¡Por la cresta que es lindo Valparaíso!
Esta semana el presidente Gabriel Boric llegó hasta el pasaje Gálvez del cerro Concepción de Valparaíso (uno de esos pasajes que alguna vez aspiraron a compararse con callejones de Lisboa o Génova) para lanzar un programa de financiamiento turístico del Estado por 30 mil millones de pesos para la reactivación. Una vez en el lugar, al mismo tiempo que se ajustaba su ya característico chaquetón negro (prenda que parece tributar al poeta Pablo de Rokha o rememorar una canción de Los Prisioneros), y ante los presentes, entre los que se encontraban autoridades nacionales, regionales y comunales (salvo el alcalde de la ciudad), el mandatario expresó “por la cresta que es lindo Valparaíso”.
Es indudable que este chilenismo emitido por el Presidente no fue pauteado, pues de haber sido así, su posición de estadista le hubiese advertido que, en el estado de decadencia actual de la ciudad Patrimonio de la Humanidad, más que una alabanza, esa frase podría constituir una cruel ironía (o una indirecta dirigida a su coterráneo, el alcalde de Valparaíso). Pero sabemos que una de las virtudes de Boric (para bien o para mal) es que sabe dejar en paréntesis su rol de político para dejar fluir la subjetividad, es decir, las percepciones basadas en su propio deseo y punto de vista. Lo más probable es que en medio de aquella soleada mañana porteña, cuando el mandatario fijaba su vista en el horizonte infinito del pacífico sur, su subjetividad (“¡qué lindo es Valparaíso!”) subordinó a la objetividad del político (lo evidente de una ciudad ruinosa, con una severa crisis social y económica).
Esta espontánea, y no cabe duda que bien intencionada frase del Presidente, devela uno de los rasgos que podrían definirse como: la maldición de Valparaíso.
Desde que la ciudad dejó de ser el territorio fundante de la modernidad chilena en el siglo XIX, y el motor portuario del país de las industrias del siglo XX, la otrora Joya del Pacífico se convirtió en uno más de los jubilados burdeles del barrio puerto, esos donde las ex trabajadoras de la noche, al calor de una piscola barata, relatan, al joven estudiante foráneo, el pasado glorioso de un sitio que solo parece existir en la imaginación de poetas, pintores y bohemios. Entonces, el estudiante, extasiado por la candente noche, amanece dibujando, en su imaginario juvenil, un lugar plagado de artistas y ruinas ancestrales donde se encontrarían hasta los mismísimos comensales del Banquete de Platón. Es desde esa fantasía que muchos universitarios, una vez que llegan a la adultez y asumen roles de políticos, empresarios o profesionales de buen vivir, se refieren a Valparaíso desde el recuerdo de una conversación sostenida en el burdel jubilado: aquel espacio donde todos quisieran volver por una noche, pero nadie iría para establecerse con su familia (es impresionante la cantidad de profesionales porteños que han emigrado a Santiago, Concón, Viña o Limache).
Pasa que en las últimas décadas la ciudad ha sido testigo privilegiado de esas promesas de bar, donde el entusiasmo deja titulares (y hasta compromisos formales) que luego terminan siendo espacios baldíos o cintas cortadas que flotan en el océano. Es cosa de mirar el borde costero, espacio que lleva décadas entre discusiones políticas, ciudadanas y judicializaciones varias para definir entre la construcción del mega puerto o un proyecto turístico. Luego de décadas, ese espacio continúa siendo un puerto pequeño (insignificante al lado de los puertos peruanos) ubicado junto a un cementerio de chatarra, todo a vista y paciencia de, por lo menos, dos generaciones de porteños que no se han podido beneficiar del capitalismo material portuario ni del post materialismo turístico (¿habrá algún estudio que calcule los empleos que la ciudad ha dejado de tener producto de la indefinición del uso de su borde costero?).
También podríamos mencionar las promesas que, en una noche de entusiasmo, hicieron parlamentarios, gobiernos, universidades y privados durante los últimos 30 años, relativas a: trasladar ministerios a Valparaíso como señal de descentralización (¿habrá algún gobierno que se atreva a trasladar un ministerio con todos sus funcionarios a un lugar distinto al centro de Santiago?); la promesa de comprar el Teatro Velarde (el principal teatro de la “ciudad de las músicas Unesco” no es de propiedad del Estado); la de reconstruir el mítico Teatro Mauri como eje cultural de los cerros; la de recuperar la siniestrada calle Serrano (¿habrá otro lugar en Chile más parecido a un bombardeo de guerra que la calle Serrano de Valparaíso?); la de comprar y recuperar el Palacio Subercaseaux (en estos últimos quince años al menos dos instituciones públicas han intentado sin éxito recuperar ese patrimonial inmueble); la de construir un Instituto de Neurociencias en medio del barrio puerto (proyecto liderado durante años por el actual ministro de Obras Públicas); la de reconstruir el mercado puerto (hoy funcionando como un mercado en la medida de lo posible); la de restaurar el Barrio Puerto (algo que costaría unos cuantos miles de millones de dólares); la de reconstruir el Cinzano y el Bar Inglés; y la gran promesa hecha por casi todos los gobiernos de los últimos años: construir un tren rápido que consolide el eje Valparaíso-Santiago como megalópolis política, económica y turística del país.
La habilidad de un gobierno no solo se nota cuando promueve con tono épico un puñado de medidas que la ruda realidad le obliga a aceptar para salvar los muebles (hacer de la necesidad una virtud o ajustar su plan de navegación en base a las turbulencias del viaje), sino que cuando es capaz de erigir diseños y establecer narraciones desde las que confiere sentido a la existencia de su pueblo. Por tratarse de una ciudad fundacional y mundialmente conocida, Valparaíso pudiera ser el lugar preciso para que una generación de políticos que hoy están en el poder pongan sus ideas para conducir y orientar un diseño de futuro con marca registrada.
En Chile existen dos grandes temas por lo que los gobiernos del periodo post Pinochet deberán pagar deudas con la historia larga: el conflicto en la Araucanía y el abandono de Valparaíso. A vista de los recientes acontecimientos, es indudable que, en el primero, es poco lo que el actual gobierno podrá hacer (y legar) diferente a sus antecesores. Pero en relación a Valparaíso: ¡por la cresta que es una linda oportunidad!