Una obra de teatro en proceso sobre el Dios Miedo

Una obra de teatro en proceso sobre el Dios Miedo

Por: Giglia Vaccani Venegas | 28.12.2022
“Hacer que Dios exista” es un unipersonal que aborda el tema de la seguridad. Es decir, del miedo. Esa palabra gobierna la escenografía. Pero la lectura del tema propuesta por esta obra, parece acaso demasiado simple, muy en blanco y negro.

Antes de que culmine el año, y en vísperas del enero teatral, decido asistir a una obra en el Teatro del Puente, como un acto de fe. “Hacer que Dios exista” es -o más bien fue- una función única, la presentación inaugural de un proyecto en desarrollo, un work in progress planteado como la apertura de un proceso creativo, fruto de una residencia en dicho recinto, obra del Colectivo de Yerro.

¿Qué sentido tiene, para alguien cuyo rol es reseñar obras y eventualmente recomendarlas al público, asistir a un espectáculo de este tipo, un montaje que no tiene asegurada una temporada en la cartelera? De cualquier modo, es demasiado tarde para hacerse esta pregunta: ya asistí, y ya estamos acá, testimoniando el hecho, sin duda a la espera de que el mentado “proceso creativo”, decante en una pieza definitiva, una versión acabada, con funciones para que el público acceda a ella.

Entonces, siendo la función dijéramos apenas la inauguración de algo que no sabemos si continuará, o cuándo y dónde, podemos contar lo que sucedió y por dónde va la búsqueda de los artistas involucrados. Y podemos contar por ejemplo para comenzar, que los asistentes fueron, como era de esperarse, amistades y familiares, compañeros de estudios, “gente de teatro”, cómplices desde el inicio en el viaje propuesto por el dramaturgo y el intérprete, Tomás Bastidas e Ignacio Tolorza respectivamente. Esto terminó siendo relevante en varios sentidos. El primero de ellos, que por ejemplo no se cumplió con la hora de inicio de la función. El respetable público se permitió llegar atrasado, y el actor, en escena ya, recibió a los que entraron tarde con una ironía, pidiendo un aplauso por la puntualidad. A partir de ahí, el clima de confianza o de complicidad se tornó casi excesivo, como el calor que en una sala sin ventilación terminó haciendo bastante irrespirable la atmósfera.

“Hacer que Dios exista” es un unipersonal que aborda el tema de la seguridad. Es decir, del miedo. Esa palabra gobierna la escenografía. El intérprete se compenetra con su personaje, es un guardia de seguridad, y adopta el tono pesado, prepotente y autoritario de ese arquetipo de civil uniformado. Porque hay un estereotipo al respecto: el “paco frustrado”. Alguien que sonríe impostadamente, cuya amabilidad es tosca y rudimentaria cuando no de plano una burla, pues cree en la fuerza antes que en la razón, y considera un error las limitaciones impuestas legalmente para la contención del crimen, como eso de que ante la ley haya que probar no la inocencia sino la culpabilidad, eso de que sólo se pueda disparar cuando está en riesgo la propia vida, o eso de que no se pueda comprar armas libremente como en los EE.UU.

El perfil del guardia de seguridad es entonces el tema de esta obra. Esa psiquis. Hablamos de alguien que no pudiendo portar un arma, termina accediendo a ella, amparado por los requerimientos de la sociedad de mercado, de suerte que puede estar en una caseta municipal de seguridad ciudadana, o puede ser un guardia de un edificio residencial, de un supermercado, o del metro. Las empresas del rubro califican y capacitan a sus aspirantes con certificación OS-10 y protocolos estrictos que rara vez se cumplen cuando se trata de regular el eventual abuso de poder (como en carabineros), y suelen contratar a personas que cumplen con ese perfil sicológico o que cuentan con antecedentes curriculares al respecto. Exgendarmes, exmilitares, excarabineros, gente que conoce el código más duro de la violencia y que entienden que deben infundir miedo en todo potencial delincuente. No respeto, sino miedo. Porque en eso se basa la ética del agente de seguridad.

Por eso el protagonista interpela crudamente al público, lo reta como si fuese un niño cometiendo una travesura. Nos trata a los espectadores como a menores de edad. “Repitan conmigo”, dice, y enuncia sentencias como “la gente no es amable” o “sobran niños en este mundo”, supuestamente respaldadas en el incierto dato estadístico de que, de cada 100 personas, al menos una será víctima fatal de la delincuencia. La gente debe sentir miedo para que los guardias de seguridad existan. Todos somos potenciales delincuentes. La desconfianza es fundamental. El que está a tu lado, en la butaca de la sala teatral, puede asesinarte. No lo conoces, no sabes quién es. Piénsalo, puede ser. Estamos ante un perfil que en su máximo delirio linda con el Travis de Taxi Driver, alguien que quiere hacer justicia, con buenas intenciones, que quiere resguardar el orden social porque está harto de la cotidiana delincuencia, de la inmoralidad normalizada, aunque sea a balazos. Alguien que se parece mucho en el fondo a personajes tóxicos y peligrosos como Pancho Malo.

Porque podríamos entender que la tesis del montaje es que finalmente el guardia y el delincuente son dos caras de la misma moneda. Y esa verdad se hace patente en el momento más lúcido de la obra, cuando el protagonista nos revela su propia biografía de manera pretendidamente aleccionadora. “Les voy a contar una historia de amor”, nos dice. Y confiesa que es nieto de una mujer que cometió un crimen sanguinario y monstruoso, accidentalmente. Una anciana que en una discusión menor le lanzó un plato por la cabeza a su octogenario marido, y creyendo que lo había matado, decidió descuartizarlo para ocultar el cuerpo, sin darse cuenta de que el hombre seguía vivo: se había desmayado, al caer se había cortado con su propia placa dental la lengua, estaba de hecho sufriendo un infarto, y el dichoso plato ni siquiera lo había tocado. La crónica roja está plagada de sucesos de este tipo. Y es cierto que en el liceo, una alternativa más bien frecuente ante los estudiantes calificados como problemáticos, desordenados, hiperactivos, traviesos, o de plano maldadosos, solía ser ungirlos como encargados de orden, en aliados del inspector general. El gendarme está tan preso como el reo. Y muchas veces se conocen, fueron vecinos o compañeros de escuela, cuando no familiares. El personaje de este montaje, en su discurso de adoctrinamiento es tan amenazante como un cogotero. Esa es la idea, la tensión propuesta.

Cuando discursos públicos sobre la seguridad ciudadana llenan miles de páginas y de minutos de pantalla, reforzando el miedo y alimentando la inseguridad, convirtiéndolos en una verdad que le quita el sueño a una inmensa mayoría no del país sino del mundo entero, y los factores por lo tanto son tantos y de tan variados matices, entonces, a pesar de sus aciertos, la lectura del tema propuesta por esta obra, parece acaso demasiado simple, muy en blanco y negro. Hacer que Dios exista, es hacer que el miedo impere. Hasta ahí podemos estar de acuerdo. Pero sucede que está también lleno de agnósticos y ateos.

Finalmente, acaso todo esto que hemos elucubrado termine formando parte de la experiencia completa, porque al cabo de una hora aproximadamente, el guardia que nos ha enfocado con su cámara, interpelado y tratado como a sospechosos, que nos ha contado su vida para explicarnos por qué hay que tener miedo, termina diciendo “gracias eso es todo, esta obra es la apertura de un proceso, ahora los que quieren se pueden quedar en la sala y vamos a sostener una conversación sobre lo presenciado, y los que tengan algo más importante que hacer o un ser querido al que ir a cuidar, se pueden retirar”.

Y uno, que es padre de familia, o bien cuida a sus ancianos padres, no lo piensa dos veces y dice “no necesito quedarme a esto”. Eso fue lo que hice. Me paré y salí de la sala. Pero mi gesto pareció un desacato, pues nadie más se puso de pie, y sobre la misma, más bien se oyó un colectivo “ohhh” que era casi un “buuuu”. Es decir, se reprobó a quien optó por salir y no quedarse al conversatorio. Miré detrás mío, dudando un momento y al propio actor/guardia le dije “la obra terminó, ¿no es cierto?”. Afirmativo. Cuando iba saliendo, noté que detrás mío, otra pareja me había emulado. “Estaba demasiado caluroso y sofocante ahí adentro” comentaron al verme. Así se entiende lo que es una apertura de proceso. Y se entiende por lo mismo el riesgo que se corre al abrir la puerta. Lo mismo que se entienden los riesgos de permanecer en el encierro. Habrá que ver entonces cómo continúa, si es que lo hace, el mentado proceso (oh! reminiscencias de Kafka).

 

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