Óscar Aguilera: otro escritor chileno que se lleva la pandemia
Me entero por Facebook que falleció Óscar Aguilera, escritor y profesor. Recuerdo en mi juventud universitaria haber leído su libro Operación Albania, sangre de Corpus Christi (1996), crónica sobre la matanza de 12 jóvenes rodriguistas perpetrada el 87 por la CNI. Y me entero de que murió por coronavirus, que estaba en un hogar en Independencia. Óscar Aguilera, nacido en 1954 en Santiago.
“¿Vicky supiste?”, escribo en el WhatsApp, y envío inmediatamente a mi amiga la coreógrafa, performer y artista escénica Victoria Larraín Pizarro. Óscar ayudó a Vicky a corregir y editar un libro de poesía en esos mismos años 90, y siguieron siendo amigos durante todos estos años de posdictadura, años de abandono, de ablandamiento.
Siguiendo la misma ruta de información del algoritmo de Zuckerberg, me entrega su testimonio mi amigo, el librero Rodrigo Viera: “(a Óscar) lo conocí el 88, haciendo la cimarra con unos compañeros del Valentín Letelier, en cuarto medio. Estábamos parados en Recoleta, frente al liceo y nos metió conversa, nos invitó a su casa, que estaba en un pasaje cerca. Me parece era una pieza en un cité. Estuvimos toda la mañana ahí. Tomamos desayuno y fumamos cigarros. Nos contó que había sido inspector del liceo. Conversamos harto sobre el liceo, los pitos, la poesía. Nos mostró algunos de sus poemas y después nos fuimos a carretear al Forestal. Con el tiempo se hizo asiduo a la librería de mi viejo. También conoció a mi hermana, que en esa época escribía poesía y parece que estuvo en un taller literario con ella. Más de alguna vez estuvo en nuestra casa en la población Huamachuco. En la cuadra en que vivíamos había una biblioteca popular, Nicomedes Guzmán se llamaba, y él acudía cada tanto, lo mismo que mi familia. Alguna vez me compró su propio libro Operación Albania para regalarlo”.
Luego no sé por qué me acuerdo de la muerte el invierno pasado de Manuel Paredes Parod, poeta popular, narrador y dramaturgo, profesor también, un hombre sensible y comprometido, un luchador ejemplar, golpeado, herido y nunca doblegado. A Manolo lo velaron en la Sociedad de Escritores de Chile y su despedida fue hermosa y muy concurrida, también en La Legua donde fundó un Club de Lectura. Pienso quizás que Óscar habría merecido una despedida similar, con sus muchos compañeros comunistas reunidos entre las coronas. Imposible saberlo. Entonces caigo en cuenta del errado rumbo de mis impulsivas conexiones neuronales. A Manolo, de partida, se lo llevó el cáncer. Quizás ambos compartían ser o haber sido comunistas, vidas quebradas por distintos flancos, experiencias de separación, persecución, cárcel, acaso tortura. Hombres de letras junto al pueblo. Más o menos, digo, pero no estoy siendo preciso.
Lo que sí sé es que hay otro obvio paralelo para la muerte de Óscar y no es la de Manolo. Mucho más a la vista, aunque al otro lado del Atlántico, y hermanado por el coronavirus en esta cuarentena que ha deconstruido nuestra noción de tiempo, está el reciente deceso de otro escritor y compañero, igualmente querido por muchos y tantos, Luis Sepúlveda. Y no puedo evitar una vez más entender y dolerme de ese abanico de posibilidades para la muerte de un escritor, más allá del peso de su obra, de la fama o del abandono, de los muchos o pocos lectores que haya logrado cosechar en vida, y aún de si eran buenos o malos escritores. Menos aún si se trató de autores que se entregaron en vida y obra a su pueblo, a su gente.
Termino estas palabras que espero sean un reconocimiento y un homenaje, con una cita en extenso que me parece da cuenta del sentimiento de perpleja consternación en que nos puede sumir a los escritores la contemplación de lo escrito por uno mismo en el basto universo de las letras.
Vuela alto Óscar Aguilera, compañero.
“¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizás solo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos, a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean-Paul Sartre? ¿Por qué a François Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolver-nos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero”.
(Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, 1982.)