Las isapres y su canción desesperada
Sin ningún tipo de pudor, ahora cuando el negocio deja ser negocio, corren por todos los pasillos y todas las editoriales del país para que las salven. ¡Qué haremos con todos nuestros afiliados!, se repite por todas partes, porque eso es supuestamente lo que los mueve a pedir a gritos por todos los medios posibles una ayuda. Bastante paradójico pues se demuestra que en sus épocas de bonanza nunca pensaron realmente en sus afiliados; por ejemplo, cuando subían indiscriminada y unilateralmente los planes de pago de salud, o cuando abiertamente por décadas discriminaron a la población con enfermedades de base, o por su edad, o sencillamente por la razón de ser mujer y joven.
Allí más que afiliados, usuarios o beneficiarios, sólo operaban ecuaciones matemáticas que decían cuán riesgoso era para el negocio cada uno de esos perfiles de “afiliados”. Así, si eran muy riesgosos, es decir, si no eran muy buen negocio, se les castigaba con sus planes importándoles nada, por cierto. Por lo tanto, eso de que son los mismos afiliados los que les importan, o los que los movilizan a una ayuda o solución, es a lo menos falaz o un insulto a la inteligencia de los mismos afiliados. ¿Qué hay detrás entonces?
Para nadie en este país es un misterio que las isapres están en una suerte de relación imbricada con clínicas privadas de las distintas ramas de salud y que muchas de estas, a su vez, también son en parte asociaciones de distintos médicos de las distintas áreas de la salud que existen. Es aquí cuando el problema finalmente es un inconveniente de sistema, por ello es que también las editoriales vociferan con el “sistema”.
Los afiliados confían mes a mes, por ley –y por su elección también–, sus dineros a entidades (incluso de capitales extranjeros) que ahora acusan que no pueden proveer lo que les prometieron y por ello es un problema “país” que urge, pero, a no engañarse, porque los que más sufren son los capitales que están puestos en toda la verticalidad del negocio de la salud. Tan desfachatado era el actuar o el operar del negocio que tuvo que ser otro poder del Estado –la Justicia–, por intermedio de la Corte Suprema, que les dijo no más de este tipo de cobros y los obligó a realizar devoluciones de pago de forma retroactiva –se supone que es parte de su descalabro económico–: es decir, estaban abusando u operando por fuera de la ley.
Para qué decir el enorme listado de licencias médicas impagas a sus “afiliados” porque evidentemente no era negocio para las compañías cursarlas. Verdaderas persecuciones se describen en distintas notas de prensa sobre distintas personas que a lo largo de los años presentaron estas licencias obteniendo sólo frustración porque a muchos y muchas sencillamente no se las pagaron.
La caída de las isapres es la caída de un modelo de salud abiertamente clasista y discriminatorio que lo único que hizo y hace por décadas es perpetuar la desigualdad de acceso a un derecho que, más que social, es un derecho humano y que en Chile desgraciadamente desde la dictadura se ha negado.
No es exageración sostener aquello, toda vez que se habla que el país existe un déficit de médicos –sobre todo especialistas– que algunos estudios sostienen que llegan ¡a 12 mil! ¿Por qué faltan tantos médicos? ¿Pocas carreras, pocas universidades, pocos titulados? Sólo variables.
Si por algún motivo cualquier persona en Chile tuviera una enfermedad que necesitara pabellón, en el sistema público después de una interconsulta podría esperar a lo menos meses, siendo años la norma. Si esa misma persona con la misma urgencia tuviera el dinero y se dirigiera a una clínica privada y pidiera un pabellón, la espera se reduciría a semanas, o a días según sea el sector donde esté esa clínica. ¿Qué ocurre entonces? ¿Faltan o no faltan médicos?
La realidad es que los médicos prefieren trabajar en un tipo de sistema y con mucha suerte dejan un día o a lo más un par de días al sistema público. Se calculan alrededor de 56 mil médicos en Chile. Nada podemos hacer con la distribución de su tiempo o decirles dónde tienen que trabajar, pero claramente escogen un sistema versus el otro, porque en el otro sistema aun con su estructura o problemas estructurales que están teniendo les conviene más estar allí, o se les hace más cómodo y también rentable. Interesante debate se abre de vocación, incentivos, elección, empatía y egoísmo a propósito de esta “debacle”, más que de salud, financiera.
Chile es más de 3 millones de personas. El sistema público de Fonasa opera en todas las entidades privadas. Perfectamente con tiempo y en forma eficiente podría absorber a la población restante y todo el mundo que conoce de salud, evidentemente lo sabe. Difícil es para alguien que se la jugó por un negocio ver que su negocio deja de serlo, pero no por eso las reglas del mercado tienen que desaparecer y correr a las reglas del Estado que tanto critican para que este los salve.
El Estado de Chile en plena dictadura, cuando se fraguaba esta forma de vivir que tenemos hoy, ya en ese momento tuvo que salvar a todos los bancos –algunos recientemente pudieron pagar esa deuda– porque de lo contrario – decían– nos hubieran caído todos los males. ¿Queremos volver a salvar a un negocio que como la historia demuestra siempre ha sido despiadado con las mismas personas?
Ojalá que el Poder Ejecutivo de turno no termine por nuevamente ceder a todo el poder vertical que arrastra este negocio. Quizás lo más difícil no es mover a 3 millones de personas a otro sistema: lo más difícil es que estas 3 millones de personas “se rebajen” a la idea de estar en el otro sistema donde están más de 13 millones. Quizás eso es lo que verdaderamente más los aterra: perder el apartheid construido en materia de salud, educación, vivienda, cultura, etcétera y etcétera. Difícil tarea. Veremos cuanta convicción queda.