Juventudes y 18-0: más allá de la anomia y el binomio exaltación o estigmatizaciones juveniles
Un par de semanas atrás, el rector de la UDP, Carlos Peña y el ex director de 2020 Mario Waissbluth introdujeron en la discusión sobre el estallido social y algunas consecuencias de este, un viejo concepto de la sociología. Nos referimos a la “anomia”, asociándola a ciertas prácticas de “violencia juvenil” o a una suerte de endiosamiento de las juventudes actuales. Esta asociación conceptual pensábamos que estaba desterrada del análisis social. Por lo menos de aquellos análisis más simplistas sobre los conflictos sociales o para caracterizar a determinados sujetos sociales.
Sobre este punto habría que señalar que no hay una sola definición de anomia, ya que el concepto puede aludir primero a los procesos que viven las sociedades cuando transitan de un modelo de sociedad a otro, donde un determinado orden social está en tránsito a su muerte y otro está por nacer; segundo a procesos de desviación social relacionadas con conductas individuales, donde hay una dislocación entre medios y fines, cuestión trabajada por Merton y, tercero, como bien lo ha señalado el sociólogo francés, Michel Maffesoli, como una forma de resistencia hacia el orden establecido.
Hay que recordar que la última vez que el concepto de anomia fue utilizado con gran difusión en el contexto chileno, fue en el marco de las protestas contra la dictadura militar en la medianía de los años ochenta para tratar de dar cuenta de una actoría juvenil que había emergido de forma explosiva en las protestas nacionales. Nos referimos a la emergencia de la “juventud urbana popular” que jugó un papel destacado en las movilizaciones en contra de la dictadura. La interpretación que realizaron algunos connotados sociólogos de la época, mostraba el accionar juvenil como anómico, al destacar solo la emergencia de los deseos y las pasiones: vivir el inmediatismo a través de la evasión o la agresión y simultáneamente vivir el inconformismo. No había política por ejemplo en ese quehacer.
Para nosotros esa perspectiva extremaba la definición sociológica de anomia de Durkheim, respecto de la inexistencia relativa de normas, al extremo del caos. Al leer los planteamientos de Peña y Waissbluth, podemos advertir que asumen esa definición extrema y diríamos también facilista del concepto, para aplicarlo 35 años después de forma mecánica a otros jóvenes, de otra época, pero que explosionan hoy al igual que en los años ochenta.
Lo que instalan estos columnistas y otros por supuesto, son dos cuestiones relevantes para nosotros: cómo se concibe la condición juvenil y cuál es la pertinencia del uso del concepto de anomia en la situación del estallido social que está viviendo nuestro país. Para la primera cuestión, debemos señalar que esto nos retrotrae a una discusión sobre la condición juvenil, donde se le concibe solo como un binomio en el que aparecen únicamente como reserva moral del futuro (polo redentor), o bien, como un problema social y moral a gestionar (polo epidemiológico) cuestión que nosotros venimos debatiendo –modestamente- desde fines de los años 90´.
Habría que señalar, que bajo este binomio explicativo, la condición juvenil y las nuevas generaciones (tan diversas como desiguales), quedan suspendidas en un futuro que nunca se hace presente, o bien, aparecen como un problema de orden público a resolver, desechando y descalificando la posibilidad de considerarlas como agentes activos y co-protagónicos (con luces y sombras), en la construcción creativa de historicidad y de una sociedad entendida como proyecto colectivo, plural, dinámico y colaborativo. De hecho, si pensamos en el rol que vienen jugando, en este escenario, las nuevas generaciones de jóvenes estudiantes secundarios, podemos señalar que se han transformado en agentes públicos detonantes y difusores de demandas que exceden sus propios intereses particulares, poniendo en la agenda temas que las generaciones que los anteceden no pudieron empujar ni alcanzar.
Habría que señalar que el involucramiento de los jóvenes no partió el 18-O. Las señales y avisos en perspectiva histórica y generacional fueron graduales, y la energía “volcánica” emergía y se sumergía con fuerza progresiva, marcada por hitos como: Mochilazo 2001, Revuelta Pingüina 2006, Movimiento No + Lucro en la educación del 2011, Mayo Feminista que detonó en los espacio universitarios el año 2018, evasiones masivas de los estudiantes secundarios en el Metro de Santiago vinculadas con el Estallido del 18-O; sin embargo, en este último caso se los descalificó y banalizó: “Cabros esto no prendió” (Clemente Pérez), o bien, se los criminalizó: “Se desató una ola de violencia sistemática, profesional, organizada con tecnología de punta que buscaba destruirlo todo. Querían incendiar el país” (Sebastián Piñera). Y no es menor señalar que, según el Informe de Derechos Humanos de Naciones Unidas para el 18-O-2019 en Chile, el mayor costo social y humano de la represión policial y la violación grave a los derechos humanos en escenarios de protesta, afectó especialmente a adolescentes y jóvenes.
Respecto de la pertinencia del concepto de anomia, habría que señalar que en Durhkeim, la anomia aparece cuando se estructura una crisis en los marcos normativos de la acción a nivel societal y donde las instituciones tradicionales que entregaban sentido ya no pueden hacerlo. De este modo, las reglas y normas que servían para interpretar el mundo, organizar la vida social y dar cohesión al cuerpo social, se encuentran en entredicho. Una aproximación más compleja al concepto de anomia debería leerse como una etapa en el tránsito a otras formas sociales que van a reconfigurar y, quizás revolucionariamente, las sociedades, dotándolas de otras reglas y configurando nuevas formas de cohesión.
Entonces, señalamos que lo que estamos viviendo a partir del 18 de octubre es una fractura societal que nos muestra que la cohesión social, sustentada en un contrato social (el pacto de la transición) ha comenzado a desmoronarse, mostrando un país, fracturado que ha iniciado un cierto proceso de descomposición, donde algunos vuelcan su ejercicio de interpretación recurriendo a una apelación a la tradición y a la nostalgia de un orden que se está cayendo a pedazos. Pero también hablan desde el miedo a lo que se presenta como lo otro supuestamente irracional. En ese marco interpretativo, no pueden percibir la novedad de lo que quizás se está construyendo en la anomia que visibilizan.
Precisamente quienes escribimos esta columna, nos ubicamos, en aquellos que ven en la anomia, la posibilidad de un futuro societal distinto. Si retómanos al sociólogo francés Michele Maffesoli, la anomia es el motor de toda sociedad que permite configurar nuevos vínculos sociales, y en este escenario, los y las jóvenes son como “jinetes cabalgando en medio de la tormenta” (Rossana Reguillo).
Más allá de lo que algunos columnistas han criticado la llamada “beatería juvenil” (metiendo todo en un mismo saco: anarquismo, barras bravas, narcotráfico, etc.), sin hacerse cargo de su propio sesgo academicista y cautivo de una única, excluyente y universal forma de racionalidad, lo que se tiene que hacer es observar con mayor distancia y menor afectación emocional los fenómenos asociados con el estallido social del 18-O, particularmente los referidos a episodios protagonizados por las nuevas generaciones.
Por último, para realizar un ejercicio interpretativo menos destemplado y reduccionista, tenemos que preguntarnos: ¿en qué medida la participación de jóvenes en estos eventos se explica únicamente porque están siendo “presas de sus pulsiones”? ¿en qué medida estos grupos de jóvenes estarían siendo cautivos de una “falta de orientación normativa de sus propios impulsos”? ¿hasta qué punto se trataría de “un espasmo violento” que no ha logrado expresar una agenda de reivindicaciones coherentes, por lo cual estaríamos frente a una “anomia generacional”?
Las respuestas a estas preguntas no son fáciles y no se pueden responder solo recurriendo al concepto de anomia (cuyo origen decimonónico se remonta al año 1897, en Europa). Requerimos de otros marcos interpretativos; “abrir las ciencias sociales”, sacudirnos de las viejas tradiciones, lo que supone como diría Immanuel Wallerstein “impensar” esos marcos interpretativos y hacerlos más sensibles (Maffesoli) a las nuevas y complejas realidades sociales. El desafío es, acompañar a los/las jóvenes y producir espacios de co-laboración entre generaciones, en este mar de incertidumbres que hoy habitamos.