Coronavirus y crisis de cuidados en Chile
La rápida propagación del Covid-19 en Chile y las medidas institucionales para producir aislamiento social dejaron al descubierto uno de los eslabones más débiles de nuestra sociedad: los cuidados. Al descubierto porque esta necesidad social se ha ocultado históricamente gracias al menospreciado e invisible trabajo no remunerado de las mujeres. Lo cierto es que todas las personas requieren alimento, ropa, abrigo, asistencia, apoyo, compañía y eso sin contar que las personas se lesionan, enferman, pasan por la primera infancia y también llegan a la tercera edad.
La necesidad de cerrar los colegios y jardines infantiles volvió a poner de relieve que las jornadas laborales en Chile no son compatibles con cuidar, educar y alimentar a las y los niños y adolescentes. La instrucción de aislamiento social total de las personas ancianas vuelve a recordar que en nuestro país miles de ellas no tienen redes de apoyo, cuidadores ni tampoco recursos gracias a nuestro sistema de pensiones. Mientras la alerta por el virus se dispara, miles se mueven en transporte público a sus trabajos no susceptibles de realizarse en línea, sumado a la incertidumbre de cientos de miles de trabajadores y trabajadoras informales o a honorarios respecto de cuándo vendrá su próximo sueldo en el caso de que guarden cuarentena devela una vez más la precariedad del modelo laboral chileno.
Pese a que las mujeres han aumentado su inserción en el mercado laboral formal e informal en las últimas décadas, la carga del trabajo de cuidados no se ha redistribuido significativamente. El envejecimiento de la población, de hecho, es un factor de recarga para nosotras, ya que por abrumadora mayoría somos quienes cuidamos a las personas ancianas cuando pierden su autonomía o se enferman. Para ello no hay muchos números oficiales, ya que no tenemos un sistema de cuentas satélite y solo desde 2015 con la Encuesta Nacional del Uso del Tiempo implementada por el INE ese año tenemos algunas estadísticas sobre trabajo doméstico.
Los más pobres ven agudizada esta crisis pues concentran los trabajos precarios y ante la escasez de servicios públicos integrales, interconectados y de calidad, terminan resolviendo los cuidados con el propio trabajo familiar. De esta manera se sobreexplota a las mujeres asalariadas que no tienen horario de ocio ni descanso alguno - lo que lleva a desarrollar patologías de los más diversos tipos- echando mano de las niñas y mujeres adolescentes o de las y los ancianos. Eso cuando se resuelve bien. La soledad, negligencia y abandono son las otras caras de esas soluciones.
¿Por qué no se reacciona ante esto? Porque la actual crisis ha sido producida y reproducida por la constante disminución de la capacidad y calidad de los sistemas públicos de salud y educación y descansa sobre todo en los hombros de las mujeres, que sufren consecuencias cotidianas en su salud y proyectos vitales pero por lo mismo no participan en iguales condiciones en la vida pública y política, siendo gobernadas por una élite ciega a este asunto o por género, ya que la clase dirigente es mayoritariamente masculina, o por clase ya que en las clases altas la necesidad del cuidado se soluciona a través de trabajadoras/es pagadas/os.
Así, cuestionar el desmantelamiento de la salud y educación pública y la repartición desigual del trabajo doméstico y de cuidados por género significa cuestionar tanto la subsidiariedad neoliberal como el deber ser femenino que implícitamente está consagrado en nuestras políticas públicas con disposiciones como la falta de postnatal o licencia de cuidado para padres o la supremacía masculina en la sociedad conyugal. Es decir, minar dos de los múltiples pilares del modelo que sufrimos.
Obviamente, para un problema estructural de esta magnitud la solución no es simple. Un abordaje histórico al asunto ha sido ignorar la centralidad del cuidado asumiendo que la incorporación de las mujeres al trabajo productivo redistribuirá esa carga por sí sola. Y sin embargo las cifras son consistentes en que eso se tradujo en una doble jornada laboral. Otro abordaje ha sido el de la remuneración del rol cuidador, que trae aparejado el problema de que cuando se paga a una persona por ser cuidadora, esa persona casi siempre termina siendo mujer y se perpetúan los roles estereotipados de género y se crea una nueva capa de mujeres con un oficio precario.
Tal como han señalado Nancy Fraser o Sandra Ezquerra, necesitamos abrazar la complejidad del problema. Para solucionar la crisis de cuidados necesitamos al mismo tiempo una nueva idea de gestión pública que entienda que, tal como nos ha recordado brutalmente el coronavirus, la interdependencia de las personas es un hecho de la vida en común. Las feministas hemos clamado largamente por un Sistema Nacional de Cuidados que supere la subsidiariedad y se cruce con los servicios públicos de salud y educación. No buscamos solo repartir más equitativamente el cuidado entre hombres y mujeres a nivel individual, sino que su importancia y valor se reconozca y pueda ser provisto también en parte por la sociedad.
Por supuesto, habrá quien en estas ideas vea fantasmas y arme monos de paja. No se trata de eliminar a las familias, sino de asumir hechos como la diversidad actual de las mismas, donde en muchos casos no hay dupla con quien repartir; el envejecimiento de la población, la incorporación de las mujeres al mercado laboral formal e informal e incluso, como muestra el coronavirus, la vulnerabilidad global de las condiciones sanitarias.
La emergencia por el Covid-19 vuelve a poner en el centro la cuestión de la organización social del cuidado y es necesario que, junto con apoyar todas aquellas medidas y acciones que pongan la humanidad y no el mercado en el centro para paliar la pandemia, seamos capaces de instalar para el proceso constituyente futuro y la movilización social que lo empuja la necesidad de poner los cuidados al centro, superando el género y el mercado como ejes organizadores de la vida en común.