Loa: el río que agoniza en el desierto
Antes de que se inventaran las flores de plástico, los habitantes del desierto decoraban sus tumbas con coronas de flores fabricadas con trozos de lata pintados. A pocos metros del asfalto hirviendo de la carretera, en un pequeño cementerio abandonado, algunas de esas coronas descoloridas todavía cuelgan de unas pocas cruces de madera, erguidas a duras penas en medio del viento seco que arremolina el polvo y del sol que dibuja espejismos en el horizonte. De un cajón destrozado asoman en perfecto orden el cráneo, las costillas, la pelvis y el pelo de quien vivió en la pampa hace más de un siglo y una lápida de cobre tallada dice “aquí yacen los restos de Arturo 2do Rivera, fallecido a la edad de 10 meses. Recuerdo de sus padres. Febrero 18 1923”.
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Bajo la luz incandescente del mediodía, la tierra seca del desierto de Atacama se expande como una meseta infinita monocromática. Una fotografía inequívoca de que aquel lugar, con menos de un milímetro de lluvia caída al año, es considerado el más árido del planeta, capaz de conservar, a pesar del tiempo, el esqueleto descubierto de aquel cementerio. Pero no muy lejos, al oeste, el río Loa, flaquito como un estero, irrumpe en el fondo de un cañón que raja el paisaje plano en dos, deslizándose silencioso y pintando de verde las laderas. “El que no ve acá nada es porque no conoce”, dice Sonia Ramos Chocobar, sanadora del pueblo originario Licanantay, que caminó en 2009 dos semanas hasta Santiago, la capital de Chile, para pedirle a la entonces presidenta, Michelle Bachelet, la protección del desierto.
Foto: Gerardo Alvarez Elfert
A los pies del volcán Miño, en la cordillera de los Andes, nació hace unos 15 millones de años el río Loa y en los oasis que formó su caudal se asentó el pueblo de Sonia Ramos Chocobar. Aymaras y Quechuas llegaron luego. Disgregados en pueblitos donde el agua era generosa, criaron llamas y alpacas, cultivaron maíz, papa, frijoles y calabazas y recolectaron huevos de flamencos. Con el tiempo, otras miles de personas llegaron también.
Hoy, en la cuenca del Loa viven más de 170 mil personas y todas ellas beben, se asean y lavan gracias al río, el mismo que riega cientos de hectáreas de cultivos de hortalizas y que, sobre todo, abastece de agua a buena parte de la industria minera del principal país exportador de cobre en el mundo. Miles de millones de litros se extraen cada año del Loa.
Que su cauce está cada vez más seco no es novedad para nadie. En 2000 las autoridades declararon al Loa agotado y, para intentar recuperarlo, determinaron que no se entregarían más derechos de agua sobre él. Pero cuando la Secretaría Regional del Ministerio del Medio Ambiente en Antofagasta le encargó a una empresa consultora independiente realizar un diagnóstico del río en 2020, nadie imaginó las reales dimensiones del problema.
El estudio determinó que para que toda la vida que brota del Loa persista, es necesario que fluyan por él, al menos, 175 millones de metros cúbicos de agua al año, una cantidad que cabría en 70.000 piscinas olímpicas. Ese mínimo de agua que debe haber es lo que los científicos llaman “el caudal ecológico”. Hoy, sin embargo, el Loa está en un 116% por debajo de ese caudal. En otras palabras, el río debería llevar, por lo menos, más del doble de agua de lo que lleva hoy para que la vida que depende de él continúe existiendo.
“El diagnóstico está absolutamente claro y validado por todos los actores”, aseguró el biólogo Manuel Contreras, director ejecutivo del Centro de Ecología Aplicada, la consultora contratada por el Ministerio de Medio Ambiente para realizar el diagnóstico del río.
Quillagua, el oasis que fue verde
En medio del bullicio ensordecedor de una decena de camiones, Victor Palape, dirigente aymara, pelo canoso amarrado en una cola, habla como si estuviera en el más completo silencio. Inmune a los motores que se encienden, aceleran o reculan con el insistente pitido que anuncia la maniobra de retroceso, Palape, 67 años con cara de 50, cuenta sin alzar la voz que si el río tuviera agua, él haría agricultura.
Eso es lo que hacían hace tiempo atrás los habitantes del oasis de Quillagua, el pueblo donde él creció y donde se quedó aún cuando los quillaguinos escaparon despavoridos de la tragedia que caía sobre ellos. En cambio, Palape, sentado en una silla de coca cola a las afueras del restaurante que instaló en una playa de estacionamiento a orillas de la carretera, saluda a los choferes de camiones que llegan a almorzar el menú del día.
Víctor Palape, dirigente aymara de la comunidad de Quillagua. Foto: Gerardo Álvarez
Ubicado casi al final del recorrido que hace el Loa desde la cordillera de Los Andes hasta el mar, Quillagua es el pueblo más afectado por la sequía del río y hoy solo viven en él unas 120 personas. Pero hasta mediados de la década del 70, cuando Quillagua era uno de los enclaves agrícolas más importantes del desierto, más de 600 habitantes lo poblaban.
“Hasta aquí llegaba la alfalfa y la cortábamos a mano”, cuenta Miguel Palape, el primo de Víctor, indicando una cuarta por debajo de su cadera, la altura que alcanzaban los cultivos. “Además teníamos abejas. Sacábamos 17 kilos de miel por cajón”, y en verano, cuando el río venía alto, los camarones se sacaban por montones y los pejerreyes estaban disponibles, gratis, para todos, recuerda Miguel Palape mientras sonríe con los ojos achinados a la sombra de un algarrobo moribundo.
De esa época hoy no queda nada, solo las ruinas del canal seco por donde corría el agua para regar las parcelas, más algunos tractores, un camión y las máquinas enfardadoras, todo vuelto chatarra en una especie de museo al aire libre dejado a la mano de dios.
Ni una sola gota de agua corre por el canal que servía para regar las parcelas. Foto: Gerardo Alvarez Elfert.
Quillagua comenzó a secarse progresivamente hace más de 45 años, primero con las bocatomas río arriba que buscaban proveer de agua potable y servicios sanitarios a la población urbana de la región, y luego con las extracciones mineras que agudizaron el problema. En la década de los 90 ya las ofertas por parte de la industria minera para que los quillaguinos vendieran sus derechos de agua eran constantes, cuentan los habitantes del pueblo, pero todos habían visto lo que Quillagua podía ser y nadie estaba dispuesto a vender.
En 1997 todo cambió. El río apareció un día lleno de espuma; “el agua venía como vino tinto”, recuerda Miguel Palape y lo que pasó luego los científicos lo calificaron de “muerte biótica”. Los cultivos se perdieron y ni un solo camarón, pejerrey, pato o trucha, sobrevivió al ecocidio.
En 2000 el Servicio Agrícola Ganadero concluyó que el origen del xanato, la sustancia que había contaminado el agua, sólo podía ser adjudicado a la actividad metalúrgica industrial, “específicamente a la minería del cobre y al molibdeno”. La declaración del organismo público responsabilizaba tácitamente a la empresa estatal Corporación Nacional del Cobre de Chile, más conocida como Codelco, puesto que en ese momento era la única compañía de esas características que operaba en las inmediaciones del río Loa.
Miguel Palape. Foto: Gerardo Alvarez Elfert.
Nada volvió a crecer en las tierras que fueron cubiertas por el agua contaminada y ninguna compensación llegó nunca para ningún quillaguino. “La gente se sintió de brazos cruzados. Tenían hijos que mandar a estudiar y lo único que les quedaba era su derecho de agua. No les quedó otra que venderlo”, recuerda Víctor Palape, aunque él es uno de los pocos que no se despojó nunca de aquel derecho. El comprador fue La Sociedad Química y Minera de Chile (SQM) dedicada a la explotación de litio en el país.
Así fue como “el último pueblo fue el primero en morir”, cuenta Miguel Palape.
Su primo, Víctor, sembró en 2020 un poco de alfalfa en su parcela donde el agua contaminada del río no alcanzó a llegar. Las plantas crecieron porque, de hecho, no toda la tierra en Quillagua está muerta. Allí donde el xanato no pasó, el oasis reverdecería si es que hubiera agua. El problema es que no hay, así es que la alfalfa de Víctor murió de sed.
“Más abajo no llega agua a Quillagua porque SQM chupa toda la que queda”, dice Esteban Araya Toroco, presidente de la asociación indígena de regantes y agricultores Lay Lay, en Calama.
La última empresa que extrae agua del Loa antes de que el cauce llegue a Quillagua es, efectivamente, la minera de litio SQM y es por eso que para los quillaguinos ella es la principal responsable de la sequía de su oasis. Pero lo cierto es que el caudal del río comienza a disminuir mucho antes y ni siquiera los agricultores de la ciudad de Calama, ubicada a más de 160 kilómetros río arriba de Quillagua, tienen hoy el agua necesaria para regar sus sembríos.
Los dueños del agua
En 2019, el Estado de Chile determinó que todos los titulares de derechos de aprovechamientos de aguas subterráneas debían informar las extracciones que realizan efectivamente. La medida se impuso para intentar llenar los vacíos de información que todavía existen en el país y que impiden saber con precisión cuánta agua se saca, quién la saca, dónde y para qué.
El Ministerio de Obras Públicas había estimado que la minería extraía de la cuenca del Loa unos 27 millones 700 mil metros cúbicos de agua al año, pero la información reportada a la Dirección General de Aguas a partir de la obligación impuesta en 2019 demuestra que la cifra es mucho mayor. Solo en 2021, Codelco, la minera estatal dedicada a la explotación de cobre, extrajo desde las napas subterráneas de la cuenca del Loa más de 31 millones de metros cúbicos lo que la convierte en la empresa que más agua saca en la zona. Otras tres empresas, Antofagasta Minerals S.A., Minera Centinela y Minera Lomas Bayas, suman en total otros 3 millones de metros cúbicos.
Río Loa. Foto: Gerardo Alvarez
Además, en octubre pasado también se determinó que deben ser informadas las extracciones de aguas superficiales, es decir, las que se hacen directamente del río. Sin embargo, el plazo límite para comenzar a entregar esa información todavía no se cumple, así es que por ahora no hay datos sobre cuánta más agua las empresas mineras sacan de manera superficial.
Aún sin los datos completos, lo que sí es una certeza es que la minería es el principal consumidor de agua en la cuenca. Los servicios para abastecer de agua potable y servicios sanitarios a la población urbana utilizan unos 10 millones de metros cúbicos anualmente y la agricultura unos 5 millones, según estimaciones del Ministerio de Obras Públicas.
“Si Codelco no captara toda esa agua sería un milagro, porque habría más y mejor agua para los animales y los cultivos”, dice Esteban Araya Toroco. El diagnóstico del río que realizó la consultora independiente contratada por el Ministerio de Medio Ambiente coincide con él. “Si Codelco dejara de extraer agua subterránea eso se vería reflejado en el caudal del río Loa”, reconoce Roberto Villablanca, quien hasta el año pasado era encargado de la sección de Recursos Naturales, Residuos y Riesgo Ambiental del Ministerio en Antofagasta.
Esteban Araya Toroco es del pueblo indígena Licanantay como Sonia Ramos Chocobar. Tiene 53 años, pero al igual que Víctor Palape pareciera tener menos, tal vez unos 33. Habla pausado, sereno, aún cuando se refiere a las cosas que no entiende y lo exasperan. Para él la puri, el agua en idioma kunza, son las venas del desierto. Sin ella nada vive, ni siquiera la minería. Basta con mirar el trazo verde que un hilo de agua es capaz de dibujar en la tierra seca para dimensionar la frontera que representa el Loa entre la vida y la muerte. Así es que no entiende por qué la obtención de cobre y de litio podría justificar la desaparición del río.
Esteban Araya Toroco. Foto: Gerardo Alvarez Elfert
Son tantas las cosas que están hechas con cobre que olvidamos lo atados que estamos a él. Las monedas con las que compramos alimentos, la refrigeradora donde los conservamos y los utensilios con los que los cocinamos. Los celulares, las computadoras, el cable de internet, los interruptores y todas las conexiones eléctricas. Cada vez que encendemos la luz usamos cobre. Los automóviles, los trenes, los aviones y también los barcos. Los sistemas de aire acondicionado, los pararrayos, las tuberías, los instrumentos musicales, el maquillaje, las joyas y la ropa. El cobre está en todas partes y el litio cada vez más. Presentado como la alternativa que reemplazará a los combustibles fósiles como el petróleo, el gas o el carbón, el litio se utiliza para la fabricación de baterías eléctricas recargables y promete ser el rey en la era de los vehículos eléctricos.
Pero para Esteban Araya Toroco nada de eso es razón válida para que el Loa esté en las condiciones actuales. Él no ha visto la película Don’t look up, pero su raciocinio viene a ser como el de aquella escena en donde un fabricante de celulares presenta su plan para extraer los valiosos metales de un cometa que se estrellará contra la tierra causando una extinción masiva en lugar de destruirlo y salvar a la humanidad. “Qué importan esos billones de dólares si nos morimos todos”, dice desconcertado Leonardo Di Caprio en la película. “Qué importa todo el supuesto progreso si no podemos vivir porque no hay agua para beber, ni para sembrar comida”, dice Esteban Araya Toroco.
Son tantas las cosas que están hechas con cobre que olvidamos lo atados que estamos a él. Las monedas con las que compramos alimentos, la refrigeradora donde los conservamos y los utensilios con los que los cocinamos. Los celulares, las computadoras, el cable de internet, los interruptores y todas las conexiones eléctricas. Cada vez que encendemos la luz usamos cobre. Los automóviles, los trenes, los aviones y también los barcos. Los sistemas de aire acondicionado, los pararrayos, las tuberías, los instrumentos musicales, el maquillaje, las joyas y la ropa. El cobre está en todas partes y el litio cada vez más. Presentado como la alternativa que reemplazará a los combustibles fósiles como el petróleo, el gas o el carbón, el litio se utiliza para la fabricación de baterías eléctricas recargables y promete ser el rey en la era de los vehículos eléctricos.
Pero para Esteban Araya Toroco nada de eso es razón válida para que el Loa esté en las condiciones actuales. Él no ha visto la película Don’t look up, pero su raciocinio viene a ser como el de aquella escena en donde un fabricante de celulares presenta su plan para extraer los valiosos metales de un cometa que se estrellará contra la tierra causando una extinción masiva en lugar de destruirlo y salvar a la humanidad. “Qué importan esos billones de dólares si nos morimos todos”, dice desconcertado Leonardo Di Caprio en la película. “Qué importa todo el supuesto progreso si no podemos vivir porque no hay agua para beber, ni para sembrar comida”, dice Esteban Araya Toroco.
Rio Salado. Foto: Gerardo Alvarez Elfert.
En 2021, Chile exportó más de 5,8 millones de toneladas métricas de cobre por más de 2 mil millones de dólares. La mayor parte provino de Antofagasta, la región líder en producción cuprífera. Allí viven los agricultores de Calama y los habitantes de Quillagua, pero para ellos esas cifras son demasiado grandes y lejanas, como si pertenecieran a un mundo paralelo. “El que compra (cobre) no tiene idea de la pobreza a la que lleva a las personas. Esa pobreza está pagando realmente el verdadero precio del cobre”, se lamenta Sonia Ramos Chocobar.
Las mazorcas de la chacra de Esteban Araya Toroco y de la mayoría de los agricultores de Calama solo dan un choclo, siendo que antes daban dos. El problema no es solo que las parcelas se están regando con poca agua, sino que además se están regando con una que es de muy mala calidad, aseguran los expertos.
Antes de llegar a Calama, el Loa encuentra al río Salado que, en honor a su nombre, tiene altas concentraciones de sal, pero también de arsénico y de boro. De hecho, “no la puedes consumir directamente”, asegura Villablanca. Como el Loa cada vez tiene más bajo su caudal, el agua que reciben los calameños tiene cada vez más influencia del salado.
De acuerdo al estudio que diagnosticó el estado del río, la solución es una y no hay atajos: “para recuperar los caudales ambientales del Loa hay que disminuir los consumos”, dice Contreras, el director ejecutivo de la consultora. De lo contrario, en todos los escenarios proyectados, lo que ocurrirá es que el río se seguirá secando. “Es muy grave lo que está pasando. Es nefasto lo que nos pasa”, dice casi angustiada Sonia Ramos Chocobar.
La esperanza del Loa
Que el Loa haya sido declarado agotado, que su caudal lleve un 116% menos de agua que el mínimo aceptado, que Víctor y Miguel Palape ni ninguno de los vecinos de Quillagua tengan agua potable, que los algarrobos del oasis se estén muriendo y que las chacras en Calama produzcan un choclo por mata en lugar de dos, no ha sido suficiente para detener la presión sobre el río.
Al momento de declarar el Loa agotado en el año 2000, quedó establecido que no se podrían otorgar sobre él ni sobre ninguno de sus afluentes nuevos derechos de agua permanentes y consuntivos, es decir, que se consuman en su totalidad sin ser devueltos al caudal. Sin embargo, entre el 2000 y el 2019, 97 nuevos derechos consuntivos y permanentes fueron otorgados.
Oasis de Quillagua. Foto: Gerardo Alvarez Elfert.
De ese total, 60 son de comunidades indígenas y personas naturales, muchas de las cuales también pertenecen a pueblos originarios. La razón de esa entrega tiene que ver con que “a las comunidades se les reconoce un derecho preexistente”, explica Alonso Barros, abogado ambiental experto en causas indígenas. Sin embargo, los restantes 37 derechos de agua fueron otorgados a la minería, principalmente, y unos pocos a la industria. Además, actualmente se están tramitando otros 34 derechos de agua en la cuenca del Loa y todos, menos uno, son de la industria minera, mayoritariamente de Codelco.
Según la abogada ambiental, Verónica Delgado, la explicación para justificar esas entregas tiene que ver con que todos esos derechos, tanto los entregados como los que están en trámite, son de aguas subterráneas y éstas, históricamente, se han gestionado por separado de las superficiales, como si fueran dos fuentes independientes la una de la otra. Esto se ha hecho aún cuando la ley no contempla esa diferenciación, sino que por el contrario reconoce desde hace años la unidad de la corriente que, en simple, significa que “hay que mirar en conjunto las aguas, las superficiales y las subterráneas”, dice Delgado. Esa manera integrada de ver el río que la ley exige “nunca se cumplió”, insiste la experta. Así, aún con la prohibición de entregar nuevos derechos, las autoridades continuaron autorizando la extracción desde el fondo de la tierra de millones de litros de agua como si ello nada tuviera que ver con lo que ocurre en la superficie.
En enero de este año, el código de aguas, que es la ley que regula el uso de los recursos hídricos del país, fue modificado. Entre los cambios, está el hecho de que ahora “el Estado está obligado a asegurar la sustentabilidad del acuífero y, por sobre todo, el derecho humano al agua”, dice la abogada. Es por eso que la experta cree que los nuevos derechos de agua que están siendo tramitados en la cuenca del Loa no se otorgarán. “Ahora el Estado no tiene excusa. No puede seguir dando derechos en cuencas sobre otorgadas o en cuencas agotadas o sobreexplotadas, ya no puede”, insiste.
Río Loa. Foto: Gerardo Alvarez Elfert
El problema es que aún si esos derechos no son entregados, del Loa ya se saca demasiada agua y la única solución para que se recupere el caudal ecológico, dice el estudio que diagnosticó el estado del río, es que se disminuyan considerablemente las extracciones. “Hay que cerrar la llave”, resume Contreras. Eso significa que “quienes tienen derecho de aprovechamiento no hagan uso en su totalidad de ellos o esos derechos de aprovechamiento sean devueltos, vendidos, expropiados, desconozco la fórmula, pero de alguna manera hay que bajar la presión de extracción de agua sobre el río”, agrega Villablanca.
Si a Quillagua llegara agua en cantidad y calidad, Miguel Palape cree que en su oasis se podrían plantar frutales. Limones, naranjas, pomelos, mangos y guayabas crecerían como crecen en Pica, otro oasis de la región de Tarapacá, todavía más al norte en el desierto de Atacama. “Por un pedacito muy chiquito que fuera produciría y ganaría Quillagua”, fantasea Miguel Palape. La buena noticia es que su sueño no es imposible, al contrario, “los ríos tienen la particularidad de que si se restituyen los caudales en calidad y cantidad, los servicios ecosistémicos se recuperan rápidamente”, asegura Contreras.
De hecho, los científicos hicieron el ejercicio de simular en computadoras qué pasaría si todas las extracciones de agua superficiales y subterráneas en la cuenca se detuvieran. Lo que vieron “es que se recuperan los niveles de todo el río”, confirma el biólogo. “No a los niveles históricos”, porque la recarga de las lluvias en lo alto de la cordillera son menores que en el pasado producto del cambio climático, “pero sí se recuperan rápidamente”, insiste el científico. Por el contrario, si se mantienen los niveles de extracción de agua actual, todos los modelos simulados en las computadoras para predecir el futuro del Loa muestran que el río se seguirá secando.
Echado hacia atrás en su silla de coca cola, Víctor Palape niega con la cabeza al escuchar que hay una esperanza para el Loa. “El Estado chileno se preocupa de la plata, no se preocupa de la vida suya, de si va a comer, de si tiene agua o no tiene agua”, dice. Después de tantos años peleando no cree que las cosas vayan a cambiar, pero tampoco pretende bajar los brazos. “Nosotros queremos que devuelvan el agua para mantener el oasis vivo y voy a seguir luchando hasta que me muera”.
Mongabay Latam pidió las versiones de Codelco, SQM y la Dirección General de Aguas (DGA). Hasta la publicación de este artículo ni las empresas ni el organismo público entregaron respuesta a nuestras preguntas.