A dos años de la revuelta: ¿la discapacidad encontró la dignidad?
Escribimos esta columna desde una alianza militante, como investigador en situación de discapacidad e investigadora comprometida con el movimiento social. Nos aproximamos a la discapacidad como una experiencia encarnada y política, de vulnerabilidad y orgullo, pero también de desigualdad e injusticia social.
Hace dos años, en octubre de 2019, estallaba la revuelta popular. Una vez más, cientos de estudiantes ponían en jaque el transporte público de la capital. Nos subían el valor del metro, nos pedían levantarnos antes de las 6 de la mañana para seguir pagando la tarifa regular; mientras nuestros representantes ganaban sueldos millonarios y estaban absolutamente desconectados del vivir cotidiano del ciudadano de a pie. En la izquierda y derecha tradicional explotaba la transición y la alegría que nunca llegó. Se derrumbaban las estatuas, los sueños meritocráticos y nuestra carta fundamental, fracturando el sentido común neoliberal impuesto a puertas cerradas por un grupo de hombres cis, blancos y de la élite económica vinculados a la dictadura cívico-militar. Tras la violación del “nunca más”, de miles de mutilaciones oculares y nuevas deudas de justicia y reparación, seguimos movilizándonos por un horizonte en dignidad, sin considerar aún a un colectivo precarizado e históricamente invisibilizado, al cual se le han vulnerado sistemáticamente sus derechos fundamentales: hablamos de las personas en situación de discapacidad.
En 2016 se publicó el II Estudio Nacional de la Discapacidad: casi 3 millones de personas (el 16,7% de la población) se encuentran en dicha situación, estrechamente relacionada a las relaciones de producción del capitalismo neoliberal; el 50% vive por debajo de la línea de la pobreza; menos del 50% está económicamente activa (la mayor parte en condiciones precarizadas) y, con un promedio de 8 años de estudio, tienden a no culminar su educación media. En particular, las mujeres en situación de discapacidad componen un 20,3% de la población total de mujeres a nivel nacional, doblando la de los hombres; deben muchas veces hacerse cargo del cuidado de familiares; y, junto a las disidencias sexuales y de género en situación de discapacidad, y en mayor proporción que sus pares masculinos, ven vulnerados sus derechos sexuales y reproductivos: por ejemplo, mediante esterilizaciones forzosas que a su vez propician abusos sexuales sin consecuencias reproductivas y en impunidad. También son mujeres las que en un 73,9% hacen de cuidadoras sin recibir la mayoría de las veces una remuneración a cambio.
Como podemos notar, la discapacidad produce pobreza y la pobreza a su vez discapacita, en base a matrices interseccionales que sitúan simultáneamente a las personas en posiciones sociales diferenciadas de desigualdad, resistencia, opresión y privilegio. En palabras Colin Barnes, sociólogo de discapacidad y profesor emérito de la Universidad de Leeds, la política de la discapacitación “apunta a retos respecto a la opresión en todas sus formas. Al igual que el sexismo, el racismo o el heterosexismo y todas las otras formas de opresión, constituye una creación humana. Es imposible, por lo tanto, enfrentarse a un determinado tipo de opresión sin hacerlo respecto a todos los demás y, por supuesto, también a los valores culturales que los han creado y los mantienen vigentes”.
En Chile, en el contexto actual de producción de un nuevo pacto social, nos preocupa que la discapacidad sea nuevamente considerada una cuestión patológica, en lugar de una construcción social y política. Muestra de ello es que hay una diversidad de leyes y normativas nacionales e internacionales a las cuales ha suscrito Chile, pese a lo cual la opresión de las personas con discapacidad sigue inalterable: por ejemplo, se ven más afectadas que el promedio de la población por la lógica de soluciones privadas a problemas públicos en el acceso a la educación, la salud o a una vejez digna. Esto tiene que ver con nuestra visión del país: el neoliberalismo ordena fuertemente nuestras relaciones sociales y es importante, por lo tanto, repensar el nuevo Chile con la discapacidad, considerándola una ventana de oportunidad en este proceso constituyente. La revuelta popular encendió la disputa a la hegemonía cultural neoliberal sobre lo que significa ser y estar en situación de discapacidad en lo cotidiano. Es decir, una disputa a los modos en que se produce y reproduce la discapacitación material y simbólica de los cuerpos y la precarización que esto implica para quienes son categorizados institucionalmente como tales. Frente a ello, deben autoresignificar los afectos de esta imposición, apropiándose de forma colectiva de su destino para sostener la vida más allá de los enclaves de individualización donde se intentan encerrar estas experiencias.
El Estado debiera ser construido por todas y cada una de las personas que compartimos los territorios que componen nuestra “nación”. ¿Son las personas en situación de discapacidad parte de nuestros pueblos? ¿Están desterradas a la irrelevancia política por las dificultades para situarse en el marco de la lucha callejera, las revueltas y la inaccesibilidad de espacios revolucionarios? ¿Están incluidas dentro del concepto moderno de ciudadanía, cuyos límites dejaron históricamente fuera a aquellas personas locas, cojas, tullidas, viejas, negras y la multiplicidad de cuerpos disidentes del sujeto masculino, blanco, capaz, heterosexual, patriarcal y propietario del capital? Disputar estas fronteras resquebraja el deber del sentido común neoliberal, anquilosado en nuestras instituciones y subjetividades.
Nos alegra, por tanto, que compañeres en situación de discapacidad hayan sido escuchados en la Convención Constitucional. No obstante, exigimos que este espacio se preocupe y se ocupe de este tema con la celeridad y relevancia que merece su reivindicación dentro del plano sociopolítico y no patológico. La revuelta ha abierto un espacio de dignidad contra el pisoteo diario y la condena de toda fragilidad y vulnerabilidad a un paternalismo opresivo o a la violencia de la indiferencia, el despojo y la muerte. En este contexto, consideramos que la discapacidad emerge como posibilidad de revolución y emancipación, desde el reconocimiento de un movimiento radical que lucha y afirma autónoma y contingentemente modos relacionales y críticos de vida.