Yo voto por Boric
Corría el año 2006 y el Liceo Enrique Molina Garmendia festejaba su CXCIII Aniversario. Yo estaba en el tercer piso con un amigo hiphopero, el mejor de la clase y eximio graffitero. La misión que nos habían encomendado era pintar un lienzo para adornar la entrada del pasillo correspondiente a nuestra alianza. Mi paisa tomó una bolsa plástica (prohibidas hoy), la llenó con spray y le pegó tremenda aspirada. Después me pasó la bolsa y siguió con su arte. Yo me levanté medio mareado y miré por las ventanas. Abajo, en la cancha de cemento, se jugaba una pichanga. Un equipo con poleras, el otro sin. En las rejas de las ventanas del primer piso colgaban toallas. Esto parece una cárcel, recuerdo haber pensado. Pero estaba lejos de serlo. Se trataba del Enrique Molina, un liceo del siglo XIX que nos preparaba para el siglo XXIII. Por esos años y en medio de aquella fauna se me vino el sueño de ser escritor. Me puse a leer como un jirón, me volví adicto al punto de que una vez durante una prueba de química, en vez de responder las preguntas, dibujé un monito siendo casi aplastado por un gran libro cayendo del cielo y en cuya portada se leía QUÍMICA. La profesora me obsequió un 6,5 coeficiente dos, dándome el empujón final que yo necesitaba para intentar dedicarme a las letras. Como dije, era 2006 y yo tenía importantes dotes para la política. Para la política juvenil. Mis compañeros me creían todo. Hasta los de derecha, que igual había (al menos uno, de apellido Monje; le gustaba leer al Escrivá de Balaguer y nos veía al resto como unos pobres diablos con los que el Señor lo había enviado por esas razones misteriosas que sólo el Señor conoce. Era un buen paisa. Tenía el valor de sentarse conmigo al final de la sala, con esos pelusones que no te daban tregua y que se divertían escribiendo cartas eróticas a los compañeros sentados en los primeros puestos). Y entonces vino una alteración política mayúscula. La secundaria comunicada a nivel nacional y la Presidenta hablando en cadena cada vez que salíamos a marchar. Yo seguía con la idea de ser escritor, pero me eligieron en la directiva del curso y tuve que salir al ruedo. Entre puntos & comas se acabó el primer semestre y en mi libreta relucían seis promedios rojos y un promedio final que no quiero ni recordar. Le mostré a mis compañeros mis resultados y tuvieron envidia. Ya estás jodido, me dijeron, eso no lo remonta nadie, entrégate, aprovecha y vacila, un año más en el Molina, más que un castigo es un regalo. Yo lo pensé y dije, bueno, al menos voy a intentarlo. El resto es historia conocida y cuando salí del Molina decidí irme a Temuco a estudiar Sociología.
Para mi sorpresa, en Sociología la palabra mapuche no estaba precisamente en el centro del campo semántico, donde en cambio brillaban palabras como modernidad o trabajo. Pero había mapuche de carne y hueso, eso sí. Algunos fueron asesinados. Mi silencio es mi respeto. Casi al terminar el tercer año de carrera, me cortejaron con una beca para escribir un libro. No tenía que hacer nada, sólo escribir. ¡Y me daban más de un millón de pesos! Como si hubiese visto una valquiria, decidí retraerme a mi natal Tomé y darme un año libre (libre para escribir, sea lo que esto sea). Fue un año bello. Y fue el año de las movilizaciones universitarias. Qué suerte la mía, dije; como ya no era estudiante, no me elegirían en ningún cargo de nada, mis dotes políticas (juveniles) quedaban en salmuera: una responsabilidad menos, un día más para la escritura. Fueron tardes de dicha. Teníamos una bandita de cumbia con mis amigos, nos juntábamos los días de marcha y tocábamos en el Plato de la U de Conce viendo correr desde lo alto a las Fuerzas Especiales que se creían en Kabul. A fin de año di nuevamente la PSU y reingresé a Sociología, esta vez en Concepción. En mis delirios de escritor en ciernes, yo pensaba que entraría directo al quinto año de la carrera, dada la comprensión del mundo que creía tener. Obviamente la realidad fue otra. Aunque nunca tan lejana. Siempre recordaré con cariño mi conversación con el profe que dirigía la carrera por esos días. Le llevé los programas de los cursos que yo había aprobado en Temuco y él, mirándolos de reojo, me dijo: “a ver, hablemos un rato”. Y hablamos. No me acuerdo de qué, pero remató: “algo sabí”. Al final entré a 1º ½ con una beca similar a la que me habían dado para estudiar en Temuco y con un primer libro de cuentos a cuestas. Seguí leyendo como un adicto y me acerqué más a la música. Conocí a Panchote Bascur, un capo máximo de la percusión. ¡Esto sí que es arte!, pensé. Y enseguida me dije: una vez que termine de aprender cómo se hace para ser escritor, me dedicaré a la música. Dada mi juventud, el tiempo me daba para todo. Hasta para pololear. Estaba bendecido. Me hice fanático del tequila y solía trotar aplanado en láminas y escuchando estrictos sonidos reggae roots.
Recuerdo que en la UdeC la política era un tema en serio (aunque nunca tanto como peñi y lagmien en Temuco). Para cuando defendí mi Memoria de grado, yo ya había caído en las garras de la ciudadanía crítica; mi Memoria se llamó: Imaginario social del consumo: relaciones entre ciudadanía y mercado. La verdad es que fue una alucinación irresuelta y muy poco científica. Pero al menos tuve un hallazgo: si el sistema explota, explotará por las pensiones. Esa fue una de mis conclusiones. Por supuesto esto ya había sido dicho. Pero yo no lo sabía y lo supe de boca de la propia gente a la que entrevisté. No sé si antes o después de terminar esa Memoria, yo ya había comenzado a escribir un segundo libro, al que llamé Banzo. ¡Este libro me convertirá en un auténtico escritor!, pensaba yo. Más encima el libro resonará –pensaba yo también– con la impronta de la música, donde cada día se me daban mejor las cosas, como se dice en el fútbol de barrio. Y de política ya no tendría que andar participando de orgánicas ni nada de eso, como sociólogo sólo bastaba dar una opinión. Y no tenía deudas. Mi vida era una eterna primavera.
Ya por entonces me encontraba viviendo en Valdivia y me habían dado una tercera beca para escribir (el mencionado Banzo), ¡esta vez eran más de dos millones! (las becas subían como la espuma). Ya lo he contado, pero vale decirlo nuevamente: en mi fiebre tomé petacas y fui a mirar Comala. Pasa que yo consideraba a Rulfo como un Cervantes latinoamericano. Alguna vez dije que Rulfo era mejor que Cervantes, desatando en la audiencia unas cóleras que hasta el día de hoy no me termino de explicar. La política había quedado definitivamente atrás y yo vivía voluntariamente en la fantasía de mis pesadillas. Cuando terminé Banzo, otra vez había recalado en Temuco, en la casa de un amigo al que noches atrás –un 1º de noviembre para ser exacto– casi lo mandan a Comala también, solo que de una puñalada. Él hospitalizado y yo a punta de whisky viendo cómo mi alma abandonaba el noveno círculo.
Entre ese tiempo y hoy, salvo mis adicciones, ya no soy el mismo. Incursioné en los postulados de la Escuela de Kioto y mis sueños de ser escritor se han reducido al espacio privado de los baños públicos y a la escritura de odas. No he vuelto a ganar becas ni loterías y he retomado el sano ejercicio de la razón empática. Salve, Boric; todo lo demás es otra cosa.