Chile mira su futuro en Colombia
La primera vuelta presidencial en las elecciones colombianas deja pocas certezas y mucha incertidumbre.
Lo que ya sabemos es que ganó Gustavo Petro, un exguerrillero reformado que dejó el M-19 años atrás; que es la primera vez que un candidato de izquierda gana una elección en la historia contemporánea colombiana con un 40% de los votos; que no es un recién llegado a la fama sino un político de fuste; y que es, además, un exalcalde exitoso.
Eso sí, Petro no es un radical de izquierda nostálgico de Cuba o Venezuela sino un progresista del siglo XXI, más parecido a Gabriel Boric que a Nicolás Maduro.
Sabemos también que Petro disputará la presidencia con Rodolfo Hernández, un candidato populista y excéntrico, que también fue alcalde y que creció en pocas semanas de cero a un 28% de la votación. Este oscuro ingeniero se identifica como “el viejito TikTok”, se aúpa en una “Liga contra la corrupción” y es capaz de nombrar positivamente a Hitler (diciendo que lo confundió con Einstein). Se trata de un candidato que se nutre del hastío de colombianas y colombianos con las instituciones, el modelo económico, los partidos políticos tradicionales y unas élites incapaces de entender el descontento que ya se había manifestado con fuerza en las manifestaciones populares del año pasado y que pusieron al presidente Iván Duque en un brete del que no ha salido ni saldrá hasta terminar su mandato.
También sabemos con certeza que no llegó a la segunda vuelta el representante tradicional de la élite; ni los conservadores o liberales pusieron algún delfín (la dupla que se enfrentó y gobernó Colombia durante gran parte del siglo XX); sabemos que el establishment se quedó sin su principal candidato, el joven Federico Gutiérrez, al que no le fue suficiente su intento de diferenciación de los cuatro últimos gobiernos a los que de una u otra forma representaba. Gutiérrez perdió estrepitosamente, llegó en tercer lugar a pesar de haber sido el segundo asegurado hasta hace pocos días. Con él pierde el “Uribismo”, esa amplia corriente política del venido a menos expresidente Álvaro Uribe quien detentó el poder (junto a sus seguidores: Santos y Duque), en las últimas décadas.
En definitiva, hay un dato que resume lo que pasó en Colombia: hasta hace unos años el 70% de los votos iban a candidatos del establishment. El domingo pasado, sin embargo, ese mismo 70% votó por candidatos antisistema.
En ese escenario, lo singular es que Petro necesita mirar al centro si quiere crecer, y Hernández necesita del establishment si quiere ganar. Así las cosas, la segunda vuelta del 19 de junio será para alquilar balcones.
Al respecto, hay que tener en cuenta la misma noche de la elección Hernández recibió el respaldo incondicional del establishment derrotado (que tienen un miedo visceral a Petro y, sobre todo a la izquierda), lo cual, paradójicamente, puede distanciarlo de quienes votaron por él.
Otra cosa que tendremos a granel en las próximas semanas de durísima campaña electoral, es lo que alguien en Twitter resumió de muy buena manera: el nacimiento del “Antipetrismo”. Este “todos contra Petro” sumado permite el triunfo matemático de Hernández, pero -se sabe-, en política no se endosan los votos de forma automática, y dos más dos a veces son tres.
Además, el frente contra la izquierda debe superar el necesario giro hacia el centro de Petro, quien necesita apenas 10 puntos para tener mayoría absoluta y ganar. No le alcanza el 4% de otro derrotado, Sergio Fajardo, una promesa de centro que se despide sin pena ni gloria después de varios intentos electorales más exitosos que éste; tampoco le es suficiente Francia Márquez, su compañera de fórmula y candidata a Vicepresidenta (que llegó ahí por la contundencia de su arrastre electoral más que por su afinidad con Petro), una afrodescendiente, feminista y ecologista radical que ha revolucionado a la juventud colombiana. Pero como todo eso no es suficiente, Petro tendrá que recurrir a sus mejores artes para ganar. De eso se trata la política.
Colombia es un país clave en América Latina, por su tamaño y peso específico, por su relación con Venezuela (vecino indispensable y adversario ideológico de gran parte de la región que que ha expulsado a millones de sus connacionales a la tierra de García Márquez); por su relación con Estados Unidos (y ya sabemos lo que implica el tráfico de drogas para el gendarme del mundo); y, también, por su larga tradición de violencia que parecería haber amainado luego de los acuerdos de paz de 2016 (que fueron derrotados en las urnas pero salvados in extremis por el Congreso, luego de nuevas negociaciones entre la guerrilla de las FARC y el gobierno colombiano).
Lo que pase en la segunda vuelta también es fundamental porque puede consolidar un polo de izquierda moderna en América Latina (con Boric, Lula, Xiomara Castro y otros presidentes), lejos de la izquierda bolivariana tradicional, lo que le daría un impulso sin precedentes al gobierno chileno y al progresismo continental.
Pero también puede renacer y fortalecerse el populismo primitivo y autoritario que siempre se ha cernido amenazante sobre nuestro país. Debemos mirar con más atención lo que está pasando en Colombia: sería ingenuo no leer la derrota en su referéndum de 2016 en relación con nuestro plebiscito de salida constitucional de septiembre próximo. Tampoco se puede descartar que, después de un brevísimo romance con la izquierda (en el caso de Colombia de apenas unos meses, en el de Chile cuatro años), la mayoría silenciosa, esa que define las elecciones, se arroje en brazos del populismo más chabacano, ese que ignoran las elites políticas e intelectuales pero que crece al amparo de ese desprecio y que se hace fuerte con sus críticas despiadas a las instituciones, la corrupción, la migración y la delincuencia.