también de organizador en las fiestas solemnes y las populares! Hoy diríamos que él proveía al pueblo de su pan de alegría” (“Algo sobre el pueblo quechua”).
De paso por Chile declara a la revista Ercilla, en 1938: “No debemos olvidar que somos indoamericanos. Una revolución social debe inspirarse entre nosotros en ideales indoamericanistas. ¿Qué quiere usted? Tengo ese misticismo pagano, mitad quichua y mitad maya, y no olvido mi sangre india”. Con bravura le comenta a su amigo judío Waldo Frank: “Sólo en la Araucanía tuvimos indiada digna de Israel, huestes de pecho ancho sin temor del acero toledano” (Carta a W. Frank, 1942).
Gabriela tiene ancestros africanos: lo confirman los estudiosos de su biografía. Mistral confiesa este vértigo a su amiga la escritora venezolana Teresa de la Parra: “[Creo] de más en más que un campo con negros brujos, bananos y piñas son la solución tuya como la mía. Ojalá pueda yo ofrecerte, en tiempo más, una cosa así, sin frío europeo, sin blanco decadente […]. Connie se allana a cargar con los papeles consulares, a dejarme dormir y a entregar mi felicidad a los negros, a las negras y a la hierba. No tomes esto a desvaríos y a la neurosis de la guerra: me lo tengo muy pensado” (R. Hiriart, Correspondencia inédita de Gabriela Mistral y Teresa de la Parra, 1988). Gabriela identifica la presencia africana con la alegría de la Tierra: “Después el satín se abre generosamente en un gran pliegue de larga risa congolesa” (“El higo”). “Los negros caribes ríen; / las burlan, gritan, las atrapan. / Alcanzaron a aspirar / la esencia de la naranja” (“Grúas: Matriarca”).
Gabriela se empapa del Mediterráneo semita, de árabes y judíos: “Se camina por la aguda tierra de Andalucía […], recordando al árabe a cada paisaje perfecto que salta al ojo […]. Lo español retrocede; estorban un poco sus injertos intrusos; a trechos se le olvida. Tan impetuosa es todavía la presencia semita. Se miran con un impertinente cariño los rostros árabes rezagados que encontramos […] Raza más acendradamente culta que las del árabe-español y del judío-español, que aquí se enderezaron, no las ha repetido el Oriente en ninguna de sus acampaduras geográficas” (“Recuerdo del árabe español”).
Gabriela celebra sus propios ancestros sefardíes. Con el ardiente sol del Mediterráneo redescubre al pintor chileno Juan Francisco González: “El color morocho subido le vendría de los muchos soles y resolanas recibidos o de la vieja curtiduría andaluza-árabe de sus sangres. […]. Pecho adentro él era un mediterráneo completo, montado sobre sus dos orillas: andaluz + marroquí + provenzal + siciliano + argelino: ascuas de todo esto le trajinaban cuerpo y alma” (“Recado sobre el maestro Juan Francisco González”).
Mistral, mujer-naturaleza, espíritu tropical, termina descreída de la cultura. Dice en 1953: “No creo ya en la cultura. Hace a los hombres más engreídos, los hunde en la xenofobia”. Es su distanciamiento del dogmatismo de las letras, del estiramiento académico. Hernán Díaz Arrieta, Alone, miembro de la Academia Chilena de la Lengua y de la Academia Chilena de la Historia, escribe tras la muerte de la poeta: “Gabriela Mistral no amaba a Chile” (Anales de la Universidad de Chile, 1957). Tendría que haber precisado: el Chile superficial, elitista, conservador a lo Andrés Bello. Dijo la escritora en una oportunidad sobre el sabio venido de Londres: “Como aquél era amigo de los capitalistas, no quiso salvar a Bilbao, a la hora del destierro, él, que era el único que podía” (El Mercurio, 1924).
La estatuaria oficial representa a Mistral con un libro en sus manos, o junto a niños con libros. En Santiago o en Montegrande. ¿Le habría gustado la pose? Mejor quiero recordar que ella puso de cabeza la imaginación sobre la Tierra y sus profundidades insondables. Para ella no es un lugar inventado por los europeos para expulsar a sus enemigos: indígenas, africanos, judíos o musulmanes.
Para Gabriela es un lugar deslumbrante como selva africana, como selva tropical. Así disfruta extasiada en las grutas mexicanas de Cacahuamilpa: “La gruta es una catedral maravillosa […]. ¡Es un bajo relieve de interior de selva africana! […]. Aquí el aire es denso, cual en el seno de la selva tropical. […]. La impresión de lo divino me la han dado a mí sólo el abismo de la noche estrellada y esta otra hondura que también hace desfallecer. […]. Cuando yo era niña y preguntaba a mi madre cómo era dentro de la Tierra, ella me decía: Es desnuda y horrible. Ya he visto, madre, el interior de la Tierra: como el seno abullonado de una gran flor, está lleno de formas, y se camina sin aliento entre esta tremenda hermosura” (“Las grutas de Cacahuamilpa”).