Falsos socialdemócratas chilenos
Hay conceptos que han bailado en la boca de muchos durante estos más de 30 años de democracia. En los 90, durante un comienzo complejo en el que todas las reglas ya estaban establecidas por la dictadura, las entonces nuevas fuerzas democráticas debieron crear un relato, un discurso no tan cierto, pero que daba esperanzas a la gente y hacía más fáciles las conversaciones con los perdedores del plebiscito, que realmente eran los grandes ganadores ideológicos.
Por eso se acuñó el término “la democracia de los acuerdos”, con la intención de que las controversias del pasado, bajo la mano de hierro del dictador, en un régimen libre podían solucionarse sin altisonancias, sin ánimos crispados, sino sólo con el sano y calmado diálogo.
Como es evidente, ese espíritu, con el que se pretendía barnizar el nuevo régimen político que comenzaba, cumplía un rol comunicacional más que estrictamente político. Esos acuerdos de los que tanto se hablaba realmente eran una manera de resistir desde la entonces joven coalición gobernante frente a aquello inevitable, que era el poder con el que había quedado el Ejército y el sector político que lo apoyó durante 17 años.
Con el tiempo, a diferencia de lo que uno podría esperar, estos eufemismos se fueron convirtiendo en una herramienta política no para decirle al resto que estaban logrando acuerdos con quienes nunca se pudo acordar nada, sino para que ellos mismos, que formaban parte del conglomerado y habían llegado a cierto nivel de confort personal y político en la mezcla política y económica del país, pudieran encontrar un lugar seguro para fundamentar sus decisiones o la falta de ellas en una dirección determinada.
Los años pasaron y los gobiernos concertacionistas hicieron bien lo que pudieron, con las falencias que ya mucho se han comentado en materia pública; se hicieron mea culpas, se lamentó lo realizado, pero también muchos levantaron con orgullo esa época debido al adversario que enfrentaban en ese entonces.
No era para menos: se había logrado, a pesar de todo, tranquilizar a un tirano que fue perdiendo poder al no saber cómo manejarlo fuera de La Moneda. La democracia no era algo que le acomodara.
Con la aparición de nuevas generaciones de izquierda, luego del final concreto de la Concertación como idea y como administrador de un camino tortuoso y desafiante, ese mundo mostró sus intestinos problemas políticos.
Mientras algunos partidos, aquellos que se sentían más cercanos ideológicamente a la savia nueva que venía de las calles, trataron, muchas veces infructuosamente, de aliarse con quienes decían representar el futuro, otros se fueron alejando de a poco hasta que, finalmente, en medio de un plebiscito constitucional, decidieron reivindicar los denostados años desde su curiosa perspectiva.
Así, cuando gran parte del llamado “socialismo democrático” (otra manera de identificarse de acuerdo a lo que alguna vez pretendieron hacer, pero nunca hicieron) ya estaba al interior del nuevo oficialismo millennial, quienes tenían reparos con el proceso constitucional decidieron crear un nuevo frente de acción. Unos se llamaron Amarillos (cuando no hay nada de amarillo en su defensa a ultranza de una moderación militante) y otros Demócratas (como si nadie más lo fuera).
Estas nuevas fuerzas, con más representación en los medios que en la ciudadanía, hicieron un buen trabajo comunicacional al apropiarse del triunfo del Rechazo a la Constitución, apoderándose de la idea de la socialdemocracia, o de lo que ellos creían que era la socialdemocracia.
Según creen, son la gran herencia de la época posdictatorial; los dueños de esa “sensatez” que está a sus ojos extraviada en la actualidad.
Aunque digan pensar más que sus hijos políticos o abrazar el raciocinio de manera más sustanciosa que quienes hoy gobiernan, no son más que la representación misma de aquello que dice ser lo que nunca fue.
Son la vulgarización de los llamados 30 años de manera casi tan caricaturesca como la de quienes creen que de esa época no hay nada bueno que rescatar. Son los que cruzaron el llamado “puente del NO” en la campaña del Rechazo como si el proceso de democratización de Chile hubiera sido una simple y alegre fiesta del bien pensar democrático.
Esos mismos sujetos, encabezados algunos por un Cristián Warnken que habla de todo lo que no sabe -como por ejemplo la socialdemocracia-, no han sido capaces de hacer ni una mínima apreciación sobre el rechazo de la reforma tributaria del gobierno, tal vez la iniciativa más característica del pensamiento al que dicen adscribir.
Los falsos socialdemócratas chilenos se hicieron propietarios de algo que nunca hubo en Chile. Se inventaron una historia en la que creyeron que la moderación era lo mismo que sentir pánico y hacer como si se hicieran las cosas. Convirtieron una necesidad histórica de los años 90 en una forma de sobrevivencia e intentaron convertir la historia en un monumento estático y pétreo al que sólo ellos pueden subirse.