Fútbol, farándula y política: el año del nervioso apretón de manos entre Caszely y Pinochet
En el minuto 68, Pato Yáñez mira a la banca chilena y dice que no puede más, que el dolor por el patadón que le dio Torales ya no lo aguanta. Sale en camilla. “Cambio, profe”. El doctor Valdecantos le comenta a Yáñez que Santibáñez lo va a sacar, pero que corra hacia el otro costado para demorar su salida. “Dile a don Lucho que se deje de hueviar, que me saque”, responde Yáñez irritado.
El Pato Yáñez es vivo. Mientras la pelota está en poder del mediocampo paraguayo, el atacante ya está cruzando la cancha hacia el otro extremo para la sustitución. Llegó y entró nomás, sin autorización del árbitro, ante la ignorancia también de los centrales paraguayos. Los defensas ni lo pescan. En el relato de Canal 13, desde Asunción, la voz de Julio Prado sigue la jugada con ánimo cansino: “Florentín, arriba para Cabañas, primero Garrido. Benítez, equivocó el pase… Moscoso. Yáñez por la izquierda. Atención: Yáñez, Yáñez, Yáñez, Yáñez, Yáñez… tiró… ¡Gol! ¡Gol de Yáñez! ¡Gooool chileno! ¡Patricio Yáñez! Le colocó la pelota Moscoso y Patricio Yáñez, el hombre que va a Boca Juniors, abrió la cuenta en el segundo tiempo. Lo que habíamos criticado. La frialdad del hombre que juega en segunda división para enfrentar a Torales, le saca dos metros de ventaja y la toca abajo a la izquierda frente a Almeyda”.
Un gol que mata. A dos mil kilómetros de Asunción, el corazón de un jubilado porteño no aguanta la emoción inusitada con Patricio Yáñez y se va de pique al suelo. Lamentablemente, fallece de camino al hospital. También el carrerón del Pato pudo contagiar a una locomotora sin conductor en la Estación Central de Santiago. Increíblemente la máquina, que iba a 70 kilómetros por hora, traspasó los límites del terminal ferroviario, rompiendo el pavimento de la Alameda Bernardo O’Higgins, en donde “varó”. De milagro no hay víctimas, pues todos están o en sus casas o en Asunción.
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Desde una ventana de la vecina Vicaría de la Solidaridad, los familiares y amigos del desaparecido Frei Montalva son testigos de la llegada de Pinochet con la CNI y otros grupos de seguridad, abriéndole paso hacia la catedral. Este recibe el chillido del gentío opositor: “¡Asesino, asesino!”. Los gritos avisan que el general se ha metido en la cueva del lobo. Caprichoso y ofendido por lo del día 22, cuando la viuda de Frei se negó a recibirlo en la clínica, ni siquiera se acerca al lugar de Frei Ruiz-Tagle a darle el pésame. Lo siguen en el desaire la Junta Militar y también los ministros de Gobierno. Todos hacen la ley del hielo.
Afuera de la catedral, bandas militares rinden homenaje al fallecido mandatario. Con ellos, juntos, pero no revueltos, miles de personas aguardan el paso del ataúd. Han quedado sin voz tras pifiar la llegada de Pinochet y lanzarle insultos y objetos. Más de veinte infiltrados de la CNI siguen los pormenores entre la propia chusma, y aprovechan de golpear y hacer sus propias contramanifestaciones. En el lugar detienen a treinta y tres personas por desórdenes. Ninguno es agente del Estado.
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Los integrantes de los británicos The Police no son ni se muestran simpáticos. El más alentado políticamente de los tres, Sting, tiene claro a qué país ha llegado. La prensa no ayuda a que el rubio cambie su impresión sobre Chile. Con sus preguntas provincianas, lo único que hacen es aumentar la amarga actitud de la banda. A los músicos los tratan de “candidatos al Premio Limón”, por “pesados, displicentes y groseros”. A una periodista, muy suelta de cuerpo, se le ocurre consultar si eran homosexuales, por los aros que llevan puestos. Sting le pega su mirada, le da un agarrón en las nalgas y le dice si quiere puede subir al bus de transporte para que salga de la duda. La mujer queda de una pieza.
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14 de junio. Desde el presidente de la República hasta el más piñufla subsecretario han asegurado a los chilenos de que no habrá devaluación. Sin embargo, no se puede sostener un avión en el aire por tanto tiempo sin bajar a echar combustible. El Gobierno y su política económica, sostenida hasta hoy, con más palabras que con hechos, está a punto de desplomarse.
La información se repite de boca del general Pinochet a nuevos oyentes:
–Señores ministros: ¡devaluamos!
El primer mandatario ordena sin dejar margen a dudas, explicando que desde mañana cada dólar valdrá siete pesos más que hoy, es decir, 46. Astutamente, Pinochet ha resuelto no ser él quien entregue la tremenda noticia, en cadena nacional. El premiado es el general Danús.
Tarde, de noche, casi entre tinieblas, en un país con forma de pelota y espiritualmente instalado en España, la altanería y arrogancia quedan desnudas para salvar la casa a medio quemar, sin que muchos lo sepan o al menos adviertan la magnitud de la decisión a comunicar. En efecto, mientras se graba la intervención del ministro brigadier Luis Danús –que saldrá un poco más tarde por televisión y radio– poquísimos son los funcionarios del gobierno que conocen el secreto. De hecho, Danús se entera de su libreto poco antes de recitarlo.
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La agencia internacional EFE lanza la bomba a Chile y al mundo: Eliseo Salazar y Raquel Argandoña tienen un “cálido romance”. La noticia califica de escándalo, porque Salazar vive en Londres con su esposa. Argandoña corre a negarlo de inmediato: “¿Yo, enamorada de Eliseo? Nada que ver. ¡Pero si no lo veo hace como un mes!”. Según la versión de la presentadora, en mayo Pedro Carcuro la invitó a ver una carrera a Bruselas, y a Eliseo solo “lo saludé, conversamos algunas palabras y después volví a Londres (…). Creo que está hecho de mala fe por alguien que quiere perjudicarme (…). Lamento mucho que me utilicen para justificar un fracaso matrimonial (entre Eliseo y su esposa) (…). La noticia es falsa”. Hipocresía. Su romance con el piloto viene desde hace meses en la misma Europa. Más aún, prácticamente conviven, disfrutando de las ternuras del viejo continente. “El domingo recién pasado viajaron juntos a la localidad francesa de Le Mans. Ahora, Eliseo utilizaría sus dos semanas de descanso para pasear junto a la Argandoña por Europa”, informa EFE.
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La mala intención contra Caszely, tras perder el penal, llega a un límite peligroso cuando un diario publica de un supuesto “flirteo” del delantero con una cantante de Sábados Gigantes. Compungido a la distancia, el goleador no tiene defensa del maletero rumor que versa que “el jugador no se apartó de ella en ningún momento y que conversaron durante horas. Caszely practicó todas las enseñanzas de Luis Santibáñez para ‘marcar’ a Paz Ballara, incluyendo el ‘pressing’ y ‘desbordes por las puntas’. Al final quedaron muy amigos. Ahora, el equipo de Sábados Gigantes le dice a ella ‘Paz Ballara de Caszely’. ¿Por qué será?”. Independiente del chisme, en la intimidad de Meres, Caszely se muestra muy mal. Los compañeros tratan de subirle el ánimo, pero no hay caso. Es la tristeza del construido héroe que cree que sus derrotas son tan enormes como sus triunfos.
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Primero va Hernández Anderson, atrás, como siempre, su “escudero”, Villanueva. Reservados, los condenados vienen con zapatillas para no hacer mayor ruido, como si el silencio fuera útil ahora. Delante de ellos, un sacerdote camina y les abre paso.
Con ayuda, los exagentes de la CNI son puestos en el patíbulo compuesto por dos banquillos. Cada una de las sillas está en diagonal a los espectadores, formando los maderos un ángulo recto entre sí. De esta manera, una parte del público ve a Hernández de frente, pero a Villanueva de perfil, y viceversa. Un acto ceremonioso con su propio protocolo.
El tiempo parece suspenderse. Cada detalle cuenta. Hombres de ley, políticos, periodistas, gendarmes, el escritor Lafourcade representando a El Mercurio, y todos los espectadores no dudan en que este es un momento que los marcará hasta el final de sus días.
Los gendarmes, ejecutores accidentales, salen formados hacia el patíbulo también vistiendo zapatillas. Allí esperan los pechos de los condenados que lucen los signos “+” que indican el punto hacia donde deben disparar los fusileros: el corazón. A las seis horas con treinta minutos, el oficial desenvaina su sable desde un costado, a la vista de los verdugos. La caída del arma es la señal para el gatillo mortal. Los gendarmes deben mantener una vista doble para advertir, tanto el sable como el objetivo del disparo.
Entonces, el brillo del gran cuchillo se mueve a favor de la fuerza de gravedad y las balas, ni antes ni después, suenan a la vez y en todo Calama. Los cuerpos de las víctimas se desploman. Los torsos de Hernández y Villanueva se humedecen rojizos. El médico se acerca para constatar las muertes.