El regreso de la agente Adriana Rivas: Horacio Cepeda, mi padre

El regreso de la agente Adriana Rivas: Horacio Cepeda, mi padre

Por: Antonia Cepeda Antoine | 27.06.2021
Miembro del Comité Central del Partido Comunista, Horacio Cepeda fue secuestrado en Santa Rosa con Avenida Matta el 15 de diciembre de 1976 y trasladado al cuartel Simón Bolívar. No se sabe cuántos días sobrevivió, pero por lo declarado por los propios agentes de la DINA en el proceso judicial, se le aplicó corriente durante horas en distintas partes del cuerpo y, por la noche, sediento imploró que le dieran agua. Al otro día uno de los carceleros se la concedió. La combinación de agua con el cuerpo electrificado lo desplomó. Se le aplicó cianuro para asegurar su muerte; se le quemó el rostro y las manos para que no fuera identificado. Fue ensacado y junto a otros detenidos lanzado en un pique minero en Cuesta Barriga. Recién se supo que Adriana Rivas, agente de la DINA, implicada en la detención y desaparición de mi padre, será extraditada. Todos los implicados en su muerte están libres excepto ella: la justicia australiana operó; la nuestra está en deuda con el país y con nosotros, sus familiares.

[A mi padre, a la memoria de mi madre y en nombre de mis hermanos]

Era cerca de las 11 de la mañana y el sol pegaba fuerte en un mes de enero caliente y sin brisa. Alrededor de 20 personas subíamos la ladera de un cerro en el kilómetro 12 de Cuesta Barriga. Apoyándonos de espino en espino, evadiendo los litres y ayudándonos unos con otros, escalábamos con dificultad la pendiente que nos separaba del lugar en que habían ocultado los cuerpos de nuestros familiares. A nuestro paso se levantaba el polvo de un suelo desprovisto de humedad y vegetación, excepto la presencia de espinos y litres raídos, para los cuales los cuerpos de nuestros familiares habían sido el único abono que de verano en verano los hizo florecer. Para llegar a lo alto no había sendero, subíamos uno al lado del otro como si fuéramos en una avanzada tomados de la mano, abrazando el cerro y desafiando la distancia en busca de un tesoro escondido. El corazón me latía, no podía detenerme, anhelaba tener alas, ganarle al tiempo y a la distancia. Mi sentir transitaba de la pena al regocijo, la pena del padre dolido y el regocijo del reencuentro.

Desde lo alto pudimos divisar a los paleros. Al acercarnos al punto de excavación, el único ruido que se oía era el de las palas al tomar contacto con la tierra. El ambiente estaba inundado de silencio y las miradas de todos se entrecruzaban en las rudas manos de los excavadores. Estábamos alertas al momento tan largamente esperado en que nuestros familiares se asomaran, miraran el cielo y se entibiaran nuevamente con el sol. El mundo interno, el imaginario, las emociones, de los que fuimos testigos de aquel acontecimiento sólo quedó grabado en el alma y el corazón de cada uno.

Ese día nuestros familiares asesinados y hechos desaparecer no se quisieron mostrar. Descansaban en el fondo de una mina a pocos metros del lugar de búsqueda. Éramos ocho mujeres. Se nos permitía estar aproximadamente a 60 metros de la entrada de la mina. Llegábamos en la mañana y nos íbamos cuando empezaba a irse la luz y el juez con su equipo terminaban la búsqueda del día. Todas las jornadas, al llegar en la mañana Paulina extendía un cubrecama blanco sobre el cual nos sentábamos para permanecer bajo un espino que nos cobijaba del sol; a lo lejos se divisaba el verde del fondo de la quebrada, el único paisaje amable que había a nuestro alrededor. En aquellos días me pregunté una y otra vez por qué Paulina eligió un cubrecama blanco cuando en aquel lugar lo único que abundaba era la tierra. Ahora pienso que era un acto cargado de simbolismo, de magia y amor: recibirlos y envolverlos en una tela blanca. La mayoría nos habíamos conocido el año 1976, sentadas en las largas banquetas que orillaban los pasillos de la Vicaría de la Solidaridad. A medida que íbamos llegando nos fuimos reconociendo una a una en la mirada, nuestros ojos testificaban que en adelante estaríamos unidas en el mismo dolor y en la misma esperanza. Con el paso del tiempo nos fuimos hermanando, nos hicimos cómplices, supimos guardar secretos, aprendimos a mentir; juntas nos consolamos, bailamos y tocamos la guitarra; aprendimos a arrancar, a conservar la risa y a vivir con alegría. Pasaron los años y seguimos unidas en la espera.

Durante un mes estuvimos ahí en la puerta de la mina. Pasábamos las horas conversando, recordando nuestros primeros encuentros, los miedos, las penas, las alegrías que juntas vivimos. Compartíamos el curso que habían tomado nuestras vidas, nos mostrábamos las fotografías de nuestros hijos y nietos. Escuchábamos la radio y revisábamos los diarios que en aquel momento comunicaban profusamente la noticia de la búsqueda. Sobre el cubrecama blanco, compartimos una vez más la fruta, el agua y el pan. Entre tanto, en el fondo de la mina, manos generosas palpaban prolija y sigilosamente la tierra para encontrar a nuestros familiares sin perturbar sus sueños. A medida que avanzaban las horas la temperatura subía y la única sombra era la del espino bajo el cual estábamos. Pararse y caminar por los alrededores no mitigaba el calor, por lo que durante todo el tiempo que permanecimos ahí estuvimos una al lado de la otra, como cuando estábamos en las banquetas de la Vicaría compartiendo las colchonetas en las huelgas de hambre, encadenadas en los tribunales o tendidas en el piso de una micro de carabineros.

Después de un mes de permanecer allí, supimos que nuestros familiares ya no estaban en ese lugar: habían sido trasladados y lanzados al mar. De ellos sólo quedaban algunos vestigios. Mi padre había partido a sanar sus heridas en las aguas saladas del mar, sin antes dejarnos como regalo de su paso por la mina algunos fragmentos de su blanca sonrisa.

Con mis hermanos, después de 36 años, vimos por primera vez a nuestro papá. Llegamos alrededor de las 11 de la mañana al Instituto Médico Legal. Nos guiaron por un pasillo que conducía a una sala en la que, al centro, sobre una mesa y encima de un paño blanco, estaba dispuesta amorosamente su sonrisa. Una foto con su nombre: don Horacio Cepeda Marinkovic, y una bandera chilena y un clavel. Dejaba de ser un desaparecido y volvía digno a su despedida.

Una tarde de julio del año 2012 mi padre volvió a casa. Sobre la mesa de la vitrina del living preparé un pequeño altar, lo adorné con el árbol de la vida que alguna vez traje de México, los ángeles de lata de Haití, la Virgen de Guadalupe, una de sus pipas, una foto de mi madre con él y velas encendidas. Llegó a la casa en una carroza fúnebre blanca. La urna se ubicó al centro del altar sobre la vitrina. En su interior estaba mi padre, se hacía presente en seis de sus piezas dentales, que en vida y muerte fueron parte de su identidad. Se mantenían blancas, prolijamente cuidadas, tenían las señas de su pipa y de su sonrisa. Alrededor de la 7 de la tarde empezaron a llegar sus amigos y familiares. Algunos de los asistentes lo recordaron en voz alta; se comentó su condición de pedagogo de los niños y jóvenes que lo rodeaban; del gusto por el buen vino y el buen vestir; de su afán coleccionista y de su conocimiento de los nombres de los pájaros y plantas; de su compulsión lectora y de la avidez por aprender cosas nuevas. Del pampino que nació en Huara, del abuelo Juan y de la abuela María, del teatro y la pulpería de Peña Chica. Del hombre curioso poseedor de una dimensión subjetiva difícil de descifrar, en el que convivía lo enérgico y lo cálido, lo expansivo y lo hermético, la prisa y la cadencia, la estridencia y el silencio prolongado.

Fue su último paso por la casa, compartió una copa de vino con sus familiares y amigos; se quedó dormido entre recuerdos y declaraciones de amor. Hoy descansa en el memorial. A su derecha tiene como vecino a su amigo Fernando Ortiz; a la izquierda a su compañero Lincoyán Berríos.