Plebiscito: la sangre y la esperanza
Recuerdo haber visto en más de una oportunidad al ex Vicepresidente segundo de España, Pablo Iglesias –cuando todavía era diputado de Podemos y llevaba moño ("el coleta" le llamaban despectivamente sus detractores)–, repetir como un mantra en el plenario del Congreso hispano que se aplicara la Constitución. Iglesias sabía –mientras enarbolaba un pequeño ejemplar de la Constitución española de 1978 en la mano– que muchas de las ideas que ellos promovían como agrupación no eran unas trasnochadas locuras revolucionarias: eran derechos que estaban contenidos y protegidos por la mismísima Carta Magna.
Pero, claro, todos esos inspirados artículos escritos en papel, y promulgados hace más de tres décadas, no se cumplían absolutamente para nada más de 30 años después. Y es que se olvida que las constituciones son como La Biblia para los católicos; todos tienen sus personales interpretaciones sobre el texto y nadie –absolutamente nadie– cumple sus designios a rajatabla. Incluso puede pasar lo opuesto, que muchos hagan exactamente lo contrario a lo que está escrito. El lucro en la educación, que podría categorizarse como lo más simbólico del modelo neoliberal en Chile, estaba prohibido explícitamente en la Constitución de Pinochet. Así como tampoco –vale la pena recordarlo– nunca fue constitucional matar y hacer desaparecer personas. Aunque en la práctica, lucrar y asesinar se hacía con brutal intensidad durante la dictadura, la Constitución no establecía esas rutinarias prácticas.
Había muchos resquicios, sin embargo, que permitían promover, justificar, contribuir u ocultar esos delitos y aberraciones, pero la Constitución de 1980 tenía otros propósitos más "nobles" y peligrosos: dar legitimidad al régimen militar, poner un marco general de discrecionalidades ideológicas autoritarias, y, sobre todo, proteger la obra económica de la dictadura incluso cuando ésta dejara de existir. O sea, exactamente tal y como ocurrió.
Una nueva Constitución no constituye un cambio radical en lo inmediato hasta que los artículos que la conforman tengan una expresión material en leyes. Aprobar la nueva Constitución no significa, por lo tanto, que todos sus artículos automáticamente se harán carne de un día para otro. Cualquiera sea el artículo, por pétreo e inquebrantable que parezca, puede ser eventualmente aprobado y desarrollado, pero también modificado, sustituido o quebrantado en su trámite legislativo hasta hacerse irreconocible.
Ahora bien, ese marco general, ese paraguas contractual, es lo suficientemente “contagioso” y expansivo para determinar un cierto espíritu de cuerpo y que sea tan complejo traicionarlo, qué, para efectos prácticos, resulte más fácil validarlo y dejarlo impotente que anularlo. Por eso el triunfo del Apruebo es una victoria decisiva en lo formal, pero estrictamente es el inicio de una larga travesía hacía la expresión real de esa victoria. La nueva Constitución lo que promete es una relación más justa y respetuosa con grupos que nunca –jamás– han tenido el suficiente poder para ser respetados ni hacerse respetar. Es la esperanza de nivelar un país completamente desnivelado.
Pero, ¿por qué esa esperanza clara, convincente y sólida de hace un año atrás, hoy se ve tan confusa, insegura y debilitada? ¿Por qué un proyecto otrora anhelado y admirable hoy –según los sondeos– es despreciado y cuestionable? Porque sea lo que sea que pase el domingo, el primer triunfo de la derecha es haber transformado un proceso virtuoso en un procedimiento antipático.
La derecha nunca quiso participar de la nueva Constitución y, arrastrada por las circunstancias, entró a regañadientes –empequeñecida y amurrada– a formar parte de su creación y, en algunos casos, a torpedear literalmente su funcionamiento. El fracaso de la izquierda es haber visto pasar la oportunidad de cerrar limpiamente un capítulo de nuestra historia y haberla puesto en riesgo, gane o pierda este domingo, sin estrategia alguna como si importaran más los contenidos de la constitución que asegurar el triunfo de esos contenidos.
La izquierda arrinconó tanto a esa derecha –empequeñecida y amurrada– en la Convención, que les negaron todas y cada una de sus propuestas, cada línea, punto o coma del nuevo texto, como si todas y cada una de las transformaciones dependieran de una sola frase, obligando a que hoy absolutamente ningún convencional derechista sea parte del Apruebo. Al mismo tiempo, la izquierda suministró una enorme cantidad de artículos imprecisos y ambiguos, muchísimas declaraciones soberbias y altisonantes, que le permitieron a esa misma derecha –empequeñecida y amurrada– construir tantas fake news como dudas legítimas, y de paso atraer a una centroizquierda tan orgullosa de la transición, tan cómoda con el neoliberalismo, que vio la oportunidad histórica de alejarse sin culpa ni vergüenza de la centroizquierda que la vio nacer. El fracaso de la izquierda es haber logrado que esa derecha empequeñecida y amurrada haya crecido y hoy tenga esa sonrisa nerviosa que promete sacarlos de su amurramiento.
¿Podrán esos persistentes errores de la izquierda y esa astucia desplegada por la derecha finalmente obligarnos a continuar bajo la constitución de Pinochet? Porque en el plebiscito del 4 de septiembre lo que realmente está en juego no es aprobar o rechazar la nueva Constitución. Lo que está en juego es respaldar o derogar la Constitución pinochetista. Es verdad, se vota por una nueva Constitución, pero el Rechazo es por consecuencia dejar que la Constitución que nos rige siga existiendo. Y poco importan las salidas alternativas que se proponen. En la práctica, el triunfo del Rechazo significaría esperar al menos uno o dos años para que una nueva propuesta constitucional comience con nuevos convencionales, con un nuevo proceso, con un nuevo referéndum y con mucha más de la vieja e inconmensurable incertidumbre. Entretanto, Pinochet seguirá sonriendo desde el infierno y su Constitución, bien gracias, seguirá ahí, vivita y coleando.
Lo último que se pierde es la esperanza, dicen. Sin embargo, no cabe duda que si este domingo gana el Rechazo la esperanza sobrevivirá extremadamente dañada. Mi hermana y mi hermano van a votar Apruebo, y ambos me han dicho que lo que se “siente” en la calle desmiente a las encuestas; que la “sensación térmica” es que el Apruebo va a vencer.
Como se podrán imaginar, para los chilenos que vivimos en el extranjero, no existe esa subjetiva sensación térmica. En el mejor de los casos, podemos tener un optimismo infundado, generado más por el deseo que por la evidencia. En mi caso, confío más en el curso de la historia, en que no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza (como diría Allende), pero tampoco con un plebiscito y que, pase lo que pase, la esperanza encontrará su camino. Y ahora llegó el momento de elegir y yo prefiero mil veces una Constitución escrita con rabia que una Constitución escrita con sangre. Por eso, yo Apruebo.