#Escritorxsencuarentena: Escribir en la mente

#Escritorxsencuarentena: Escribir en la mente

Por: Elisa Montesinos | 23.04.2020
Ante la imposición de no poder estar en la calle lo primero que pensé fue: mierda, tengo dos hijos, trabajo desde la casa y tendré que dar clases a través de la pantalla de un computador. Los niños se me van a colar en cada sesión, me dolerá la guata, perderé el hilo, el más grande gritará que quiere hacer caca, la chica vendrá a decirme que el hermano no la deja ver Mickey Mouse y que ella no quiere La guardia del león. Mi marido dirá que así no se puede trabajar (y es cierto), y yo, para no ser menos, diré que así no se puede vivir, aunque la verdad es que sí he podido, y pensar lo contrario es para terminar de trastornarse. Esto recién comienza, el ministro a cargo de esta emergencia sanitaria dice que lo peor está por venir, y eso para mí es como si, en pleno vuelo, el capitán anunciara que sería todo y solo nos queda rezar. 

Hablaba con una amiga por videollamada hace unos días y le comenté de pronto que si hubiera sabido que esto iba a ocurrir hace dos años quizás no estaría aquí. Nos reímos; no, no estaríamos, imagínate, una pandemia que nos quitaría la poca libertad que nos queda después de haber sido madres, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. En mi caso, leyendo de pie en plena estación del metro, mientras más de una persona me pegaba un codazo por estar interrumpiendo su apuro. Leyendo ahí, ganando tiempo en medio de la vorágine, porque en una casa con dos hijos pequeños es difícil tener un espacio sola. O leer en el baño hasta que un grito o un llanto me sacara de ahí pensando que así no se puede, que necesito tiempo, leer más, escribir más. Porque, ¿eres escritora, cierto? Hay libros con tu nombre, historias que has creado, relatos a medio terminar en el computador… En eso me debatía a diario antes de que el coronavirus llegara a Chile, buscando un balance, intentando salir de noche de vez en cuando, persiguiendo escribir. En el computador, en la servilleta, en una libreta. 

Hasta que llegó el encierro. 

Primero una cuarentena voluntaria, porque tengo baja inmunidad; después la cuarentena total, que cambiaba radicalmente el mundo. Y ante la imposición de no poder estar en la calle lo primero que pensé fue: mierda, tengo dos hijos, trabajo desde la casa y tendré que dar clases a través de la pantalla de un computador. Los niños se me van a colar en cada sesión, me dolerá la guata, perderé el hilo, el más grande gritará que quiere hacer caca, la chica vendrá a decirme que el hermano no la deja ver Mickey Mouse y que ella no quiere La guardia del león. Mi marido dirá que así no se puede trabajar (y es cierto), y yo, para no ser menos, diré que así no se puede vivir, aunque la verdad es que sí he podido, y pensar lo contrario es para terminar de trastornarse. Esto recién comienza, el ministro a cargo de esta emergencia sanitaria dice que lo peor está por venir, y eso para mí es como si, en pleno vuelo, el capitán anunciara que sería todo y solo nos queda rezar. 

Mientras escribo esto mi hija entra por quinta vez a mostrarme su chupete de Minnie. Me dice, a sus perfectos dos años, que la escuche, me pregunta qué estoy haciendo. ¿Estás trabajando? Digo que sí, pero miento, porque para mí escribir nunca ha sido un trabajo. Ella insiste: ¡Escúchame! ¿Qué es esto? Tiene una gomita en su mano, son casi las nueve de la noche, pienso en el azúcar, en el desvelo, en que es pan para hoy y hambre para más tarde, pero que se lo coma, de lo contrario escribiré una pelotudez. La pequeña se va, la puerta queda abierta, escucho a lo lejos –y a pesar de los audífonos– una película de dinosaurios. ¿Eres escritora, cierto? ¿Y puedes escribir? Bueno, lo intento, suele ser mi respuesta. Desde que soy madre es mucho más difícil, siempre he estado en el control, la maternidad desató mucho en mí, me obligó a soltar la identidad (si es que la tenía), me empujó a cerrar capítulos y eso libera al hámster mental, entonces se escribe poco en el computador y mucho en la mente, en los desvelos, en los mínimos tiempos muertos, en la ducha, en el metro. Pero ya no hay metro y cada vez hay menos tiempos muertos entre témperas, plasticinas y canciones infantiles. Los hijos no se apagan, no son juguetes, y yo los adoro, y también adoro escribir. Entonces una se convierte en muchas locas a la vez, envidia a las autoras que leen y que dicen que la escritura se les hizo fácil con los hijos, o apoya a las que no pueden con las dos cosas.

La pequeña regresa. Quiere trabajar conmigo. Canta: “Este saludo va a comenzar”, seguro algo que aprendió en el jardín al que alcanzó a ir cuatro días, o cinco. El jardín infantil ya no está, el jardín soy yo. Tengo sed. Le digo que le pida agua al papá, que no puedo perder el hilo. Y en realidad lo que no quiero perder es el momento. La lectura en el metro que ya no tengo, la escritura mental mientras camino hacia el trabajo, la buena frase anotada en la servilleta en el almuerzo. Las comidas y los vinos con los amigos, la sensación de juventud después de una fiesta larga, la copa conversada con el hombre con quien espero sobrellevar esta cuarentena y la vida, los abrazos que todavía puedo dar.

También pienso, con la cabeza revuelta y confusa, dividida y en lenta recuperación neuronal después de dos partos, que los únicos abrazos están aquí, en mi casa, y si no puedo darlos, si no puedo besuquear y apretujar a los míos, moriré. Moriré de verdad. Porque en esos abrazos está la vida hoy. Los deberes, el aseo, el orden de la casa, las exigencias son parte del hacer, y ahora hay que estar. Estos abrazos tienen sentido, escribir tiene sentido, mi hija entrando a interrumpirme es parte de esta vida y quiero que lo sea para siempre. Y cuando esta avalancha pase y podamos reunirnos de nuevo, y mis hijos crezcan y hablemos de la locura del 2020, seguramente yo les mostraré lo que escribo ahora, en esta noche de abril y luna llena, y les diga: esto es lo que podía hacer entonces. Con ustedes y conmigo, con ese pedazo de mí que son ustedes y esa tripa de escritora que nunca me deja. Que así se vivía en ese año extraño. Y quién sabe, quizás así es la vida siempre, solo que no había tenido tiempo de darme cuenta.