Lavín
De los/as actualmente candidatos/as a la Presidencia de la República, probablemente Joaquín Lavín Infante (más conocido como “Joaco” en el club de la derecha conservadora) sea el que representa menos dificultades al momento de atreverse con una semblanza. Es un viejo conocido. Y es así porque dentro de su carrera política heterogénea y, a veces, desconcertantemente dúctil, Lavín podría resumirse de la siguiente forma: un político que se adecúa según sean las variantes de un tiempo histórico.
Ahora bien, esta adecuación es fundamentalmente discursiva y sin complejos de ningún tipo, y cuya ubicuidad se instala siempre en la superficie de la historia, nunca en la historia propiamente tal, entendida ésta como un proceso estructural que implica, como en la actualidad, las sacudidas de una época. En este sentido Lavín no lee ni comprende la historia, sino que, más bien, la percibe y la inmediatiza.
Chicago boys de segunda generación, supernumerario del Opus Dei, casado con una hija de un ex Patria y Libertad, ex editor de El Mercurio, admirador, al límite del fanatismo, de la figura de Jaime Guzmán y cómodamente instalado en una dictadura que le entregaba confort y seguridad a aquellos civiles de clase alta, ojalá economistas y abogados, que trabajaban para el régimen intentando dotar de un (forzado) soporte ideológico a la brutalidad, Lavín ha sido, en los últimos 30 años y considerando las segundas vueltas, 4 veces candidato a Presidente. Esto lo iguala a Salvador Allende en el número de intentonas. Está por verse si, como en el caso del mencionado Presidente, esta vez lo logra, aunque la cuesta esté muy pesada para una derecha que respira artificialmente, completamente a la intemperie, derrotada y sin ninguna capacidad sincrónica para leer la excepcionalidad del momento histórico.
En términos amplios, es posible plantear que en sus aventuras políticas Lavín ha demostrado ser un sujeto “ocurrente” y con un fuerte sentido del camaleonismo –que desde una perspectiva como la de Maquiavelo, por ejemplo, puede ser comprendido como una virtud, pero que es propio, se insiste, de quienes no entienden la historia como proceso, sino que la instrumentalizan epidérmicamente en una temporalidad específica–. Efectivamente él no tiene grandes ideas ni relatos políticos de largo alcance, sino oportunas ocurrencias que parecen más bien salidas de una empresa de marketing y no de un cónclave puramente político-ideológico. Ahora, hay que decir que estas ocurrencias no son inocuas, no seamos ingenuos, por el contrario, impactan de manera definitiva en un sector no menor de la sociedad, construyen agenda y, lo que es más serio, imaginarios; imaginarios que responden al de un Chile que debe ser administrado por el efectismo, fuertemente desideologizado y por un tipo de casuística momentánea que secuestra a la política, reteniéndola y derivándola a una zona donde esta misma es saboteada.
En esta, en teoría, simplona y pedestre forma de entender y hacer política existe una planificación, una racionalidad táctica y cortoplacista que, salvo las elecciones presidenciales, lo ha hecho ganar más que perder. Recordemos nada más que en 1999 fue superado por apenas 31 mil votos (un voto por mesa) frente a Ricardo Lagos, nada menos.
Dentro de sus memorables ocurrencias tenemos el clásico noventero “Viva el cambio”, el oportunista y, hay que decirlo, algo ridículo neologismo “bacheletismo-aliancista” de 2007 y, al día de hoy, su autoproclamación como “socialdemócrata”. Esto último parece un chiste y hasta cierto punto lo es. Resulta cuando menos una burla que un supernumerario del Opus Dei, miembro de la pandilla civil regalona de Pinochet –junto a Guzmán, Longueira, Allamand, Novoa. entre otros destacados operadores políticos del régimen–, originalmente opositor a todo cuanto huela a progresismo (ley de divorcio, ley de matrimonio igualitario, ley del aborto, en fin, sólo por nombrar a algunas de las deudas históricas que tenía la sociedad chilena consigo misma), resulte hoy un rutilante estadista socialdemócrata con un instinto sobrenatural para leer la época, asumir la variante política de las transformaciones culturales y mirar de frente un futuro que, para Chile, se abre camino a través de las grandes Alamedas de su refundación. Algunos/as no somos tan tontos/as.
Pero, cuidado, que es un chiste serio. Lavín ha demostrado que su camaleonismo y capacidad para promover marcas a modo de relatos, sobre todo electorales, le rinden frutos, al menos así ha sido en el pasado. Lo suyo es una suerte de discurso invertebrado que es capaz de ingresar, reptando, por los espacios más estrechos, produciendo imaginarios colectivos y, en este mismo desplazamiento sin sustancia, una sociología desafectada que rebota en una forma de racionalidad, la que persigue definir un tipo de país y no otro. Por lo tanto, todo lo que en su performance puede resultar insultante para el mundo académico o político que juega sus manos en el póker de las ideas, este en apariencia raquítico discurso camaleónico y efectista, puede ser una anti-tesis muy riesgosa. Como sostenía el filósofo decimonónico Charles Péguy: “Aunque el triunfo de las demagogias sea pasajero, las ruinas son eternas”.
No siento respeto por lo que Lavín representa en ninguno de sus ángulos políticos, pero sí temo a su habilidad para desactivar lo estructuralmente relevante y disponer, entonces, a Chile, bajo la lógica de lo no-político e institucionalizar lo intrascendente. En esta misma dirección, no me fío de él ni lo considero un riesgo menor toda vez que pensamos en un país como el nuestro, el mismo que pretende recuperarse como sociedad después décadas de abuso y dispersión neoliberal asumiendo y apostando, al día de hoy, por un proceso constituyente.
En este sentido el ocurrente y camaleónico Joaquín Lavín siempre puede sorprender con una nueva bufonada, es su naturaleza y su estilo. Lo importante es estar atentos y que, eventualmente, cuando esto ocurra las neuronas estén coordinadas y en su sitio para reaccionar a tiempo. Se requiere estar despiertos para que el camaleón y sus secuaces no reinen la jungla.