Relatos de plagas y epidemias: Cubos negros
"A dark creation, a new design
A new life"
Remains of Nothing, Archive
Y todos nos colocamos mascarillas y cubrimos nuestras bocas y narices. Y todos parecíamos bandoleros o asaltantes confiando en que con eso bastaba para evitar el contagio, mientras los científicos de todo el mundo buscaban una cura para la cepa del virus que se había expandido por el planeta como un reguero de pólvora, dejando unos cuantos cientos de muertos en Bangladesh, otros tantos en Canadá, unos pocos en Egipto… Mientras no supieran cómo detenerlo, controlarlo y eliminarlo, estábamos condenados a andar por las calles sin reconocernos los rostros. Aprendimos a mirar a los ojos, si es que lográbamos levantarlos de las proyecciones tridimensionales de nuestros teléfonos, para saber si estábamos frente a un amigo o un desconocido, mientras las informaciones se sucedían a velocidad luz, apenas permitiéndonos entender qué estaba ocurriendo.
Paro cuando los científicos hallaron la cura, dando a conocer el suceso con bombos y platillos, la naturaleza ya había hecho su trabajo. El virus mutó, se tornó más agresivo e impredecible. Más voraz y mortal. Nosotros seguíamos las trágicas noticias desde nuestras estaciones móviles, al interior de oficinas y casas, asombrados y abrumados por los cien mil muertos en Haití, otro par de millares en Rumania, centenares en Chile y Argentina. Pero tampoco prestamos demasiada atención. Las mascarillas ya no eran suficientes y los proveedores crearon protecciones similares a las máscaras antigás que se vendieron como pan caliente, además de los guantes de goma gruesa para evitar cualquier contacto contagioso incluso dentro del hogar, y líquidos fétidos y pegajosos que debíamos esparcir en nuestros cuerpos y casas, para impedir que el letal ejército invisible invadiera nuestros últimos territorios. Fue difícil acostumbrarnos a manipular nuestros teléfonos y computadoras con aquellos artilugios, pero encontramos la forma, mientras hombres y mujeres de ciencia incluso sacrificaban sus vidas buscando una cura. Y cuando lo hicieron, el éxito fue efímero. El virus ya había mutado nuevamente y todos corrimos a comprar los exotrajes de polímero negro que mostraban las vitrinas de las tiendas, las nuevas máscaras y filtros, las antiparras y los guantes aún más gruesos e incómodos que los anteriores para protegernos del patógeno que pululaba en al aire, en el agua y nuestros alimentos.
Estos nuevos disfraces eran capaces de reciclar la transpiración y la orina para hidratar nuestros cuerpos y minimizar el consumo de agua posiblemente contaminada. En casa, teníamos aparatos que purificaban cada bocado de comida y que detectaban el virus aunque no eran capaces de hacerle daño alguno, pero sí desalojarlo de nuestros espacios seguros. Bueno, eso lo podíamos hacer quienes teníamos dinero suficiente para comprar los exotrajes, filtros, máscaras y guantes originales; los que no podían acceder a ellos o adquirir sus imperfectas imitaciones, simplemente morían. Unos cuantos millones en China, otros tantos en Congo, algunos cientos de miles en Francia o Brasil.
Después, tuvimos que cubrir los muros de nuestras casas con el mismo polímero de color negro. El patógeno usaba la clorofila para reproducirse y estar en las calles era un peligro mortal. Lo comentamos en nuestros chats y redes mientras los juegos de azar y memoria se nos empezaban a agotar, mientras los científicos morían buscando un antídoto, mientras los cables, sin ningún mantenimiento, caían de los postes, mientras las antenas se oxidaban y dejaban de transmitir señales virtuales de vida, mientras las tiendas cerraban, atiborradas de muertos que todavía tenían billetes en sus manos, buscando la salvación.
Así, el mundo se pobló de cubos negros, cerrados y sellados, silenciosos e inertes. Y aunque algunos colindan entre ellos, no hay posibilidad de comunicarnos para saber si en su interior todavía hay vida envasada en trajes de última generación.