“Oleaje”: Un poema escénico para Marta Ugarte

“Oleaje”: Un poema escénico para Marta Ugarte

Por: Giglia Vaccani Venegas | 29.08.2022
“Oleaje” es un homenaje, un acto de memoria, para que como país no volvamos a vivir el horror de casos como el de Marta Ugarte, en el que se simbolizan todos los crímenes de la dictadura, cuyas víctimas vuelven a ser víctimas cada vez que alguien las olvida, cada vez que alguien da crédito al negacionismo o al discurso del empate

La obra “Oleaje”, re-estrenada este jueves en Matucana 100, aborda uno de los miles de asesinatos de la dictadura de Pinochet, el primero del que se tuvo noticia. Un caso que es hasta hoy recordado porque, con la complicidad impune de la prensa de la época (1976), se lo intentó hacer pasar por un crimen pasional.

La obra fue estrenada en formato online el 2020, como una co-producción de Ángelo Olivier, Constanza Thümler y la Corporación Cultural de Quilicura. La versión presencial actual, que estará en cartelera en Matucana 100 hasta el 11 de septiembre, es interpretada por Claudia di Girólamo, Francisca Márquez y la propia Constanza Thümler.

Pero ¿quién era Marta Ugarte Román? Eso usted tendrá que averiguarlo por cuenta propia, porque “Oleaje” no es una obra que narre o exponga su historia. Hay datos elementales sí que se entregan y contextualizan. La fecha de su detención, por ejemplo. O que era comunista y estuvo en “la torre” de Villa Grimaldi, donde fue torturada hasta morir. Su cadáver apareció en la playa días después. La metieron en un saco y desde un helicóptero la arrojaron al océano. Y fueron las olas de este mar que tranquilo nos baña, las que devolvieron a la playa su cuerpo ultrajado, desnudando la espantosa verdad que vivimos como sociedad durante aquellos oscuros 17 años. Ese es todo el asunto.

“Oleaje” es pues un homenaje, un acto de memoria, para que como país no volvamos a vivir el horror de casos como el de Marta Ugarte, en el que se simbolizan todos los crímenes de la dictadura, cuyas víctimas vuelven a ser víctimas cada vez que alguien las olvida, cada vez que alguien da crédito al negacionismo o al discurso del empate. Porque cada vez que alguien reconoce estar dispuesto a matar a otro, ya sea  por su color de piel, su opción sexual, su ideología o su etnia, las heridas vuelven a sangrar. Y esto tiene total vigencia habida cuenta del contexto que en vísperas de un plebiscito trascendental ha dado tribuna e ingente cobertura a personajes que avalan descaradamente esa violencia inhumana que representa la dictadura cívico militar chilena.

Ahora, si queremos hablar de la obra propiamente tal, digamos que es más bien un poema escénico. Los recursos teatrales utilizados son simples y mínimos. Hay un despliegue técnico de primer nivel, excelente en términos de construcción de atmósfera, pues el espectador ingresa a una sala que evoca la playa al amanecer, cuando la neblina que lo cubre todo se retira ante la luz que despunta. El apoyo sonoro igualmente nos va crispando sutilmente los nervios. Por ejemplo, en la evocación del helicóptero. Ese vehículo aéreo que cobra vida en nuestra memoria reciente asociado a las largas noches que siguieron al estallido social del 2019. Fueron semanas enteras en que los helicópteros se convirtieron en el soundtrack insomne de las y los santiaguinos. Y a partir de ahí, la evocación de aquél otro helicóptero arrojando cuerpos al mar, sin que sea necesario mucho texto, y más bien descansando en los efectos del sonido y en las luces, logran ponernos la piel de gallina. Eso es a lo que nos referimos, técnicamente y con atmósfera.

Porque nada hay en la escena: el teatro es una caja negra, vacía, que con luces y humo permite que las actrices, igualmente vestidas de negro, se recorten como espectros en la niebla y vayan dando voz a la propia Marta Ugarte, que como hemos dicho no cuenta su historia, sino que habla desde un yo ambiguo, en el que se funden todas las víctimas. Así, la voz hablante son todas las mujeres torturadas y asesinadas, y a ratos también las que sobrevivieron, e incluso las que encontraron muerta a la misma Marta en la playa. Se da voz a sus recuerdos de infancia de modo tal que pueden ser los de cualquier niña. Marta se disuelve en todas las heridas. Entonces el texto cobra suma relevancia. Es un poema el que van declamando las tres intérpretes, con momentos de rabia, de impotencia, de extremo dolor, aturdidas, devastadas, exánimes. Y ahí, la dramaturgia de Rodrigo Morales parece revelarse ajena, impotente, lejana. O no lo suficientemente cerca del dolor real de las víctimas. Porque (y es una reflexión que da para bastante más) en el teatro como en casi todas disciplinas artísticas, el mundo parece estar afuera, en otra parte. Quiero decir que el poema resulta a ratos forzado, impostado. Y me permito esta disgresión porque mientras hacía la fila para ingresar a la sala, cometí la imprudencia de escuchar lo que otras personas, jóvenes y mucho más acomodadas que este humilde periodista C3, comentaban antes de ver la obra. No sólo campeaba el desconocimiento total del caso de Marta Ugarte, también había la ostentación naturalizada de los viajes a Europa o Asia, y el sinfín de preocupaciones suntuarias de quienes no han vivido vicisitudes como para hacer carne de una lucha social. Lo que digo es que los espectadores, al igual que la “gente de teatro”, pertenecen a una misma elite.

Es que no es fácil meterse en estos asuntos. Hay una larga lista de obras que hablan por las víctimas, en registros documentales, o ficcionales de plano. No es fácil utilizar por ejemplo como metáfora “la ventana” para representar la vivencia de esa prisión política. Piénselo: una ventana, estando encerrada y siendo sometida a torturas, es por donde entra no la luz o la imagen de un árbol, sino el mundo entero, los propios recuerdos y la esperanza triste de que un día todo se acabe, y a la vez el terror de todo lo contrario. Una imagen en apariencia tan simple, tiene un espesor que obliga a ser muy cuidadoso. Por eso la sensación final es que en este montaje, en esta obra, el texto no alcanza el nivel de efectividad que el resto de la atmósfera convoca. El poema habla desde y para alguien a quien le ha impactado el caso de Marta Ugarte, sí, pero que está lejos de comprenderla. Por ejemplo, creo que una víctima de la lucha contra la dictadura no diría nada parecido a “la política es guerra” o “la política es asalto”. Entre otras cosas porque era el propio Pinochet el que hacía sinónimos esos términos. O “yo soy la ausencia”, que es una frase de una ambigüedad que nadie que entrega su vida por una causa se permitiría. Nunca hemos querido ser, ni jamás nos resignaremos a ser ausencia.

Ahora, nada de esto impide que al término de la función el aplauso sea franco y emocionado. Los fundamentales méritos de la obra ya se han dicho, y un homenaje como éste, que aboga por la memoria y la justicia, es siempre necesario, más aún dada la enardecida contingencia. “Oleaje” en esta versión apuesta por crear una atmósfera altamente bien lograda, técnicamente sobrecogedora, con interpretaciones de primer nivel. Pero si uno tiene cercanía con las víctimas y herederos de esa tragedia que fue la lucha contra la dictadura, se producen a nivel del texto poético, momentos de incómoda reflexión, en que uno quisiera que se hubiese optado por la acaso más modesta narración de la historia de Marta Ugarte Román, como en la crónica que nadie escribió en su momento.

 

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