Crítica de cine: “Imperio de la luz” y las luces y sombras del séptimo arte
A inicios de los años 80, Hilary Small (Olivia Colman, siempre brillante) administra el glamoroso cine Empire, en la ciudad costera de Kent. Es una mujer solitaria y taciturna, que intenta sortear los efectos de una fuerte depresión.
El Empire es su refugio, el único lugar donde se siente protegida y libre, tras las luces de la proyectora, las paredes de terciopelo y los sueños de un mundo ficticio. Sus interacciones sociales también se remiten a las paredes del cine: el Sr. Ellis (Colin Firth), su jefe abusivo; Morgan (Toby Jones), el proyeccionista, una suerte de versión amigable y flemática del Alfredo de Cinema Paradiso; sus compañeros de trabajo Neil (Tom Brooke) y Janine (Hannah Oslow).
La llegada al Empire de Stephen (Micheal Wardd), joven de origen africano lleno de entusiasmo por la vida, le mostrará nuevas luces a Hilary, transformando su vida monótona y gris en una película de Hollywood.
El cine del director británico Sam Mendes, con sus altos y bajos, siempre se ha empeñado en resaltar las luces y sombras de sus personajes. Películas como Belleza Americana, Solo un sueño o Camino a la perdición, retratan el mito que se encuentra con la realidad, la muerte del sueño americano y el poder del cine como refugio de una realidad ineludible.
Se ha dicho que Imperio de luz es su película más personal, ya que el personaje principal estaría basado en su propia madre. Algo así como la mamá de Steven Spielberg en su aclamada última película, The Fabelmans.
Pero en Imperio de Luz no hay infancia, hogares que se quiebran, despertar a la adultez ni abandonos precoces.
Es el relato de una mujer sola e incomprendida que encuentra su salvación en un espacio físico que la protege, donde las luces siempre están encendidas, los terciopelos brillan, las escaleras son majestuosas y las personas sonrientes e ilusionadas.
Donde una mampara de vidrio deja entrever el mundo exterior, pero lo deja afuera, como un espectáculo ajeno, evitando que entre y cause estragos con su exceso de realidad. Y por supuesto, está la sala oscura.
El espacio compartido por desconocidos con un objetivo en común, donde nadie te juzga o conoce tu historia, donde todos miran hacia adelante y el reflejo de la proyección ilumina sutilmente cada rostro, como si fuera el único en la sala.
La existencia es un transcurrir de dos dimensiones: la que ocurre en la realidad y la que corre en las películas.
Así, Sam Mendes hace un viaje nostálgico por su propia historia, mientras entreteje el relato propio y el imaginario colectivo a través de pequeñas acciones cotidianas: la limpieza minuciosa después de las proyecciones, el puesto de popcorn y bebidas que comienza a vaciarse, el ticket que se corta cientos de veces al día, la cinta que se engancha en el proyector.
Retazos del pasado que construyen un engranaje perfecto y orquestado. Pero esta confección es tan impecable, que a ratos se percibe demasiado ficticia. Es decir, la recreación histórica, las interacciones coreográficas entre los personajes y la perfección del espacio físico, hace que la magia se fuge de algunos fotogramas.
Imperio de luz quiere abarcar todo: la Inglaterra de los 80, la nostalgia por el pasado, la sanidad mental, el racismo, el adulterio, las relaciones prohibidas, la soledad.
Esa ambición arriesga con derrumbar el entusiasmo inicial, como si fuera un castillo de arena que pierde su equilibrio (haciendo alusión a una de las escenas más orquestadas de la película). El truco debe ser sutil, fluido, apenas perceptible, no volverse el centro de atención.
De todas formas, en Imperio de luz el centro de atención está claro. No son las luces de neón, ni los conflictos sociales, ni si quiera el propio cine. Es Olivia Colman. Pocas actrices logran conjugar así la fragilidad y la potencia, despertando siempre empatía, no importa lo que haga su personaje o cuánto se salga de la norma.
Olivia siempre se transforma, sin excepción, en la fuerza gravitante de la película. Y solo basta una escena para entender este principio. Hilary sentada sola en una sala del Empire, viendo la proyección de una película por primera vez.
El filme escogido es el grandioso Desde el jardín, donde Peter Sellers nos regala su última actuación antes de morir. Un personaje también solitario y taciturno, que se refugia en un lugar seguro, que conoce el mundo solo desde una perspectiva. Y que deberá salir de su zona de confort para descubrir la vida. Las lágrimas que provoca son deliberadamente inducidas. Pero reales.
Más allá de sus claros y oscuros, la película de Sam Mendes es un ensayo sobre la luz. Esa que ilumina a algunos y que condena a otros a la oscuridad. El contraste entre luces y sombras que nos permite ver la vida, revelar imágenes escondidas, darle vida a un fotograma estático y transformarlo en movimiento.
También sobre las luces engañosas, las que encandilan, tan deslumbrantes que duran solo un momento y luego pueden dejarte en la más absoluta oscuridad. También nos habla de la luz que nos dan otros, como hace el Sol con los astros que giran a su alrededor. Esa que nos hace brillar más si nos dejamos iluminar por la estrella indicada.
Ficha técnica
Título original: Empire of Light
Dirección: Sam Mendes
Guion: Sam Mendes
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Roger Deakins
Reparto: Olivia Colman, Micheal Ward, Colin Firth, Toby Jones, Tanya Moodie, Crystal Clarke, Tom Brooke, Hannah Onslow, Adrian McLoughlin, Ashleigh Reynolds.
Distribuidora: Cinecolor Films
Año: 2022
Duración: 119 minutos
País: Reino Unido
Cine El Biógrafo