Langlois Vicuña, in memorian
Había en la figura de Langlois Vicuña algo de delicado fantasma, de liviandad distraída, y del lugar que ocupó en el mundo del arte se puede decir que lo pensó de un modo totalmente singular: como una escalada hacia la ingravidez. En esta ingravidez su ética y su estética se fundían, eran una misma cosa, un vivir aprendido en el progresivo arte de despojarse.
El despojo estaba en su alma, venía con él, y no fue sino esto todo lo que narró su entrañable y magistral obra, consistente en degradar la materia sagrada del pensamiento para retener en su centro lo que más le importaba: la precariedad y la desnudez, el desvestido del mundo,
¿No fue acaso este el principio de Cuerpos Blandos, la obra con que a fines de los sesenta introdujo como parodia lo que el arte conceptual desarrolló a posteriori como tragedia solemne? Claro que sí, porque lo concibió todo desde los materiales que nacían rotulados con su propio certificado de defunción: una rigurosa escultura de lo perecedero que, acreditada en sus cochinadas graciosas, narraron el mundo a partir de una sucesión de instantes volátiles.
De ahí su rebelión personal contra los monumentos. Percibió temprano en esas estatuas que amanecen hoy tan pintarrajeadas, desordenadas por el idioma de la rebelión actual, la abyección de un puritanismo estucado, y por eso se limitó a emplazar sobre los pedestales platos de porotos con longanizas, alimentos del pueblo, nutrientes de una metafísica nacional tocados con la vara del aristócrata pobre que se despiojó de su clase.
Una seña la dio Juan Pablo apelando a la copia barata, al desecho, a los que brindó el aura del humilde redentor de basuras: falsificaba lechugas, ratones, pollos, libros, discos de vinilo, patitas de chacho, chalas, máscaras araucanas o pasamontañas. Era su fascinante planeta, un planeta imaginario, gozoso y sucio, que le permitió marcharse siendo aún un niño y refugiarse en vida de la estupidez del mármol.
En una vieja conversación con Ana María Risco, lo dice con todas las letras: “Pienso en las obras de ciertos arquitectos como Juan Martínez, que hizo el Templo Votivo de Maipú o la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile”, para agregar de inmediato que todo lo que se oponía a eso era aquel taller de Pío Nono, levantado con maderas y fonolitas y un poco de alambre. Era su universo privado de papel, el reducto del artista-animal que traza su madriguera con las forma que soñó para su arte. Una obra de papel, construida en un taller de papel, erguida por un hombre que quiso ser de papel.
Lo único que dejaba en pie –ironía del féretro febril de la historia– eran los pedestales, que en su construcción respetaba más que los pechos exagerados de los caballos de los próceres o las poses fallidas de los soberanos a quienes resguarda por estos días un gobierno voraz y salvaje. Esos pedestales invisibles le resultaban a él más próximos a la vista, más cercanos a la mirada del miope o del barra brava. Más próximos a la mirada del artista que se embelesa y viaja acunado en la bella fragilidad de las cosas.
Su obra fue la más bella y hermosa, una columna triunfal de panes y ángeles pobres donde relampaguean –eternas– las notas de la inocencia y el rigor auténtico del artista que hizo del arte el camino feliz hacia todo lo etéreo.