Una nueva Política de Ordenamiento Territorial: desafíos en torno al cambio climático
En Chile, la gobernanza socioambiental se caracteriza por un enfoque reactivo, es decir, por actuar ante desastres e impactos climáticos cuando estos se producen. En experiencias tales como el terremoto de 2010, el megaincendio de 2017 y la megasequía que hace 12 años afecta al país, entre otras, se ha procurado fortalecer la gestión y manejo de la emergencia a través de la implementación de medidas paliativas. No obstante, enfoques basados en la prospección y prevención de desastres y riesgos climáticos, así como en la identificación de las particularidades territoriales, no han tenido preponderancia, al menos hasta ahora.
La recién publicada Política Nacional de Ordenamiento Territorial (PNOP) es un positivo avance hacia una concepción más compleja del territorio. En sus directrices se incluye la promoción de un enfoque orientado a la reducción de riesgos de desastres naturales actuales y futuros, así como una gestión socioambiental sustentable. Se considera, además, la reducción de efectos y externalidades negativas que pueden afectar el bienestar futuro de las personas. Por otro lado, se reconoce el desafío de la adaptación al cambio climático por medio del aumento de la resiliencia de asentamientos humanos y del desarrollo de infraestructura estratégica. Estas orientaciones estan en línea, al menos en parte, con los enfoques que debiesen organizar la acción climática justa (CR2, 2021): sientan las bases para un enfoque anticipatorio a partir del cual los impactos del cambio climático se proyectan y previenen, y un enfoque territorial en el que se reconocen y abordan las particularidades de cada espacio.
Para que estas orientaciones sean efectivas, es necesario avanzar aún más en la implementación de estos y otros enfoques. Las directrices contenidas en la PNOP deben traducirse en herramientas de adaptación y transformación, como por ejemplo la adopción de metodologías contextuales de identificación y gestión de riesgos climáticos en planes reguladores y de desarrollo local. Las normas generales que definen la PNOP aluden a un trabajo intersectorial y descentralizado, pero sin avanzar en proponer mecanismos que permitan superar las restringidas definiciones administrativas del territorio que predominan actualmente, y que excluyen delimitaciones socioecológicas tales como cuencas hidrográficas y atmosféricas, zonas interregionales y refugios climáticos entre otras. La toma intersectorial de decisiones, otra de las directrices generales de esta política, resulta insuficiente si no se identifican atribuciones específicas y formas de coordinación entre instituciones encargadas de la implementación del ordenamiento territorial. Una clara delimitación de estas funciones permitiría superar, por ejemplo, la actual ambigüedad sobre qué instituciones deben encargarse de regular y fiscalizar zonas de interfaz urbano-rural, algo que se menciona, pero no aborda de manera exhaustiva en la PNOP. Junto con esto, la participación de actores privados y comunitarios sigue definiéndose como consultiva, limitando con ello su efectiva incidencia en los procesos de toma de decisiones. No se incluyen consideraciones sobre cómo generar e integrar la evidencia científica disponible en la definición de medidas de prevención, mitigación y restauración. Por último, la PNOP carece de un reconocimiento explícito de las incertidumbres del cambio climático y sus impactos y con ello de un enfoque precautorio en la planificación y gestión de riesgos cuando la evidencia científica no es suficiente.
En síntesis, reconocer nominalmente los desafíos asociados a los impactos del cambio climático en este tipo de políticas nacionales, es un avance, pero no es suficiente si queremos una gobernanza climática que asegure el bienestar de las generaciones presentes y futuras y una respuesta acorde la urgencia que nos impone el avance progresivo de este fenómeno socioambiental.