La política anticolonial del decrecimiento
A medida que las ideas sobre el decrecimiento se abren paso en los movimientos sociales y en la investigación académica, se han encontrado con algunas críticas interesantes. En una reciente contribución, Huber desechaba el decrecimiento por considerarlo una mera preocupación de los ecologistas de clase media del Norte global, sobrevenida por la “ansiedad” que sienten por el consumo excesivo. De un movimiento de este tipo, argumenta, no cabe esperar que conecte con la clase trabajadora, que lucha por salir adelante, ni con los movimientos sociales del Sur global, donde se extiende la pobreza masiva y donde, afirma, el concepto de decrecimiento es ampliamente desconocido. Estas afirmaciones constituyen una importante tergiversación de las políticas del decrecimiento.
Empezaré destacando unos cuantos hechos. Los países de renta alta son los principales impulsores de la degradación ecológica mundial. El Norte global es responsable del 92% de las emisiones que exceden el límite planetario mientras que las consecuencias de la degradación climática recaen sobre el Sur global de forma desproporcionada. El Sur ya sufre la mayor parte de los daños infligidos por el descalabro climático, y si las temperaturas suben más de 1,5 grados centígrados, gran parte de la zona intertropical podría sufrir olas de calor que pondrían en alto riesgo la supervivencia humana. De igual modo, los países de renta alta son mayoritariamente responsables de un uso global de recursos que es excesivo. En esos países la huella material media es de 28 toneladas per cápita al año, esto es, cuatro veces por encima de los niveles sostenibles. Estos niveles de consumo tan elevados son posibles gracias a una muy notable apropiación neta [de los recursos] del Sur global a través de un intercambio desigual que supone 10.100 millones de toneladas embebidas de materias primas y 379.000 millones de horas de trabajo al año.
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En otras palabras, el crecimiento económico del Norte se sustenta en patrones de colonización: la apropiación de los bienes comunes atmosféricos y la apropiación de los recursos y del trabajo del Sur. Tanto en términos de emisiones como de uso de recursos, la crisis ecológica mundial se desarrolla siguiendo pautas coloniales. Es frecuente oír que se trata de un problema de deuda ecológica, pero este lenguaje —aunque útil— difícilmente expresa toda la violencia que está implícita.
Al igual que el crecimiento del Norte tiene un carácter colonial, también las visiones que se tienen del crecimiento verde tienden a presuponer la perpetuación de los regímenes coloniales. La transición al 100% de energía renovable debe hacerse lo más rápidamente posible, pero para disponer de los paneles solares, las turbinas eólicas y las baterías necesarias, es preciso que se extraiga una enorme cantidad de materiales que proceden masivamente del Sur global. El crecimiento continuado del Norte implica un aumento de la demanda final de energía, lo que a su vez requerirá mayores niveles de extractivismo. Para complicar aún más las cosas, la descarbonización no se podrá llevar a cabo lo suficientemente rápido como para respetar los objetivos de París mientras el consumo de energía en el Norte global siga siendo tan alto. Para resolver este problema y sacarnos de apuros, los modelos del IPCC apuestan por sistemas de bioenergía con captura y almacenamiento de carbono (BECCS, por sus siglas en inglés). Pero para desplegar los sistemas BECCS a la escala necesaria se requeriría una superficie de suelo dedicada a plantaciones para biocombustibles de hasta tres veces el tamaño de la India, suelo que, con toda seguridad, se obtendría del Sur. Un futuro así es inaceptable e incompatible con los valores socialistas.
El decrecimiento insta a las naciones ricas a reducir la producción a niveles sostenibles, disminuyendo el uso de energía agregada, con el fin de lograr una transición a las renovables lo suficientemente rápida, y disminuyendo el uso de recursos agregados para revertir el colapso ecológico. No se trata sólo de una demanda ecológica; está enraizada, más bien, en principios anticoloniales. Los estudiosos y activistas del decrecimiento reconocen explícitamente la realidad de la deuda ecológica y piden que se ponga fin a los patrones coloniales de apropiación que sustentan el crecimiento del Norte, con el fin de liberar al Sur de las garras del extractivismo y de un futuro de colapso climático catastrófico. El decrecimiento es, en otras palabras, una llamada a la descolonización. Los países del Sur deberían tener la libertad de organizar tanto sus recursos como su trabajo en torno a la satisfacción de las necesidades humanas en lugar de servir al crecimiento del Norte.
En este sentido, la descolonización es una condición previa fundamental para que el desarrollo del Sur tenga éxito. Los teóricos de la dependencia han señalado que en un sistema predispuesto a la apropiación y la acumulación polarizada es imposible el desarrollo convergente. Esto también es cierto desde una perspectiva ecológica. La alternativa es perseguir una estrategia de convergencia: Norte y Sur han de converger en unos niveles de producción compatibles con la estabilidad ecológica y el bienestar humano universal, para lo que el Norte debe disminuir la producción para volver a niveles sostenibles mientras que el Sur la aumenta para satisfacer las necesidades humanas.
Esto está muy claro, pero es que además hay otras implicaciones del decrecimiento que merece la pena destacar aquí. Para el decrecimiento, el problema no es, en última instancia, el comportamiento de los consumidores individuales (como ocurre en el pensamiento medioambientalista dominante), sino más bien la estructura y la lógica del sistema económico subyacente, es decir, el capitalismo. Sabemos que el capitalismo se basa en la extracción y acumulación de excedentes; debe obtener del trabajo y de la naturaleza más de lo que devuelve. Tal como han señalado los ecologistas marxistas, un sistema de este tipo genera necesariamente desigualdades y colapso ecológico. Y aunque muchos sistemas económicos han sido extractivos en el pasado, lo que distingue al capitalismo y lo hace excepcionalmente problemático es que se organiza en torno al crecimiento perpetuo del que depende. En otras palabras, el capital no busca solo un excedente, busca un excedente exponencialmente creciente.
Para entender por qué esto es un problema, tenemos que entender lo que significa crecimiento. La gente suele suponer que el crecimiento del PIB es un aumento del valor (o de las provisiones, o del bienestar), cuando en realidad es, ante todo, un aumento de la producción de mercancías representado en términos de precio. Esta distinción entre valor y precio es importante. Para producir plusvalor, el capital busca privatizar y mercantilizar los bienes comunes libres y fijar un pago para acceder a ellos, o, en el ámbito de la producción, reducir los precios de los insumos por debajo del valor que realmente originan. En ambos casos se requiere la apropiación de las fronteras coloniales o neocoloniales, de donde se puede conseguir que el trabajo y los recursos naturales sean gratis, o casi gratis, y en donde se pueden externalizar los costes. En este sentido, el crecimiento capitalista tiene un carácter intrínsecamente colonial y así ha sido desde hace 500 años. La privatización, la colonización, la esclavización masiva, el extractivismo, la explotación obrera, el colapso ecológico, todo ha sido impulsado por el imperativo del crecimiento económico y su exigencia de mano de obra y recursos naturales baratos.
Por supuesto, en la frontera, no hay nada naturalmente barato ni en la naturaleza ni en el trabajo. Por el contrario, tienen que abaratarse activamente. Para ello, los capitalistas europeos propusieron una ontología dualista que consideraba a los seres humanos como sujetos con mente y voluntad, y a la naturaleza como un objeto para ser explotado y controlado con fines humanos. En la categoría naturaleza incluyeron junto a todos los seres no humanos, a los negros y a los indígenas, y a la mayoría de las mujeres, que eran considerados como no-completamente-humanas, con el fin de legitimar la desposesión, la esclavización y la explotación. Se lanzaron discursos racistas para degradar la vida de los otros en aras del crecimiento. Hoy en día se siguen empleando discursos similares para mantener en el Sur salarios por debajo del nivel de subsistencia.
El decrecimiento, por tanto, no es sólo una crítica al exceso de producción en el Norte global; es una crítica a los mecanismos de apropiación colonial, de la privatización y del abaratamiento que sustentan el crecimiento capitalista. Si el crecentismo busca organizar la economía en torno a los intereses del capital (valor de cambio) a través de la acumulación, la privatización y la mercantilización, el decrecimiento pretende que la economía se organice en torno a la satisfacción de las necesidades humanas (valor de uso) mediante la desacumulación, la desprivatización y la descomercialización. El decrecimiento también rechaza el abaratamiento de la mano de obra y de los recursos, así como las ideologías racistas que se despliegan para ese fin. En todos estos aspectos, el decrecimiento tiene que ver con la descolonización.
Estas demandas están fuertemente alineadas con las de los movimientos sociales del Sur global. Esto queda claro, por ejemplo, en el Acuerdo de los Pueblos de Cochabamba, redactado en 2010 por miles de organizaciones de base de más de 130 países. La declaración de Cochabamba ataca explícitamente la economía y la ideología del crecimiento y critica explícitamente el uso excesivo de recursos por el Norte global (“hiperconsumo”) como motor de la “sobreexplotación y la apropiación desigual de los bienes comunes del planeta”. Pide a las naciones ricas que hagan frente a su deuda ecológica reduciendo el uso de los recursos a niveles sostenibles, “descolonizando” la atmósfera y poniendo fin a la explotación de los países más pobres. También reclama un modelo de desarrollo diferente, centrado en el bienestar humano dentro de los límites ecológicos, en lugar de en el crecimiento perpetuo. En otras palabras, la declaración de Cochabamba articuló desde el Sur las demandas del decrecimiento mucho antes de que el concepto ganara fuerza en el Norte.
Estas ideas tienen una larga historia en el pensamiento anticolonial. Fanon (1963:314-315) criticó el modelo de crecimiento europeo, lamentando que Europa se hubiera “sacudido de encima toda guía y toda razón” y estuviera “corriendo de cabeza hacia el abismo”. “Seamos claros”, escribió: “lo que importa es dejar de hablar de producción e intensificación (…) La humanidad espera de nosotros algo distinto a seguir por ese mismo camino”. Gandhi (1965:51-53) señaló que el crecimiento industrial de Europa y Estados Unidos dependía del saqueo del Sur. Hizo un llamamiento para que los países del Sur rechazaran colectivamente este plan, forzando una reducción del “exceso” de los países ricos. Rechazó el crecimiento y argumentó que la producción debía organizarse en torno a las necesidades humanas y la suficiencia, permitiendo a la gente perseguir el “arte de vivir noblemente” en lugar de “una complicada vida material basada en la alta velocidad”. Julius Nyerere (década de 1960) y Thomas Sankara (década de 1980) también defendieron un enfoque del desarrollo orientado a la suficiencia, a la que consideraban clave para conseguir la autosuficiencia nacional y, así, deshacerse del poder neocolonial.
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En gran medida, han sido pensadores del Sur global, como Rabindranath Tagore, Ananda Coomaraswamy y los economistas Radhakamal Mukurjee y J.C Kumarappa, quienes iniciaron la crítica al crecimiento. Estas críticas las han desarrolladas posteriormente figuras como Amin (1987), Öcalan (2015), Shiva (2013), y Shrivastava y Kothari (2012). De igual modo, las críticas al crecimiento están representadas en el movimiento por la Justicia Ambiental, en movimientos como los Zapatistas y [en] Rojava, en el movimiento del Buen Vivir, en el movimiento por la Soberanía Alimentaria, y en una más amplia literatura del posdesarrollo (por ejemplo, Escobar, 2015; Kothari et al., 2014; Kothari et al., 2019), todos los cuales tienen sus raíces en el Sur global. Los estudiosos y activistas del decrecimiento se alinean con estos movimientos formulando demandas que se dirigen específicamente al Norte. Son la punta de lanza en la lucha anticolonial dentro de la metrópoli.
Y, ¿qué hay de las políticas de clase y el decrecimiento en el Norte? ¿Cómo conciliar el decrecimiento con la realidad de la pobreza de la clase trabajadora? Los estudiosos del decrecimiento señalan que el uso de energía y recursos en los países de renta alta es muy superior a lo que se necesita para acabar con la pobreza y ofrecer altos niveles de bienestar para todos, incluyendo una sanidad pública universal, educación, transporte, medio informáticos, comunicación, vivienda y una alimentación sana. En otras palabras, los países de altos ingresos podrían reducir la producción agregada y, al mismo tiempo, mejorar la vida de las personas organizando la economía hacia las necesidades humanas y no hacia la acumulación de capital, es decir, distribuyendo la renta y la riqueza de forma más justa, al tiempo que se desmercantilizan y amplían los bienes públicos. Estas son las principales demandas del decrecimiento. Después de todo, el decrecimiento forma parte del más amplio movimiento ecosocialista. Lo que el decrecimiento añade es la afirmación de que en las naciones de altos ingresos no es necesario el crecimiento para lograr una sociedad floreciente. Lo que se necesita es justicia. Reconocer esto es parte de la construcción de la conciencia de clase contra la ideología del capital Hickel. Pero aún más importante, ¿qué sentido tiene una política progresista en el Norte que no esté alineada con la lucha por la descolonización en el Sur? El ecosocialismo sin antiimperialismo no es un ecosocialismo que valga la pena. Y ante el colapso ecológico, la solidaridad con el Sur requiere el decrecimiento en el Norte.