Defender la sociedad: nosotros y ellos
A C. Meneses B.
Por supuesto que la primera parte del título de esta columna es homónima al seminario dictado por Michel Foucault en el Collège de France entre 1975 y 1976. Sin embargo, y como intentaré dar cuenta, es algo más que un plagio abierto, sino que una exigencia de análisis, a mi juicio ética, de cara a lo que ocurre hoy en la sociedad chilena, es decir al intento desmadrado de dinamitar a la Asamblea Constituyente por todos los medios y desde diferentes sectores que identificaron, no con poco sentido estratégico, su momento, el momento del sabotaje y el espacio ideal para que el Rechazo sea el príncipe triunfante y la Constitución de Pinochet la reina vitalicia. El momento de los “cegadores del porvenir”, como diría Eduardo Chillida.
En este sentido, este texto responde a una pavorosa constatación; constatación que ha venido tomando forma cada vez que veo, con estrepitoso espanto y como quizás nunca me había tocado ver a mis cuarenta y tantos, una tal reunión –diría, sin riesgos, sedición– de los más variados medios de comunicación en concubinato con empresarios, supuestos intelectuales que defienden el color amarillo y sectores políticos.
Todos ellos producen una caleidoscópica infantería que va de frente, sin complejos, a aportillar el que puede ser el único proceso constitucional en la historia de este país cercano a tener algo así como legitimidad y validez social. Proceso que se ha construido sobre la base de una serie de momentos soberanos y democráticos y en donde lo puramente fáctico y la influencia de las élites tradicionales no fueron especialmente elegidas, dando paso a un nuevo grupo que (¡vaya!) no respondía al conspicuo equipo que desde la más temprana historia de Chile fueron los protectores seleccionados para defender, hasta el punto de bombardear palacios presidenciales con aviones Hawker Hunter, lo que Pierre Bourdieu definió “la reproducción”.
En este caso “su” reproducción; ésta es la de una oligarquía –siempre reinante a lo largo y ancho de esta larga y desigual faja de tierra– que ha sido muy táctica para desmantelar cualquier idea de ciudadanía deliberante, pueblo soberano, simplemente pueblo o como quiera llamársele, bajo el descubrimiento y precepto de que poder económico y poder político son una sola y misma cosa, y que no es posible hacer el bosquejo de la arquitectura de Chile más que licuando, evaporando, cualquier manifestación que venga del margen, de los que no tienen nada que perder porque, justo, nunca han tenido nada para perder.
Probablemente tal conjunción de poderes, en abierta confabulación, no se veía desde los tiempos de Allende, donde la subterránea y voluntariosa carroña de la traición no alcanzó a ser percibida por la ingenuidad idealista y transformadora de Salvador. Simplemente no alcanzó tomarle la patente al calibre de lo que se venía gestando y hasta el último momento confió en Pinochet. A esa altura la tragedia y la historia estaban escritas y firmadas con tinta roja.
Hasta el momento, aquí no se han visto ni cascos ni botas ni metralletas ni regimientos acuartelados, cierto, pero esto no excusa el táctico, preciso y bien planificado pirquineo que la derecha en sus diferentes variantes (mediática, empresarial, política, económica, seudo-intelectual, en fin) y un no menos considerable grupo de la llamada “centroizquierda” o ex-Concertación, han venido taladrando al punto de voltear a la ciudadanía (o Sociedad, así, con mayúscula), llevándola al páramo de la incertidumbre, haciéndola dudar de sus propias convicciones, de sus certezas frente a una historia entera de abusos y a la que supo responder al nivel de esa usurpación, ya sea con un estallido social, poniendo rayas en papeletas o haciendo evidente todas las formas de divergencia y resistencia que llevaron a este país a una fractura brutal.
Insisto, sólo por recordar una vulgar línea histórica, en que lo anterior se manifestó: 1°) en la revuelta de octubre (las más grande que se haya conocido jamás); 2°) dándole un apabullante apoyo al plebiscito por una nueva Constitución; 3°) aprobando, en otro plebiscito y de forma también excepcional, una Asamblea Constituyente como mecanismo de redacción; 4°) y, al final, cristalizando todo este proceso en la elección de Gabriel Boric, igualmente descomunal en su triunfo y rompiendo todos los récords.
Esto parece una línea histórica coherente, con sentido. Había cierta lógica en la secuencialidad de estos acontecimientos y todo se fue sucediendo, sin planificación, a propósito de la voz recuperada en las calles y que paulatina y naturalmente se fue institucionalizando hasta llegar a tener algo así como una izquierda de nuevo cuño en el poder. Una esperanza de rehabilitación frente a siglos, primero, de desprecio oligárquico y, segundo, de orgía neoliberal que enriquecía más a los más ricos, que endeudaba a la clase media hasta la pesadilla y que condenaba, sin sentir la más mínima náusea, definitivamente al borde –y más allá del borde– a la pobreza.
Toca entonces “defender la sociedad”. Pero claro ¿defenderla de qué?, ¿qué entendemos aquí por sociedad?, ¿de qué manera resistir a un sector que ve en el Apruebo la pérdida casi definitiva de todo su ecosistema de privilegios y, en el Rechazo, su única manera de mantenerlos y de reproducirlos hasta que la desigualdad siga siendo costumbre?
Defender la sociedad, siguiendo a Michel Foucault, es defenderla, como lo escribe, de esa extraña eficacia que desde siempre habría tenido el poder en sus diferentes manifestaciones: el psiquiátrico, el carcelario, el del saber, etc. Extraña eficacia que igual puede desplazarse a los poderes políticos que tienden sistemáticamente a volver a su feudo original. Extraña eficacia monitoreada por aquellos que, pese a todo lo ocurrido, se las arreglan para disponer de todos los capitales asociados que poseen y para que, de este modo, lo que parecía ser el resultado virtuoso de un proceso de fermentación cultural y político natural, espontáneo y justo, se desplace al escenario de la más radical desestabilización.
Sumamos a esto que todo este movimiento termina por capturar la atención (a través del inmenso arsenal de redes sociales, medios de comunicación y económicos que le son patrimoniales) de un importante pedazo de la sociedad, generando falsos imaginarios, falsas conciencias.
Lo que ocurrió en Chile con la revuelta, y cito a Foucault en el mismo seminario que revisamos, fue “la insurrección de los saberes sometidos: contenidos históricos que fueron sepultados, enmascarados en coherencias funcionales o sistematizaciones formales”. La mala noticia es que al día de hoy esos saberes que se podrían abreviar en el levantamiento de la sociedad civil frente a la cultura del abuso, volvieron al sometimiento, rindiéndose frente a los medios, a la manipulación inescrupulosa de propuestas alternativas a una nueva Constitución: la “tercera vía”, “el plan B” o “la Constitución de Lagos” (que no es más que la Constitución de Guzmán retocada con el rímel reformista –clásico– del gatopardismo concertacionista).
Nada de esto transformará Chile, nada de esto nos reunirá y envolverá en un nuevo vínculo social. De ganar el Rechazo simplemente, aparte de la catástrofe que significaría y la activación de una furia desatada en las calles más una depresión generalizada, es retroceso. Sería una fuga histórica de un proceso mayor que nos habremos farreado por ser corderos obedientes de la mediatización de la política; por ser rebaño y no entender que lo que aquí se juega es algo más que lo sustantivo: nos jugamos el porvenir. Y, aunque con sus propios vicios, problemas para acordar, desorden o polarizaciones que evidencia la Asamblea (a mi juicio no anti-naturales cuando se enfrentan argumentos de sectores tan diferentes no acostumbrados a debatir en igualdad de condiciones), es más legítimo que ningún otro momento fundacional en nuestra historia, los mismos que jamás dejaron de realizarse bajo la mirada acechante de los militares en matrimonio con las élites político-económicas.
Pienso que se trata, en la actualidad, de tomar posición, de atreverse a responder al descaro de lo que grupos socialmente ilegítimos como “Los amarillos por Chile” o los “Contra-Convención” (este último reunió el jueves pasado al empresario Juan Pablo Swett, Cristián Warnken, Pepe Auth, entre otros/as, lo digo responsablemente, conspiracioncitas que fustigan con estereotipos tales como “Constitución indigenista”, “separatista”, “feminista”, “cultura de la cancelación” –par conceptual que ameritaría otra columna–, en fin, de un largo etcétera de fundamentos para densificar su discurso reaccionario).
No hay política ni democracia sin antagonismos y defender la sociedad es defender también, al día de hoy, la nueva Constitución. Ciertamente, apostar a que sea la mejor posible, pero sin olvidar nunca que ella es el resultado de un proceso largo, mayor, extensivo, que costó ojos, vidas, torturas que no podemos dejar en el vacío, por nuestra única y singular naturaleza a reaccionar a lo que son, en un momento dado, las narrativas dominantes.
Chile ha demostrado ser un país extremadamente dúctil en esta línea, muy sensible a moverse según la contingencia de las redes sociales y de los medios de comunicación (que por definición responden a intereses) que impactan y hacen mutar las convicciones haciéndolas itinerantes, no de punto fijo, sino nómadas y entregadas al oleaje de los que poseen el poder del decir. Somos un país sin relato constante, que no permanece, sino que reacciona a la inmediatez de turno. En definitiva, un país altamente manipulable y sin capacidad de sostener en la historia un proyecto que supere los contextos y quienes los gestionan.
La segunda parte del título de esta columna es “nosotros y ellos”, y es justo lo que toca reivindicar. Como lo dice la gran filósofa Chantal Mouffe, “la estrategia populista de izquierda, en primer lugar, trata de establecer una frontera entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. Para mí, la política se trata necesariamente de eso”. Y “ellos”, en este caso, son los que quieren dejar las cosas como están y, aún más, recuperar el aliento a la luz de los potenciales privilegios que podrían haber perdido, manteniendo la Constitución del 80, la misma a la que ahora, y en un buen movimiento en el tablero, llaman “la Constitución de Lagos”. Hay que poner una frontera, hay que evidenciar quién es quién, hay que tomar posición.
Esto que escribo no es un llamado al enfrentamiento irreconciliable entre posiciones por naturaleza contrarias, sino que, más que nada, es el urgente imperativo de proteger un relato, una prédica, un lugar y atreverse a defender la sociedad. Lo anterior significa instalarse frente a la amenaza cierta de un sector que, de ganar lo que defienden, es decir el Rechazo, pavimentarían el camino para que Chile entre en un franco proceso de descomposición y, ni tan a la larga, de crisis total. Ni hablar de la ruta que se le despejaría a Kast y a su 44% en la última presidencial.
La nueva Constitución, nuestra Constitución, debe ser aprobada para que emerja, progresivamente, un cambio en las relaciones de poder, un nuevo tipo de sujeto que pueda sacudirse los lastres del individualismo extremo y su desconexión sideral con el otro. Para que de una vez por todas la asimetría adherida como un barniz al material grueso de este país logre ser superada, no de una sola vez, claro, sino en partitura progresiva, democrática, pero, del mismo modo, decidida.
Esto no es revolucionario, no busco dejar circulando una idea que no me representa, pero sí la búsqueda dentro de un Estado de Derecho por “erosionar el neoliberalismo”, como nuevamente lo apunta Mouffe. Erosionar es ir capa por capa, ganando terreno, construyendo imaginarios, resolviendo nuestras diferencias en el marco de una democracia que para ser tal, reitero, exige antagonismo.
“Defender la sociedad. Nosotros y ellos”. Si no tomamos partido, los muchachos y muchachas de siempre se nos meterán por los palos mientras nosotros/as, perplejos/as, vemos cómo el sueño de un nuevo pacto, otra vez, no fue otra cosa más que un paseo por el bosque sempiterno de las ilusiones.