OPINIÓN | Decrecimiento o hablando en prosa
La propuesta por el decrecimiento es una obviedad. Es el “dos más dos” del sentido común y de la sensatez. Su axioma básico es: no es viable un crecimiento económico infinito en una biosfera finita, por lo tanto, la única alternativa es decrecer. Los decrecentistas decimos que no es viable una forma de vida, individual y colectiva, local y global que está en guerra con el planeta. No es viable un modo producción y consumo que no respeta la capacidad de regeneración de la naturaleza y que produce desechos no incorporables en ningún circuito de transformación. No es viable un modelo de producción y consumo que en unos pocos cientos de años nos ha llevado a las puertas de un colapso, ambiental y civilizatorio, expresado básicamente como caos climático, contaminación generalizada, agotamiento del petróleo barato y de otros combustibles fósiles y reducción dramática de biodiversidad.
Vivimos en un “mundo lleno”, interconectado y saturado. No hay espacio ni energético ni climático ni demográfico para seguir viviendo como lo hemos hecho en los años del Antropoceno. Y no hay “planeta B”, excepto en los delirios omnipotentes de algunos de los dueños del mundo. Los pronósticos, informados y razonables, para las próximas décadas, no para dentro de cientos años, no para nuestros nietos o tataranietos sino para nosotros mismos y nuestros hijos, son sombríos, incluso, si desde ahora se pusieran en marcha medidas de mitigación y adaptación apropiadas, cosa que no está sucediendo en absoluto.
Y no quedan nada más que acciones radicales porque todo lo que se puede decir ya ha sido dicho: que si la tecnología, que si los acuerdos internacionales, que si la responsabilidad social corporativa; que si la empresa verde; que si el reciclaje etc. y no han servido para casi nada. Tinta y saliva a raudales han sido vertidas en los cauces de la retórica posibilista para justificar lo injustificable o para aligerar el peso y hacer un poco más lenta la caída a un precipicio que de todas maneras va a ocurrir, si seguimos por el mismo camino.
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Y la solución o más bien el conjunto amplio de soluciones son minoritariamente tecnológicas y mayoritariamente sociopolíticas, económicas, culturales y psicosociales. Y estas soluciones pasan, a su vez, por una modificación del imaginario productivista que separó y jerarquizó a la sociedad en relación a la naturaleza haciendo de esta el botín de guerra de aquella. “La crisis ecológica es una crisis social. Lo que está fallando no es la naturaleza, es nuestra sociedad: su estructuración interna y sus formas de intercambio con la naturaleza, dice Jorge Riechmann.
Moliere, en “El burgués gentilhombre”, muestra magistralmente el reconocimiento de una ignorancia y de “un darse cuenta” repentino. M. Jourdain, un muy poco ilustrado burgués, de pronto toma consciencia de que durante toda su vida ha hablado “en prosa”. Es decir, descubre una obviedad, tal como se refleja en este diálogo con el “filósofo”:
—M. Jourdain: ¿Conque no hay más que prosa o verso?
—Filósofo: Nada más. Y todo lo que no está en prosa está en verso; y todo lo que no está en verso, está en prosa.
—J: Y cuando uno habla, ¿en qué habla?
—F: En prosa.
—J: ¡Cómo! Cuando yo le digo a Nicolasa: "Tráeme las zapatillas" o "dame el gorro de dormir", ¿hablo en prosa?
—F: Sí, señor.
—J: ¡Por vida de Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo! No sé cómo pagaros esta lección"
El decrecentismo es la prosa, es decir, la obviedad, de muchos. La nuestra, por supuesto, pero también la de ecologistas y otros activistas sociales que durante muchos años de travesía por el desierto han intentado hacer una propuesta social y política con capacidad de cautivar y aunar voluntades en pro de una sociedad diferente. Este ecologismo “clásico”, desgraciadamente, ha quedado atrapado en las redes que el sistema ha lanzado para capturarlo integrando y ablandando el mismo concepto de "sostenibilidad" sobre el que han asentado gran parte de sus propuestas. Desde una perspectiva decrecentista y desde otras perspectivas críticas al productivismo, el término “desarrollo sostenible” es un oxímoron. El desarrollo entendido como crecimiento económico ad infinitum no es sostenible o sustentable. Ni las energías disponibles, sean o no renovables, son capaces de sostener este desarrollo ni la naturaleza capaz de absorber sus desechos. La imaginación y las prácticas sociales deben estar al servicio de un decrecimiento y no de un crecimiento sostenible. Cómo decrecer es el desafío civilizatorio al cual nos enfrentamos.
El decrecentismo dice: “dado esto, entonces esto”. Si el causante del desastre previsible es el crecimiento económico, no un tipo de crecimiento sino "el" crecimiento en sí mismo, entonces hay que dejar de crecer. Lógica y prosa elemental y, a la vez, implacable. Por ello, hay que seguir hablando en prosa: lo demás es poesía.
La propuesta por el decrecimiento puede resultar esotérica, extravagante o simplemente insensata en estos tiempos de crisis pandémica donde la obsesión de todos es “retomar el camino del crecimiento” y dónde la imaginación de la clase política tiende a cero absorbida por sus preocupaciones electorales. Es evidente que la herejía decrecentista, es incómoda. Pero, dice Nicolás Ridoux: “en un mundo de recursos limitados, las cosas no pueden crecer de manera indefinida. Por eso, la objeción al crecimiento habla de la necesidad de compartir, el regreso de la sobriedad, en particular para aquellos que sobre consumen”. Serge Latouche llama a esto el proyecto de una “sociedad de la abundancia frugal”. Frugalidad o austeridad en lo superfluo, abundancia en lo esencial.
Continúa Ridoux: “El decrecimiento supone que debemos desacostumbrarnos a nuestra adicción al crecimiento, descolonizar nuestro imaginario de la ideología productivista, que está desconectada del progreso humano y social. El proyecto del decrecimiento pasa por un cambio de paradigma, de criterios, por una profunda modificación de las instituciones y un mejor reparto de la riqueza”. A su vez esto pasa, decimos nosotros, por depositar la imaginación y la capacidad de hacer en toda la sociedad no exclusivamente en sus expertos y líderes. La sociedad, en su escala comunitaria, debe ser la encarga de enfrentar desde una perspectiva decrecentista los desafíos de la crisis. Sólo un Poder Comunitario autónomo y creativo, enraizado localmente, auto-organizado y federado, podrá soportar, ética, empíricamente y colectivamente, los vendavales que se avecinan.
Ya hemos sobrepasado el momento de los diagnósticos y no gastaremos tiempo en tratar de convencer a los negacionistas. Es el momento de la voluntad positiva luchando contra todos los pesimismos de la razón. Una voluntad lúcida que apueste por la supervivencia construyendo aquí y ahora formas convivencia y respeto, entre los seres humanos y con la naturaleza, que prefiguren, es decir, que anticipen formas colectivas de resiliencia.
Las tareas y desafíos de esta época requieren la utilización de toda la imaginación y la energía social distribuida, no la concentrada en las cúpulas de las organizaciones y comunidades, para diseñar y practicar formas de convivencia austeras y autolimitadas. “La sociedad capitalista es una sociedad que corre hacia el abismo, desde todos los puntos de vista, porque no sabe autolimitarse. Y una sociedad verdaderamente libre, una sociedad autónoma, debe saber autolimitarse”, decía Cornelius Castoriadis