VOCES| Una heroína con TOC: "El milagro" de Carolina Andonie
La literatura suele deparar sorpresas, y aunque suene paradójico, esa es una de sus constantes: sorprender (con el riesgo incesante de no lograrlo). Incluso cuando cierto tipo de discurso se impone en el ámbito letrado como hegemónico, la vuelta de tuerca se vuelve recurso vital: oxigenación en la sangre y en las páginas. Así, nos aventuramos a la lectura literaria deseando ser sorprendidos, pero conscientes de lo difícil que será experimentar dicha sensación. Hasta que, de pronto, ocurre de nuevo. No hay fórmulas ni garantías. Nada nos asegura nada. Y, sin embargo, pasa, acontece.
Una de estas sorpresas tiene que ver con el descubrimiento de algo inusual donde no lo sospechábamos (o quizá sí lo hacíamos, pero de manera inconsciente). Leer a Carolina Andonie como novelista ha sido una revelación y un descubrimiento. Muchos conocemos su trabajo como periodista: sus entrevistas y reportajes, que durante mucho tiempo dieron cuenta del quehacer literario chileno e hispanoamericano, son ahora referencia obligada al momento de estudiar el periodo reciente de nuestra literatura. Su veloz registro de escritura no daba pausas: debía estar siempre al día, siempre a la hora señalada, dando cuenta de todo lo que se movía en el panorama letrado.
Muchas de esas vivencias y de esos ritmos escriturales están, sin duda, en las páginas de El milagro. Carolina miraba, desde su cubículo en la sala de redacción, el entorno simbólico del campo cultural. Leía no solo obras, sino comportamientos, conductas, manías, anhelos y desventuras; adivinaba tendencias y registraba las variaciones del fluctuante mercado de los libros, como si fuera una antropóloga de la literatura. Podía reconocer al vuelo caracteres, posees y afectaciones de los protagonistas de las letras continentales.
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Recuerdo varias veces que tuve la suerte de ser su ayudante y acompañarla a esa selva de egos y obsesiones que son las ferias y las presentaciones de libros. Un submundo regido por sus propias reglas; todo un repertorio de estrategias encaminadas hacia la visibilidad de los protagonistas. Debo consignar aquí que pocas personas, como Carolina, atestiguaron esta transformación en el campo literario hispanoamericano y que podríamos definir como de espectacularización, que comenzó en algún momento de los años noventa, cuando la globalización sentó sus reales en las industrias editoriales de nuestros pagos e impuso dinámicas, estrategias, y hasta subjetividades y formas de crear.
Escribía y desarrollaba su historia: utilizaba las herramientas que había perfeccionado en el periodismo, pero las manejaba con una destreza diferente, porque si bien hay mucho en las páginas de El milagro de esas vivencias, la novela es totalmente independiente: un universo propio, autónomo. El caso es que, de pronto, todas esas aproximaciones se concretaron y Carolina transitó de los registros periodísticos a los literarios, o mejor: tomó lo mejor de ambos para su propio proyecto narrativo. Tenemos así la agilidad y la precisión en el lenguaje.
El milagro es una novela que, al mismo tiempo, trabaja con varias tradiciones –la novela romántica escrita por mujeres, por hablar de una de las más evidentes–, pero les impone un ritmo nuevo, veloz, aunque no desbordado. Su protagonista, María Inmaculada, cuenta los sucesos de su vida al cruzar el umbral de los 40 años y coloca todas las fichas en el tablero (piezas con las que muy bien podría haber compuesto un melodrama romántico de cuño decimonónico y cuyos nombres nos revelan sus esencias), y las despliega en un contexto particular: el mundo editorial hispanoamericano actual, con sus polos de atracción y sus fórmulas comerciales.
La novela no reproduce, sino resignifica el discurso sentimental del romanticismo
Así, la historia se desarrolla en diversos planos: una “heroína” con TOC, consciente de su condición intermedia entre la edición y la creación literaria; un precario triángulo amoroso; un anhelo secreto; la actualización y rearticulación del discurso religioso; y múltiples enfoques sobre conceptos otrora inamovibles como la familia, el trabajo y la vida en pareja.
Además de darle una vuelta de tuerca a la llamada independencia laboral, Mel transita la inversa de los cánones: a los 40 regresa a la casa familiar y desde ahí va construyendo su metafórico cuarto propio. Vuelve a ser “la niña de la casa”, pero su regreso solo acentúa su diferencia. Ella es otra, a pesar de los reencuentros y la nostalgia. La pérdida del empleo –el espacio de la rutina–, la coloca en otro lugar de enunciación: en esa primera persona del singular que le otorga al texto su índole testimonial, una suerte de confesión y bitácora de conversión al mismo tiempo. Así, María Inmaculada pasa de la edición a la creación, es decir, recorre el camino inverso, de la crítica a la confección de palabras. De ahí que su escritura deconstruya continuamente el discurso de la novelística romántica, y de ahí también que tampoco ceda ante el recurso fácil de un desenlace que corone la individualidad empoderada por el mundo neoliberal del consumo.
Podemos preguntarnos, junto con la protagonista y narradora, ¿existen los milagros? Si la respuesta es afirmativa, surgiría otro cuestionamiento: ¿de qué tipo de milagro estaríamos hablando? Supongo que tendríamos que responder: de múltiples, pues los hay de todo tipo: religioso, claro; pero también están los relacionados con la condición azarosa del mundo: con las peripecias que han llenado, desde hace miles de años, las páginas de la literatura.
El milagro se vuelve así, una forma de sorpresa: revelación de una nueva condición. Tal es la sensación que me deja la lectura de esta novela. La conversión de Carolina Andonie de periodista a novelista.