En tiempos de la rotofobia: ¡Viva el roto chileno!

En tiempos de la rotofobia: ¡Viva el roto chileno!

Por: Elisa Montesinos | 20.01.2020
El 20 de enero se celebra el día del roto chileno. El último día del año pasado terminé una investigación sobre las representaciones del “roto chileno” en el humor gráfico. Recorrí una galería impresionante de dibujos desde el siglo XIX y, junto a ellos, las expresiones desdeñosas con que –“desde arriba”– se ha motejado y estigmatizado al hombre pobre que representa a todos los pobres: al pueblo.

También, obviamente, ha recibido halagos lisonjeros y grandes homenajes, especialmente cuando se ha tratado de reconocer su valentía, arrojo, hidalguía y todas esas cualidades que en realidad están adulando los servicios prestados como carne de cañón, la utilización del roto para defender con fiereza intereses ajenos. El orgullo gracias a la sangre derramada por otros. Los rotos son los “otros”, por lo que también se les trata con diminutivos paternalistas y degradantes (“hombrecito”, “rotito”).

En su gratitud se levantó –no sin polémica- un monumento en la plaza Yungay y se decretó un día que lo celebra. Este día todos somos rotos, así como hoy día “todos somos de clase media”. Pero el roto genuino no tiene pedestal, tiene millones de nombres que están al margen, con deudas, afuera de la fiesta, con resignación o rabia. Ni siquiera se considera roto ni tiene una facha uniforme que lo identifique, a modo de Verdejo o el primer Condorito: andrajoso, tirillento, perejiliento, patipelado. Era fácil reconocer al roto aplicando el estereotipo que el humor gráfico contribuyó a construir iconográficamente. En efecto, la pobreza se podía “ver” cuando la falta de calzado, los zapatos rotos, evidenciaba  la miseria. La ropa descosida, los parches, los cuellos virados. Y los niños a pata pelá. Y la mujer escobillando la ropa gastada. Y el hambre, el hambre, el hambre.

En algún momento pensé que mi trabajo era sobre el pasado,  asombrado quizás por la moda de los pantalones rajados. Y claro, vivimos en una sociedad de consumo donde todo es desechable. La presencia urbana de los rotos es menos reconocible por la vestimenta, en la ciudad ya no se ven “verdejos patipelados” ni tirillentos. No es tan difícil conseguir calzado o vestimenta –en una feria libre, por ejemplo– con muy poco dinero. Ropa usada, incluso nueva y “de marca”, que llega a los márgenes; así como parte de la población fue erradicada a los márgenes de la ciudad que segrega. La pobreza se puede ocultar en la escenografía urbana, pero sigue existiendo. Fuera del oasis que viven los privilegiados hay hambre, hay vulnerables y vulnerados; personas –hombres y mujeres- que viven en la miseria, pero la ciudad no los ve. No los ha querido ver. Hasta que el roto sublevado se instala en la frontera: ¿Plaza Italia para arriba o para abajo? 

No se nota el roto y sus facetas: el atorrante, el patipelado, el roteque y, el peor de todos, el roto sublevado. Ese despreciado por la presidenta de la UDI, el “roteado” en La Dehesa, que sufren de aporofobia (temor a los pobres); mejor dicho “rotofobia”. No parecen rotos los que llenan las plazas a lo largo de todo Chile. Al menos no se les distingue por su ropa. Paradójicamente, hay una moda de pantalones rajados. Los pantalones rotos marcan tendencia en la moda.

En las tiendas del mall, del shopping, venden pantalones rajados, pero no son para los rotos pobres. Casi una ostentación de la opulencia en el consumo, que se promueve con textos que –para los pobres genuinos– parecen sarcásticos: “Nadie se puede resistir a unos lindos pantalones rasgados, existen desde los más simples a los más arriesgados, como aquellos que tienen un corte en la rodilla o los que tienen las tiras colgando en medio de la pierna”. Así, ver a una persona, generalmente joven, con sus pantalones rotos hoy día no es vista como pobre, tirillenta o mal vestida sino a la moda. En la historia del “roto pobre” las rajaduras o parches de su ropa nunca fueron una opción: la ropa rota lo dejaba afuera de la sociedad “decente”; por ello es casi una ironía que se presente como una moda glamorosa. No será, a fin de cuentas, la primera vez que un gesto de rebeldía –rockero en su inicio– la sociedad lo convierte en objeto de consumo. ¿Bien vestido, bien recibido? Todo está cambiando, en buena hora.