CRÓNICA| La olvidada huelga que unió a las mujeres privadas de libertad en contra del abandono y el COVID-19

CRÓNICA| La olvidada huelga que unió a las mujeres privadas de libertad en contra del abandono y el COVID-19

Por: Meribel González | 02.08.2020
La periodista Meribel González se sumergió durante varias jornadas en el día a día de mujeres privadas de libertad y otras que lo estuvieron. Las voces de ambos grupos se dejan sentir en un relato que recoge el momento más álgido de la potente pero olvidada huelga que emprendieron el año pasado junto con las semanas más duras de la pandemia. La que sigue, es la historia de mujeres que luchan por dignidad solo para cumplir con sus condenas.

En mayo del 2019 hubo una huelga histórica que movilizó a gran parte de la población penitenciaria del país. Días antes, Daniela se enteró a través de WhatsApp lo que estaba por ocurrir. Entre los principales argumentos del llamado era el carácter retroactivo de la ley. Aunque esto último poco le importaba, muchas veces había intentado en vano acceder a algún taller o trabajo dentro de la cárcel y ahora la nueva normativa exigía, además, una conducta intachable y reconocida a través de informes elaborados por los propios gendarmes. Una presa rematada tiene menos que perder, o quizás ya lo ha perdido todo, y si las presas del Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín no se sumaban, afuera nadie se enteraría.

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Cecilia estaba sentada frente al televisor —como pasan gran parte de los días en la cárcel de San Miguel— cuando se enteró de un extraño virus que avanzaba sobre el mundo. Lo que ocurre afuera, adentro se vive como en otra dimensión. La cárcel es como una caja que detiene el tiempo, repiten las presas. Pero las cosas cambiaron una mañana cuando en la primera cuenta del día les informaron del primer caso de COVID-19 en la torre tres. Sin mayores respuestas, les ordenaron regresar a sus habitaciones y aunque Gendarmería ocultó el nombre de la afectada, supieron rápidamente quién era y que había salido la noche anterior y por la mañana había sido sometida a un coma inducido. El miedo se coló entre los barrotes. Cecilia, a sus 50 años, jamás había experimentado un temor de esas dimensiones. Sabía que la distancia social dentro de la cárcel era imposible, además, todas usaban el mismo teléfono público, los mismos pasamanos y mesas. El virus las empujaba a ese mundo que parecía tan ajeno.

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Daniela llamó a sus compañeras de habitación para contarles sobra la huelga. Todas escucharon sus argumentos con atención, más por respeto que por interés en el cambio de la Ley 321. Desde las barretineras —las mujeres que carecen de un prontuario que adentro les haga fama y viven en el abandono— pasando por las jaibas —las ancianas que por su edad son respetadas dentro de la cárcel— y hasta las bandidas —las que llevan el mando— acordaron que este era el momento para pelear por sus derechos; más que por ellas, por las amigas del barrio, las conocidas e incluso sus propias hijas que corren el riesgo de llegar algún día hasta la cárcel. Daniela anotó los primeros acuerdos y se desplegaron por el patio para convencer al resto de las internas. La tarea era grande y había que hacerlo con cuidado; no por miedo, sino por la extraña sensación de que estaban a punto de lograr algo importante en sus vidas.

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Cecilia estaba en su celda cuando afuera de la cárcel conmemoraban un nuevo año de la tragedia que terminó con la vida de 81 presos el 8 de diciembre del 2010. Pero ella nunca supo que una de sus compañeras sacó un cartel hacia el exterior que decía “No se olviden de nosotras”. Ocho meses más tarde, la frase se convertiría en un presagio.

La soledad siempre ronda la cárcel y, sin embargo, fueron las presas las que intentaron suspender de forma voluntaria las visitas. Tras enterarse del primer caso, Cecilia y sus compañeras juntaron más de ochenta firmas en la torre tres, pero faltaron cinco para que Gendarmería aprobara la solicitud. Con el cambio de estación, las noches se hicieron más heladas, la frazada fiscal y el agua fría en los baños las hacían sentir más vulnerable frente al virus que acechaba, hasta que en abril Gendarmería anunció la prohibición definitiva de las visitas en todas las cárceles del país. Con la medida también se redujeron las encomiendas y la comida comenzó a escasear obligando a las presas a comer del rancho, la comida que entrega Gendarmería, popular por su mala calidad y poca abundancia. Con solo media hora de luz natural y sin implementos para prevenir posibles contagios, la situación comenzó a empeorar.

—Un día, una cabo nueva se afirma de los barrotes y grita: “chiquillas, tienen que encomendarse a Dios porque esto se salió de las manos, afuera los médicos no están dando abasto”.

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Daniela y otras presas se reunieron en uno de los baños de la cárcel de San Joaquín y grabaron un video para llamar a la huelga. La noticia corrió entre los distintos módulos y el petitorio fue creciendo. La falta de atención médica, las condiciones insalubres de los baños, la mala alimentación y la falta de oportunidades laborales, eran algunas de ellas. Comenzaron a activarse las asambleas y como primera medida de protesta decidieron tirar el rancho en el patio y levantar en cambio ollas comunes como muestra de dignidad. Los rumores se extendieron hasta el sector laboral —donde viven las internas que cumplen conducta— y aunque el resto de la cárcel miraba con sospechaba la posibilidad que se sumaran a la huelga, después de una reunión decidieron plegarse. La organización dentro produjo resultados tan inesperados que las presas decidieron congelar todo tipo de diferencias mientras durara la huelga.

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Cecilia abandonó la cárcel de San Miguel el 15 de abril como parte del plan del gobierno para descongestionar los recintos penitenciarios ante el avance de la pandemia. Hoy cumple arresto domiciliario en la casa de su hija en la comuna de San Bernardo, lugar donde creció junto a familia cuando aquellos terrenos eran campamentos sin luz eléctrica ni agua potable. Fue en ese escenario cuando su madre entró al microtráfico para sostener a su familia. Por eso, para Cecilia existe un porcentaje importante de personas que los gobiernos ponen como ejemplo porque salieron de la extrema pobreza, pero lo cierto es que no fue gracias a ellos ni a sus políticas, sino por la venta de drogas.

Trasladar a los pobres a la periferia fue una estrategia que comenzó en dictadura, pero tuvo continuidad a lo largo de la Concertación. El hacinamiento, la precariedad de las viviendas, la eliminación de los espacios públicos, las extensas jornadas laborales y los trayectos para cruzar la ciudad, destruyeron los últimos lazos comunitarios y facilitaron el camino para la entrada del narcotráfico. Frente a los problemas sociales que azotaron los años noventa, la cárcel se convirtió en una respuesta para la pobreza y fue así como la Concertación construyó tres veces más penales que Pinochet en 17 años y, sin embargo, los índices delictuales no bajaron. La situación de las mujeres es aún más dramática. La salida en masa a un mercado laboral que no tenía nada para ofrecerles encontró en el microtráfico una forma de subsistencia. Fue así como la población penitenciaria femenina creció más de 300 por ciento durante los últimos treinta años en Chile.

Hace algunos días unos vecinos le ofrecieron trabajo a Cecilia en una panadería que está frente a su casa, pero tuvo que rechazar la oferta porque no tiene autorización para salir a la calle. Los días pasan sin poder aportar en el lugar donde vive; tiene un carro para vender comida, pero hoy solo hay hambre en las calles. Cecilia entiende muy bien a las presas que rechazaron la posibilidad de cumplir arresto domiciliario, porque muy pocas cuentan con una red de apoyo que les permita retomar sus vidas después de la cárcel.

—¿Qué pasa con la gente que no tienen apoyo, con las que no tienen casa? Se acerca un buen samaritano con un poco de droga, te ofrece para la venta, para salir del paso. O te ofrece plata por guardar droga en tu casa. ¿Qué va a hacer la gente hoy si el Estado no está brindando el apoyo que necesitan?

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Daniela y sus compañeras decidieron dar la pelea hasta el final el día que supieron que estaban bajando la huelga. Lo único que tenían eran sus propios cuerpos. Si algún funcionario era sorprendido frente a las internas desnudas, podía ser sancionado. Por primera vez, el tiempo avanzaba en San Joaquín al ritmo de la calle.

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[caption id="attachment_357389" align="alignnone" width="1140"] Agencia Uno[/caption]

Jessica dice que no estaba durante la huelga porque llegó meses más tarde, pero conoce a algunas presas que participaron, aunque por estos días en San Joaquín nadie quiere hablar de otra cosa que no sea la pandemia. A sus cincuenta años ha entrado y salido de la cárcel, pero nunca antes había vivido una situación como la de hoy. Todo ha cambiado con la pandemia. Hasta los niños y niñas que viven junto a sus madres presas hasta los dos años fueron derivados a otros hogares. Pero hace tiempo están muy solas. El invierno pasado tras la huelga era habitual ver filas que no superaban las veinte personas para patios de hasta trescientas internas.

Jessica dice que lo entiende. Visitar a alguien que está en prisión no es algo agradable, especialmente si eres mujer. A veces, en la revisión basta con mostrar la ropa interior y subir a un escáner con forma de silla en altura donde hay que sentarse para verificar si la visita lleva algún elemento prohibido dentro del cuerpo. Pero los criterios y los protocolos nunca son claros y nadie se atreve a preguntar o reclamar por miedo a las consecuencias posteriores que pueda sufrir quien está dentro de la cárcel. Por eso es común saber de experiencias en las que las mujeres deben realizar sentadillas o abrir las piernas frente a un espejo para verificar que no tiene nada dentro de su vagina. Después de la revisión, las visitas avanzan hasta un galpón donde el frío cala los huesos; si la interna no tiene dinero, las horas tendrán que ser de pie o tirando huincha —caminando de un extremo a otro—, porque las sillas y las mesas se arriendan. En la cárcel todo tiene un precio.

Jessica dice que en el último tiempo lo único que las mantiene contentas son los útiles de aseo que envían mujeres desconocidas desde el exterior. Las encomiendas les permiten mantener sus habitaciones limpias, pero también es una muestra de que afuera saben que existen.

— Me queda un año, pero tengo mucho miedo de morir aquí. Los inviernos siempre han sido crueles en la cana, pero ahora es peor.

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Cuando escucharon el silbido, las presas de la cárcel de San Joaquín se quitaron la ropa y esperaron desnudas el ingreso de antimotines; sabían que si eran registradas mirando sus cuerpos podían ser dados de baja, pero también que sus cuerpos era la única arma que tenían para defenderse en el último día de la huelga.

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Ann siempre sonríe como si en su rostro portara un escudo que la protege de una vida que ha estado lejos de ser amable. La mañana del día que hablamos, cuando iba camino a dejar una nueva encomienda, un perro se cruzó en su camino y lo atropelló. Ann bajó del auto con un cubrecama que recién había retirado del lavado, lo envolvió y lo tomó en brazos para acomodarlo en los asientos traseros y se puso en marcha sin tener muy claro hacia dónde ir. Cruzó las calles solitarias que rodean la cárcel de mujeres de San Miguel en búsqueda de un veterinario, pero el animal murió a las pocas cuadras. Ann ya no quiere sonreír. Regresó hasta la cárcel y estacionó el auto en la entrada. Se quedó en silencio unos minutos para ordenar las ideas en estos días tan confusos, porque si hay algo que sabe manejar a sus 32 años, es la paciencia. Lo aprendió mientras estuvo presa por microtráfico en las cárceles de San Joaquín y San Miguel, en las que fue testigo de tantas vidas que se derrumbaban frente al terror del encierro y la soledad.

Pero afuera tampoco la historia ha sido fácil. Después de una década de haber salido de la cárcel, el pasado siempre la acompaña. Ann conoce a la perfección la trama que se teje entre los fondos del Estado, las fundaciones y las empresas que ofrecen una “oportunidad” para quienes han salido de la cárcel. Ann ha realizado todos los talleres y oficios que se han presentado en su camino, pero sabe que la pobreza es un excelente negocio.

—La reinserción no existe, no puedes volver a un lugar del que nunca has formado parte.

Es por eso que Ann tomó la decisión política de reconocer su pasado. Sabe que es muy distinto cuando alguien que está en la cárcel escucha a otra que ha salido de allí y le habla del futuro. Por eso hace algunos años fundó una cooperativa y, junto a otras mujeres durante la pandemia, llevan encomiendas solidarias a las cárceles para demostrar a las presas que no están solas.

Ann mira el reloj. Ya son las 11:30 am. Baja del auto, abre la puerta trasera, toma el perro entre sus brazos, y lo deja envuelto con el cubrecama en la vereda. Saca una bolsa llena de alimentos y camina hasta la entrada de San Miguel. El gendarme que la observa desde la reja, le dice que llegó cinco minutos tarde y se niega a recibir las cosas. Poco le importan los argumentos de la pandemia o el hecho de que hoy nadie llegara con encomiendas. Camina hacia el auto, el gendarme le grita que regrese a las dos de la tarde. Ann abre la puerta del auto y el hombre le grita que se arrepintió, que no vuelva.

—A la gente le hace falta amor, por eso regreso a la cárcel —dice Ann, mientras se dibuja una tenue sonrisa en su cara.

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Me dirijo hasta la ex Penitenciaría de Santiago para saber qué pasa en el día de las encomiendas para los presos. El silencio reina en los alrededores de la estación de Metro Rondizzoni. El moderno edificio del Centro de Justicia está vacío porque las audiencias de los tribunales penales dejaron de ser presenciales desde que se masificaron los casos por COVID 19 en la Región Metropolitana. Por la calle Pedro Montt avanzan mujeres cargadas con bolsas. Se ordenan junto al imponente portón verde en orden de llegada. Las que tienen mayor experiencia, orientan a las nuevas en los procedimientos para enrolarse, entregar la encomienda o enviar dinero dentro de la cárcel. El tiempo apremia porque el permiso entrega Carabineros es por solo tres horas y la mayoría ha cruzado la ciudad.

Me instalo junto a ellas. Una mujer muy joven pregunta cómo debe enrolarse. Su marido está preso por primera vez. Le aconsejan que no traiga cosas buenas en la encomienda porque los están soltando sin nada.

—Te voy a decir algo —interrumpe una mujer de unos cuarenta años que las miraba atenta mientras fumaba— Ten ojo, porque adentro se ponen tontos, lo primero que hacen es pedirte las claves y revisarte el face. A mí me eliminó todos los amigos.

—A mí también. ¡También! —responden otras mujeres, como si fuera un coro y las risas se desatan.

—Pero nosotros llevamos ocho años juntos y no hemos tenido problemas —responde la joven intentando dar una explicación.

—Pero las cosas cambian adentro, se empiezan a sentir más dueños de nosotras, si al final también estamos encerradas con ellos —señala la mujer del cigarro.

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En los próximas días Ann no podrá llevar encomiendas a las cárceles a la espera de los resultados del examen para saber si dio positivo por COVID-19. El Observatorio Social Penitenciario anunció que en la Torre 4 de la cárcel de San Miguel habría 28 mujeres que dieron positivo y en el piso de lactantes todas estarían infectadas. Gendarmería, a través de un comunicado de prensa, señaló que 27 internas dieron positivo y 8 arrojaron resultados no concluyentes e iniciarán una cuarentena preventiva para los módulos 2 y 5 ante el nuevo brote.

El gobierno anuncia que pronto el país volverá a la normalidad.

Las presas de la cárcel de San Joaquín a veces se preguntan por qué nadie supo de la huelga que organizaron.