El lobo y la piel de cordero (Para olvidar a Carl Schmitt)
Llama poderosamente la atención el interés que la obra y el pensamiento de Carl Schmitt suscitan en buena parte de la filosofía política contemporánea. Llama la atención, sobre todo, que no se repare –o no se haga suficientemente– en la contaminación que viene a crearse entre los ejes del pasado-presente y del presente-futuro, es decir: entre el estudio de los males que acompañan al uso del poder político, necesariamente restringidos al pasado y al presente apenas y siempre ligado al pasado, y la tarea intelectual de construcción del edificio o edificios políticos cónsonos a las humanas aspiraciones actuales, algo que de necesidad cae del lado del presente que mira –que adecuadamente sabe y quiere mirar– hacia el futuro. O mejor: llama la atención que no se vea en el uso que se hace de Schmitt en el análisis de los mecanismos perversos del poder político contemporáneo el riesgo o peligro de infección anti-democrática que su pensamiento acaba trasladando a dichos análisis y a los discursos consiguientes. Lo que no quiere decir, claro está, que servirse de él como referente de lo impolítico de nuestro tiempo sea incurrir en propuestas o teorías anti-democráticas, sino, más bien, poner en evidencia algo que suele quedar impensado: que las categorías de lo político son siempre relativas a un horizonte de pensamiento y que, sin los debidos distingos, no es metodológicamente legítimo –tal vez tampoco moralmente legítimo– aplicarlas a contextos de acción para las que no fueron pensadas.
Schmitt fue declaradamente un pensador nazi, como Heidegger y tantos otros de nombre menos brillante o incluso olvidado de la época de entreguerras del siglo pasado, lo cual, desde luego, no significa que no haya que leerlos o que haya que condenar sus libros al ostracismo de las bibliotecas públicas. Y ni siquiera se dice aquí que deba extremarse la atención de su lectura o ponerle un cerco de mal pretendida higiene intelectual, de la misma manera que no lo hacemos con Platón ante su bien conocida fe anti-democrática. Otra cosa es, en cambio, cuando se trata de encarnar lo político en la constitución de una sociedad de nuestro tiempo, es decir: cuando de lo que se trata es de dar forma al conjunto de relaciones de todo tipo que habrán de hacerse portadoras de legitimidad en la configuración de la nación. Porque, si bien es claro que con relación al pasado e incluso al presente, la categorización schmittiana de “amigo/enemigo” –por ejemplo y entre otras– hace luz en las relaciones de poder, también es claro –o debería– que la política del tiempo futuro (propia de nuestro propio tiempo) no puede fundarse en la dicotomía amigo/enemigo. Hacerlo así sería hoy una suerte de desobediencia a nuestro tiempo o, dicho de manera más laxa y sin duda más moderna, de no saber estar a la altura de nuestro propio tiempo. Por lo que pueda valer, recuérdese que en la tensión de estar a la altura del tiempo cifraba Ortega y Gasset el requisito del hombre auténtico frente a la caída en el mar de la alienación del hombre masa y, ya de paso, recuérdese también que la obediencia al propio tiempo era uno de los pilares de la lección perdurable de la antigua sabiduría clásica, lo que no significaba plegarse a nada, sino más bien corresponder a ese algo intangible que es siempre el “espíritu del tiempo”.
Schmitt representa hoy en Chile un horizonte que se abandona, o que debe necesariamente abandonarse, y no sólo, como acaso parezca a los más, por la influencia que a través de Jaime Guzmán tuvo en la Constitución de 1980, huella que ninguna reforma sucesiva ha cancelado, sino porque son las mismas categorías de su pensamiento las que colocan la política en un camino por el que resulta muy difícil el tránsito ágil de la democracia. De una democracia que de verdad quiera serlo, y no de formas de democracia que, como lobo con piel de cordero, sirven para enmascarar y encubrir el poder y la hegemonía de las oligarquías de siempre, si bien en forma renovada o de las nuevas oligarquías de partido de las que el socialismo real ha dado buenos y suficientes ejemplos a lo largo del pasado siglo. Cabe decir que la democracia se ha declinado siempre de modos y maneras muy diversos y que hoy mismo sin ir más lejos se llaman democráticos regímenes que violan las más elementales reglas de juego de cualquier democracia definida con criterio de simples mínimos (el oxímoron de democracia totalitaria o de totalitarismo democrático es desde hace tiempo una realidad política que avanza y de la que todavía falta una bibliografía adecuada).
Es el concepto schmittiano de “enemigo interno” el que en propiedad impide acoger su pensamiento en seno al desarrollo de la democracia –al intrínseco desarrollo de los valores de segura fe democrática. Y no porque la democracia no tenga enemigos, que los tiene (y muchos, aunque no siempre lo parezcan), sino porque la democracia, para serlo de verdad, de manera y modo auténticos, debe configurarse como el espacio político que incluso a sus enemigos permite el pleno ejercicio de la acción política. La “sustancial uniformidad” del tejido social que reclama la teoría schmittiana, pasando por alto las formas con que el III Reich la persiguió en la práctica, desvela cuán alejado –y quizá inservible– queda su pensamiento de la real configuración de nuestras sociedades actuales, donde es difícil pensar ninguna forma de pureza racial o ideológica o de reducción uniformadora y donde al cabo lo que predomina es lo variamente mestizo en la amplitud de todos sus sentidos.
Tampoco el concepto de “enemigo externo” parece hoy el más apropiado en aras de un mejor ordenamiento de las relaciones internacionales en el mundo globalizado, sobre todo porque el ius belli schmittiano entra cada vez más abiertamente en colisión con los desarrollos más actuales del derecho internacional, desarrollos que –conviene no olvidarlo– han sido llevados a cabo en el seno de aquel horizonte, moderadamente kantiano y de pretendido camino hacia una paz perpetua, que inspiró la reconstrucción del tejido internacional en la situación de colapso que ofrecían al mundo las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez dicho concepto sea aún un útil instrumento para comprender las relaciones de poder del mundo actual, pero desde luego no proporciona ninguna contribución positiva a la superación de ese horizonte de la fuerza que una vez tras otra, según decía Simone Weil, nos ha llevado a la repetición de la catástrofe –desde las lejanas guerras del Peloponeso a las más recientes, con el agravante de que la repetición se manifiesta hoy de manera creciente en cuanto al alcance planetario y a la intensidad de la violencia desatada.
No hacen falta sesudas reflexiones para entender que la noción de enemigo no es en modo alguno la mejor para establecer cualesquiera tipos de relaciones, tanto internas cuanto externas, y ello porque –yendo a fondo– es la enemistad en sí la que propiamente mina la misma idea de relación –de relación constructiva, se entiende. De donde fácilmente se sigue que quienes hoy en la filosofía política propugnan y promueven el conocimiento de la obra de Schmitt (en algunos casos con la ingenua pretensión del conocimiento del enemigo como medio al fin de derrotarlo y en otros, tal vez los más, como instrumento en aras de servirse del espacio democrático para subvertir esa democracia que sólo ven como un paso en su camino hacia otros fines) queriendo o sin querer acogen una lógica implícita que los acaba desviando del camino más auténticamente político para nuestro tiempo, el cual, más allá de toda diferencia de campo, debe colocarse en aras de la construcción –no de la destrucción– del espacio político que recoja el mandato del espíritu del tiempo.
Ese mandato se ha manifestado en Chile de manera clara: primero con la insurgencia del 18 de octubre de 2019 y luego con el plebiscito del 25 de octubre de dos años después. Ahora se trata de abandonar la Constitución de 1980 y de abrir un nuevo proceso constituyente capaz de llevar –y de llegar– a la escritura que encarne una nueva Constitución. Importante será que la nueva escritura constitucional sepa recoger las instancias que dicta nuestro tiempo. A ellas se sumarán otras que de seguro tienen que ver más con los restos del pasado político chileno y con las que siendo presente aún en breve serán también –o deberían– pasado. De la principal, acaso, se está hablando poco, acaso porque se da por supuesta como innegociable: la democracia. En cambio, sería bueno que entrara en el debate, porque de la forma que se dé a la democracia va a depender todo lo demás. No es lo mismo una democracia de un tipo que de otro: las diferencias están bien a la vista y basta poco para informarse y decidir a qué se quiere que se parezca Chile o qué camino nuevo se quiere abrir en Chile en orden a las distintas vías de democracia que nuestro mundo de hoy nos ofrece. No es una cuestión de mercado o de lo que se encuentra de rebajas en los grandes almacenes: la idea de democracia que la escritura constitucional encarne será decisiva y marcará el camino por el que transitarán las vidas de los chilenos y chilenas de las próximas generaciones. No es, pues, sólo para hoy o para nosotros, sino también –y acaso muy especialmente– para mañana y para quienes hoy todavía no han llegado.
Poner en el centro del debate la democracia y los valores auténticamente democráticos servirá no sólo para afianzar las convicciones del camino constitucional de la nueva democracia chilena, sino también para desvelar y poner en evidencia (y tal vez dejar señalados) a esos enemigos sempiternos de la democracia que ahora disfrazados con adornos de moderna ciencia y filosofía políticas son en el fondo nuevos lobos con la misma piel de cordero de siempre. Ojo, pues, a los compañeros de viaje: que a veces el tecnicismo de los detalles cubre el cielo de los principios, y en esto Carl Schmitt era un verdadero maestro.